LOS viejos dicen que ojo de bruja es mal de ojo y que solo hay un remedio para la paz del alma: el fuego. Pero el Calabrotto no cree en los viejos. Tiene grandes planes para aquella criatura de la noche. El Calabrotto, concentrado, recorre arriba y abajo la estrecha celda donde ha sido «provisionalmente» encerrado a la espera de la bula real. Lussardi, el florentino, que se consideraba el hombre más astuto del mundo, pagará al menos diez florines por semejante bocado. No pretenderá convencerlo de que ella sigue siendo virgen: ya la ha gozado el cura, lo mismo ha hecho él, y lo volverá a hacer antes de entregarla. Diez florines del Gran Ducado, casi una fortuna al cambio. Lo suficiente para mantenerse un poco alejado de los problemas y hacer vida de señor. El Calabrotto se pregunta si el rubio barón también la habrá gozado. No, concluye. El barón es un caballero de nacimiento. Los señores no razonan como los del pueblo. Los señores tratan a las mujeres, incluso a las más casquivanas, con guantes de terciopelo. Y este barón es un señor, sí, pero también es un loco. Porque solo un loco puede concebir esperanzas de desembarcar en Calabria con cuatro jovenzuelos que aún tienen leche en la boca y derrocar a su majestad el rey, solo un loco querría abandonar el lujo de Venecia para venir a morir en una repugnante celda de Calabria. Además, durante el tiempo que pasó con esos desgraciados, antes de que los gendarmes y los urbanos se presentaran a la cita, no ocurrió nada entre esos dos. Se ve que señores y brujas no se entienden, rio el bandido. Por la noche, cuando todo el mundo lo creía dormido, la observó durante mucho tiempo. La Bruja dormía muy poco, y con un ojo siempre abierto. Una vez, haciéndose comprender con gestos, consiguió que el Pintor le diese una hoja en blanco y allí había escrito… números. Nada más que números. Los viejos dicen que si se toca una hoja escrita por la Bruja, «solo con tocar, compadre, las manos de un cristiano ’nci fannu gancrena, se gangrenan». Habladurías, leyendas. El Calabrotto se tiene por hombre de mundo. ¿Qué otra definición se ajustaría a alguien que ha recorrido Calabria a lo ancho y a lo largo, desde el mar de Tropea hasta las cumbres del Pollino, y ha aprendido los rudimentos de la lectura de un profesor napolitano que la banda de Vassagnuzzo había secuestrado en el 39? El único peligro es que la Bruja termine en manos de algún otro. Pero es un peligro remoto. La muchacha está en la cueva de Passo di Lupo, segura, vigilada por dos de sus hombres de más confianza. Sabe que no le tocarán un cabello. Sabe que si no bastase el respeto que le profesan y el temor al castigo, bastaría el miedo a la Bruja para mantenerlos lejos de ella. Sí, la temen todos los hombres, a su paso tocan la imagen de san Roque, besan la medalla de la Virgen, de sus labios resecos afloran letanías lastimeras. No hay nada como el miedo para mantener a los hombres en su sitio. La Bruja no procura mayores males que cualquier otra mujer. Y a él le procurará una buena cantidad de florines. No había existido ni existiría, del nevado Pollino al golfo de Squillace, bandido más astuto y más listo que el Calabrotto. Del bolsillo de la chaqueta saca una colilla de cigarro, lo enciende con el pedernal, aspira dos o tres bocanadas voluptuosas y se tumba a meditar en el sucio catre. A Vassagnuzzo lo llamaban así por su baja estatura. Era un jefe de bandidos pequeño y feroz con quien el Calabrotto había hecho, por así decirlo, su aprendizaje, en los albores de su honorable carrera de matón. Fue Vassagnuzzo quien lo rescató la noche en que vagaba con la hoz todavía manchada de la sangre del capataz que había deshonrado a su pobre hermana. Y de la sangre de la deshonrada, claro está, que para el deshonor solo existe un remedio. Había entrado en la banda por la fuerza de las cosas, «distinu, figghiju meu».10 Y había aprendido, primero por las leyendas que circulaban sobre el Vassagnuzzo, después por su propia voz.
—Eu mi curcai cu ’na strega.11 Y me bañé en su sangre. Después, ’a ’bbrusciài, la quemé. ¡Por eso soy invencible e inmortal!
