Noviembre
LORD Chatam coge la mano de la Bruja, se la lleva a los labios y le da un rápido beso. Desde el último encuentro han transcurrido días de soledad y de reflexión. Es consciente de haberla herido, quiere pedirle perdón, decirle que sin su compañía se siente vulnerable, peligrosamente cerca del abismo. Pero la Bruja no le da tiempo.
—Venid. Mirad estas maravillas—le insta, articulando emocionada las letras—. Hoy es un gran día.
Lord Chatam se deja guiar, obediente, entre autómatas con capa monacal, maravillosas máquinas cilíndricas, modelos en madera de grandes artefactos protegidos por fanales de cristal. A su alrededor, Ada Lovelace explica a la mejor sociedad londinense la Exposición de la Ciencia Posible.
—Este es el modelo de la máquina para la lectura, concebido en 1572 por el ingeniero italiano Agostino Ramelli. Un solo lector, con un simple movimiento de los pies, actuando sobre un mecanismo unido a un rodillo transportista, es capaz de consultar hasta doscientos libros al mismo tiempo.
—¡Es magnífico!—observa, fascinada, una condesa de York o de Kent, agitando el abanico.
—¡Doscientos libros!—se estremece el reverendo Cole—. ¡Qué derroche! Al hombre, querida mía, le basta y sobra con un solo libro: la Biblia.
Babbage se lleva a la Bruja y se la presenta a un industrial del hierro que se enorgullece de haber aprendido el lenguaje de los sordomudos. Lord Chatam se aparta un poco, evitando cuidadosamente cruzar la mirada, cargada de esperanza, con el reverendo, un conocido y rencoroso reaccionario. Lady Ada lo coge del brazo y lo empuja hacia el modelo de la nueva criatura de Babbage.
—La segunda máquina diferencial…, con esta pensamos…
—… resolver, gracias a los números, los problemas de la humanidad. Lo sé todo, me ha hablado de ello la Bruja.
—¿Y qué pensáis?
—Nada, querida mía. El acto de pensar me agobia, ya lo sabéis.
—Deja de jugar conmigo, Chatam. Los dos sabemos que ya no sois el viejo bastardo de otros tiempos.
—Esa condenada Bruja habla demasiado, querida…
Lady Ada está a punto de replicar cuando una repentina palidez le invade el rostro. Lord Chatam ve que se le hincha la garganta, sacudida por un espasmo que parece quitarle el aire alrededor. Ada se tambalea. Chatam la sujeta.
—¿Qué ocurre, Ada?
—Nada, un malestar pasajero. Ya me encuentro mejor, gracias, amigo mío.
—¿Has consultado a un especialista?
—No hace falta. Perdóname, ha llegado lord Palmerston.
Todos acuden alrededor del estadista del momento. Lord Chatam aprovecha para beberse de un trago un par de copas de un potente oporto. Busca a la Bruja, la ve destacar grácil entre encajes y papadas, pero, por desgracia, cruza su mirada con la obtusa de un petimetre.
—Esta mascarada se ha organizado con el único objetivo de recoger fondos, amigo mío. Espero que no caigáis en la red.
El joven Turrey. Sobrino o primo segundo, o lo que demonios sea, de la reina, vizconde de Dios sabe dónde, supuesto heredero del Beau Brummel, por desgracia carente de cualquier chispa de mínima calidad, gordo, pálido, disoluto, el más estúpido de los estúpidos. Echa un vistazo acuoso a la concurrencia y emite un torpe refunfuño que indica su alto desprecio por ese «carnaval humano».
—A decir verdad, estaba pensando en financiar esta empresa—replica lord Chatam, llevado del gusto por la polémica.
—Allá tú… A propósito, esta amiga tuya, ¿cómo la llaman? ¿The Witch?
—La Bruja—dice lord Chatam, cauteloso, invadido de repente por un presentimiento.
—Sí, esa misma… Dime, amigo mío, ¿es tan extraordinaria como se dice?
