Abril

LA Bruja vuelve a verlo a menudo. No anuncia nunca sus visitas, pero lord Chatam, como si entre ellos existiera una misteriosa forma de comunicación, sabe siempre en qué momento va a llegar. Y está siempre listo: afeitado, sereno, con trajes discretos y nunca excesivos. El tiempo de espera lo pasa estudiando y estudiando el lenguaje de los sordomudos. Al cabo de tres sesiones, son capaces de transmitir incluso los conceptos más complicados. Un día la Bruja le dice algo que él no logra comprender.

—Perdonadme, os estoy utilizando.

—No podéis imaginar hasta qué punto me resulta indispensable vuestra presencia—responde, esperando que la emoción no lo haya inducido a error.

La Bruja se ruboriza, se levanta de golpe y se va. Él pasa días de angustia. Teme haberla ofendido. Le aterroriza haberla perdido. Pero la Bruja vuelve, y retoman las conversaciones, y de nuevo reina la paz en el corazón indescifrable de lord Chatam. Un día, percibe la tristeza de ella. Y se lo dice.

—Los números están perdiendo su armonía—explica la Bruja.

—La verdad es otra. No sois feliz con él.

La sonrisa que le dedica es la más hermosa que lord Chatam haya visto nunca. Las ondas de energía que se desbordan de los labios entreabiertos de la Bruja lo envuelven con la fuerza de una avalancha. Lord Chatam vuelve a la niñez. Un pequeño triste e infeliz. Un flujo de llanto lo inunda. El flujo se hace río, y el río, un mar en el que lord Chatam nada con la inocencia de una criatura originaria. Clarence lo despierta bien entrada la noche. Las velas se han consumido. Lord Chatam está solo. La sonrisa de la Bruja aletea todavía en el ambiente, junto a su perfume tenue, impalpable.

 

 

 

***

 

Mazzini es una furia. De Lorenzo no hay noticias: parece que se ha desvanecido en Ancona. En la prensa reaccionaria, noticias inquietantes de violaciones, atracos, incluso asesinatos cometidos en esa ciudad «en nombre de la República». Pero la República no tiene nada que ver. Los disturbios de Ancona son obra de descerebrados, escoria larvada que anida en toda revolución. O, peor aún, agentes provocadores. Se convoca a Felice Orsini, un temperamental hombre de la Romaña en el que Mazzini tiene absoluta confianza, y se le nombra sobre la marcha procónsul con plenos poderes. Tierra de Nadie le acompañará en la misión que debe limpiar Ancona y devolver el honor a la República.

La víspera de la partida, Tierra de Nadie cena solo en la hostería de Porta del Popolo, el punto de encuentro de los republicanos más exaltados, cuando irrumpe Ciceruacchio. Es una leyenda viviente, el alma de Roma. Es un tonelero gordo y jovial que estudió con los curas de Sant’Apollinare, y por eso los conoce bien, y por eso los odia tanto. Da a entender que el asesinato de Pellegrino Rossi fue cosa suya. Bendice matrimonios, asiste a funerales, organiza camarillas. Dicen que no se mueve hoja en Roma sin que Ciceruacchio lo quiera. Su palabra puede más que la de Mazzini. La gente humilde lo adora. Cuando la fornida silueta del tribuno se recorta en la entrada, en la hostería de Porta del Popolo se hace un gran silencio. Ciceruacchio avanza lento hasta el centro de la sala, consciente de su carisma, y con voz cavernosa anuncia:

—¡Han llegado los maricones!

Un murmullo creciente se eleva de la multitud de soldados de la guardia cívica de permiso, voluntarios, gacetilleros, cerrajeros, asalariados del papado y latoneros que se hacinan entre los resistentes bancos y los aromas de salsas y carne y vino de los Castelli.

—¿Qué dice Mazzini?

—¿Qué intenciones tienen?

—¿Cuántos son?

—¿Ya han desembarcado?

—¿Es cierto que viene también Garibaldi?

Ciceruacchio, con un gesto hierático, impone el silencio, pide rabo a la vaccinara y un litro de blanco, y va a acomodarse junto a Tierra de Nadie.

—¿Has oído, sardo?—repite, pasándose una mano por los escasos cabellos—. ¡Han llegados los maricones!

Tierra de Nadie posa con cuidado en la escudilla la chuletilla de cordero, se limpia los labios con un trapo y responde, serio:

—Si hablase italiano, yo también entendería algunas veces. ¿Quiénes son estos… maricones?

Una risa desenfrenada sacude al auditorio.

—¡Hay que joderse, sardo, llevas tres meses en Roma y todavía no has aprendido!—se burla alguien.