Vassagnuzzo había sido invencible, un tiempo. En cuanto a lo de inmortal, esa era otra historia y la había contado el cuchillo de caza del Calabrotto, una noche que Vassagnuzzo había bebido demasiado y se había entregado a confidencias fuera de lugar sobre el tesoro escondido en la abadía. Y aunque el tesoro resultó inexistente, Calabrotto había heredado la banda, el sombrero de plumas del jefe y un grado intermedio en la ’ndrina12 del maestro de Filiberto Potí, al que hasta entonces había honrado dignamente. Pero la Bruja no tenía nada que ver con la sucesión legítima de Vassagnuzzo. Su sangre quizá no lo hiciera inmortal, pero follársela tampoco conducía a la muerte. O directamente a los brazos del demonio. El Calabrotto la había gozado, la volvería a gozar y luego se la vendería al florentino. No es cosa de quemar a quien produce dinero.
—Lisanti, Domenico, llamado el Calabrotto…
Está tan absorto en sus pensamientos que ni siquiera se ha dado cuenta de la llegada del juez. Se pone de pie de un salto y en señal de respeto se quita la gorra. El juez lo aprueba, arruga la nariz por el hedor de la celda, exhibe un papiro con caracteres retorcidos.
—Lisanti, eres libre. En consideración a los méritos adquiridos con motivo de la detención de los conspiradores, su majestad, al que Dios guarde…
—Al que Dios guarde…—repite obsequioso el Calabrotto.
—Te otorga—continúa el juez—la gracia por todos los delitos cometidos en el pasado.
Con el corazón hinchado de orgullo (nunca se vio un bandido más potente e inteligente, nunca), el Calabrotto coge la bula de las manos del juez y le echa un vistazo, porque nunca se sabe, cuando se tienen en mente tratos con caballeros, reyes y emperadores. Y de hecho, lo que lee y relee, para estar seguro de que su escasa cultura no le ha traicionado, no le gusta nada, y su cara se ensombrece y con un gesto seco le entrega el papel al juez.
—¿Qué significa esto, excelencia?
—¿Qué, Lisanti?
—Aquí está escrito que tengo que ir al exilio.
—Bien. Veo que realmente sabes leer; debo decir que no te había creído… Su majestad, al que Dios guarde, te proporcionará un pasaporte y cien escudos.
—¡Pero son mis tierras, excelencia! Yo…, yo no me he movido jamás de Calabria, adónde voy, cómo…
—Comprenderás, Lisanti, que tus… aventuras en los últimos años han despertado cierto descontento en la población. ¿Prefieres quizá que, mientras paseas tranquilo una mañana de domingo, tal vez a la salida de misa, el hijo o el nieto de uno de esos desgraciados que tú y tu banda habéis asesinado en Abbadia venga a cobrarse su legítima venganza? ¿O quieres que te recuerde el secuestro del marqués de Sposìto, o el ataque a la estación de postas de San Vincenzo en Marerosso…?
—Excelencia, no era esto lo pactado.
—Puedes rechazar la gracia, Lisanti. Estás en tu derecho… En ese caso, te enfrentarás al proceso, como los otros. Y te llevarán a la cárcel con los demás, que estarán encantados de oír de tu boca las circunstancias de la traición…
Los dos hombres se enfrentan. Si quisiera—piensa el Calabrotto—, de dos golpes te sacaría los ojos de las órbitas, te haría tragar el cristal de los lentes, te abriría el pecho y te arrancaría el corazón podrido de excelencia y me lo comería delante de todos, crudo y lleno de sangre. Apuesto a que tendría el mismo sabor amargo, más lleno de hiel que el de cualquier otro ser humano. Sí, podría hacer todo esto. ¿Y después qué? ¿Las tenazas? ¿El patíbulo? El bandido baja la mirada. Hay quien nace en una posición y le llaman señor y excelencia, y hay quien nace en otra y lo llaman bandido. Siempre ha sido así y siempre lo será.
El Calabrotto inclina la cabeza. Consiente. Recoge la bula y la guarda en el bolsillo. El juez se ve ya en sus habitaciones, en una bañera llena de agua caliente, purificándose del vergonzoso pacto. Pero el Calabrotto vuelve a mirarlo. Una sonrisa astuta se dibuja en los labios carnosos, sensuales. El juez advierte la fetidez del aliento de reptil entre los dientes podridos, cuando el ladrón se acerca y le susurra:
—Una gracia, excelencia…
—Di—concede brusco Saraceni.
—Necesito ‘nu jornu, un día. Solo ‘nu jornu para coger todas mis cosas y después no volveréis a oír hablar de mí.
—Seis horas. No tienes ni un minuto más.
—Me las arreglaré, excelencia.