—Es un genio, Turrey.
—¿Y crees tú que me importa? ¡Un genio con faldas! Yo digo…
Es uno de esos momentos en que lord Chatam añora intensamente su antiguo «yo». El gesto obsceno con el que aquel idiota de Turrey ha acompañado el comentario sobre la Bruja le recuerda su antigua furia asesina: apretar sus fuertes manos alrededor de la flácida garganta de aquel pisaverde, apretar hasta que le falte el aire, apretar hasta la muerte…
Resuena una voz indignada.
—¡Y yo os digo que la vuestra es una proposición blasfema!
—Blasfemo es pretender hacerse intérpretes de los designios divinos desde la altura de la propia ignorancia, reverendo.
Bajo la mirada airada de lord Palmerston, Babbage y el reverendo Cole están a un paso del duelo. Lady Ada intenta poner paz. Lord Chatam se aproxima, tras una última mirada a Turrey—nunca imaginará, el imbécil, lo cerca que ha estado del final—, y, con tono aparentemente aburrido, pide luces.
—¡Estas máquinas, querido señor—explica torvo el reverendo, abarcando con gesto hierático la exposición—, niegan la existencia de Dios!
—Al contrario—interviene Babbage—, la refuerzan, porque son la prueba tangible del potente ingenio con que él ha querido dotar a la raza humana.
—¿Por raza humana entendéis—interviene, sarcástico, Turrey—también a esa medio tonta que lleváis detrás? ¿Cómo la llamáis…, la Bruja?
La Bruja lanza una mirada sorprendida, en sus ojos brilla una pregunta simple y terrible: ¿por qué? ¿Por qué tanta malicia? Luego, de golpe, se da la vuelta y huye. Lady Ada la sigue, llamándola a voces. Babbage se enfurece y el reverendo mismo parece afectado por la excesiva vulgaridad del joven. Palmerston se inquieta y llama a toda prisa a su lacayo: que le lleve inmediatamente la capa, no le faltaba más que tener que ser testigo de una pelea entre un noble y un científico, si no loco, al menos «original». Los nobles, aburridos por definición, se disponen, en cambio, a disfrutar del desarrollo de la disputa, que comentarán más tarde en el club, entre un porridge y un trago de whisky.
Turrey se encoge de hombros.
—No quería faltaros al respeto, pero es un hecho que todos consideran a esa muchacha una idiot savant…
Babbage da rienda suelta a una sucesión de insultos. Turrey da un paso, preparado para el desafío. Lord Chatam se interpone, luciendo una sonrisa amable.
—Vamos, Turrey, no hace honor ni a su rango ni a su elegancia tomarse tan a pecho una cuestión tan insignificante. En cuanto a vos, Babbage, he decidido financiar la construcción de la segunda máquina. ¿Qué queréis que os diga? Los desafíos intelectuales me fascinan…, pero pongo una condición: que los dos os deis la mano y que el reverendo Cole sea árbitro de vuestra reconciliación.
Y esto sucede ante los ojos divertidos de todos.
Vuelve la fiesta. Lord Palmerston deja la capa. Babbage le explica que un ingeniero italiano, Luigi Menabrea, está realizando interesantes experimentos a partir de sus cálculos diferenciales. La política parece de repente interesarse por la ciencia. Otros nobles, contagiados por el ejemplo de lord Chatam, o quizá por pura antipatía hacia el odioso Turrey, prometen entregar fondos a la empresa. Vuelve la fiesta. Pero la Bruja no regresa. Lord Chatam la imagina pegada a una pared, con las manos alrededor de las rodillas, otra vez en el papel de víctima indefensa. Es una visión que se abre paso dentro de él, una armadura que parecía inexpugnable, y llega a un punto indeterminado que Chatam no imaginaba poseer. Es el punto donde se concentra todo el dolor que un ser humano puede experimentar a causa de la insensibilidad de sus semejantes. Un furor gélido lo invade. Turrey, decide en ese momento, es un perro muerto.