EL cura tiene la sotana sucia y la mirada enloquecida. Blande la antorcha gritando frases incoherentes en un latín impreciso cargado de la áspera cadencia gutural de la zona. Invoca a su dios, piensa en Lorenzo con un asomo de desprecio o, tal vez, en el diablo. Campesinos armados con horcas se hacen eco de los gritos con un murmullo ahogado. Aplastada contra el portón de la iglesia, una humilde iglesia rural, atada a un palo fijado sobre un montón de gavillas secas, una muchacha de pelo rojo que lleva un blanco vestido desgarrado y zapatos de cuerda deshilachados en los pies mira al cielo con una vaga sonrisa. Pero la noche es negra, no hay estrellas y solo la reverberación inquieta de la antorcha ilumina una escena que recuerda a Goya y a los nocturnos flamencos. En la oscuridad que protege a los patriotas, los ojos sarcásticos del Calabrotto lanzan destellos inquietos. El guía se santigua y escupe al suelo.

—Ya os había dicho que San Rocchino es un lugar maldito. Ccà ’nci sunnu sulu malacarni!1

—¿Qué están haciendo?—pregunta Lorenzo, mientras deja caer el mosquetón del hombro.

—’Bbrùscianu ’na strega!2

—¡No hables en dialecto!

—Esa es una bruja.

—¿Y tú qué sabes?

—Tiene el pelo rojo. Es la marca del demonio.

Lorenzo hace un gesto al Marquesano, que tiene ya la pistola en la mano. Se lanzan sobre el cura, ignorando la imprecación ahogada del Calabrotto. Los demás se alinean. Treinta y tres hombres armados ocupan la plaza. Un grito agudo surge del grupo de los campesinos.

—¡Los bandoleros! ¡Los bandoleros!

Lorenzo extiende los brazos y se esfuerza por dominar la ira. Hace dos días que desembarcaron y en todas partes la misma canción. Por todas partes, a su paso, plazas desiertas, casas abandonadas, alquerías sin ninguna clase de suministros. Y aquel grito obsesivo: los bandoleros. Los bandoleros. ¿Dónde estaban los mil quinientos insurgentes sobre los que había leído en el Mediterráneo de Malta? ¿Dónde los Hijos de la Joven Italia que tenían que haberlos recibido en la montaña de Santa Roccella?

—No somos bandoleros. ¡Somos patriotas! ¡Hemos venido a liberar Calabria de la dominación opresiva del rey Borbón! ¡Estamos aquí para daros la libertad, hermanos calabreses!—proclama, y una nota de desconfianza asoma en su joven habla veneciana.

Los campesinos se retiran, replegando las horcas. Solo uno sigue quieto, con el dedo índice señalando al Calabrotto. El Calabrotto, que posa una mano en el hombro de Lorenzo.

—È ’nutili ca pirditi tempu cu chisti, barone. O ’nci sparamu sùbbitu, o ’ndi ’ndi jiamu!3

El campesino escupe en el suelo. Dirige el índice hacia Lorenzo y después lo vuelve a Calabrotto.

—Chiddu è ’u Calabrotto—dice al fin el campesino despacio, como si se tratase de una simple constatación—. E vui siti briganti!4

—¿Qué os dije? Sparàtinci, e facìmula finita!5

El campesino lanza otro escupitajo y se une a sus acompañantes.

La oscuridad se los traga, desaparecen rápido, sin un sonido.

—¡El cura!—grita alguien.

Cinco, diez manos se precipitan contra el sacerdote, que está intentando prender fuego al montón de gavillas. Pero este se debate, lucha, babea y salpica, grita, salmodia y canta, se deshace de los atacantes, hasta que Lorenzo lo tira al suelo de un puñetazo en la sien. Una chispa alcanza la madera seca. Prende el fuego. Lorenzo se precipita sobre la muchacha. Con un movimiento de puñal corta las cuerdas que la rodean. La levanta y la lleva lejos de las llamas. Se ha desmayado. La deja sobre un lecho de hojas secas, se asegura de que su corazón aún late, intenta obligarla a beber un sorbo de agua. La muchacha abre los ojos. Tiene la mirada perdida.

—Ahora estás a salvo—susurra Lorenzo.

Ella sonríe. Lorenzo le pasa una mano por el pelo. Apesta a cabra. Más tarde, se somete a votación el fusilamiento del sacerdote.

—Somos combatientes, no asesinos—alega Lorenzo.

Se rechaza la propuesta por unanimidad. Deciden poner en libertad al sacerdote. Solo el Calabrotto está perplejo. Escupe, lía un cigarro.

—‘A strega porta malocchiu 6—dice, mirando a Lorenzo de soslayo.

Duermen en la plaza, se reparten los turnos de guardia. Cuando se marchan a la mañana siguiente, unos ojos sarcásticos observan su partida. Por la tarde, un mayoral que regresaba de los pastos descubre el cuerpo del sacerdote colgado de un castaño.