—Sardo—le explica con paciencia Ciceruacchio, desvelando uno de los innumerables misterios de esa lengua densa y sarcástica, que en sus ricos dobles sentidos, grosería y desencanto hermana a nobles y plebeyos—, froci viene de franciosi30. Pero frocio quiere decir también «homosexual», sería un hombre que va con hombres…, pero no es que todos sean realmente maricas; al contrario, entre ellos hay muchos con los cojones bien… Es sobre todo por sus modales, cómo te puedo explicar…, digamos, remilgados, ¿entiendes?

—¿Y entonces?

—¿Y entonces qué, sardo?

—¿Tú qué piensas al respecto?

—¿De los maricones…, perdón, de los franceses? Que, en el fondo, representan su papel. Es todo un poema. Amenazan con fuego y llamas, pero al final no traicionarán el espíritu de la República. Luis Napoleón es un viejo conspirador. Luchó en Módena en el 31. En sus tiempos estaba afiliado a los carbonarios. ¡Un hombre no puede cambiar así! Se encontrará un acuerdo.

—¿Estás seguro?

—Bueno—farfulla el caudillo—, esta es la opinión del Maestro… ¿Qué? ¿Tienes algo que decir?

Tierra de Nadie baja la cabeza y no responde. Una vez más, piensa desolado, una vez más Mazzini confía en la naturaleza humana. Y una vez más se equivoca.

 

Ancona es una eléctrica descarga ácida de benéfica violencia. Ancona es la palingenesia, la resurrección. Ancona es como debe ser la vida, como quiere el mundo que sea: una carrera, a veces cómica, a veces trágica, hacia una meta inalcanzable. La apuesta es solo una: retrasar la muerte. Lorenzo pasea nervioso delante de su escondite: un almacén abandonado lleno de vigas carcomidas, jarcias podridas, velas devoradas por innumerables legiones de gordas ratas apestadas. Las sombras de una noche sin luna danzan siniestras entre las aguas cenagosas del puerto, apenas mecidas por el balanceo de los pocos barcos que escaparon al bloqueo naval con el que austriacos y franceses intentan impedir los suministros a la odiada República romana. Durante dos noches seguidas, el Alimaña, su agente en Ancona, no ha acudido a la cita diaria. Solo hay una razón que puede haberlo retenido. La República ha decidido finalmente afrontar la situación. La misión, se dice con cierto pesar, la misión está llegando a término. Lorenzo repasa las criminales empresas del último periodo. Secuestro y mutilación, mediante un corte de la oreja derecha, del notario Spadoni. Violación de la hija menor del funcionario papal Delre. Extorsión del canónigo Videtta. Secuestro y asesinato del rico latifundista Porrighi, cuya muerte fue necesaria al negarse el hermano del secuestrado a pagar el rescate. Una chispa de luz titila en la parte opuesta del muelle, seguida del sonido de pesados pasos. Lorenzo se agacha instintivamente detrás de una pila de leña húmeda y echa mano a la pistola que guarda en el bolsillo.

—Comisario…

—Alimaña, ¡llevas dos días de retraso!

El Alimaña tiene hocico de ratón, una barba áspera que tiende al rubio, el pecho hundido y sacudido por frecuentes accesos de tos, consecuencia de las horas pasadas en el húmedo sótano de la sastrería de Mario Tozzi en el Borgo.

Está asustado y no lo disimula.

—Comisario, las cosas no pintan bien. Ha llegado un tal Orsini; con él viene un joven sardo, uno con cara de hijo de puta… Dice que tienen que poner orden…

Lorenzo enciende un cigarrillo y se toma tiempo. Sí, se ha terminado. Y enhorabuena a Mazzini. Ha elegido a los hombres adecuados. Tierra de Nadie es el soldado más leal que jamás haya encontrado: le habría gustado a su padre, el teniente general de la Marina de Guerra Imperial y Real.

Orsini, por su parte, es un exaltado, a menudo confuso, pero decidido y carente de escrúpulos desde que, siendo niño, mató a un criado por razones triviales, y por escapar al justo castigo juró hacerse sacerdote, para ser luego indultado por intervención de su familia.

—¡Comisario, decid algo, Cristo santo!

—¿Y qué quieres que te diga? Final del viaje. Al menos para ti. ¿Estás seguro de que no te han seguido?

—Segurísimo.

—¿Nadie sabe que estás aquí? Ninguno de los compañeros, quiero decir…

—Comisario, pero ¿qué juego es este? Ya sabéis que de mí os podéis fiar…

—Bien, bien, Alimaña, verás que todo se arreglará.

El otro lo mira con los ojos fijos. Lorenzo le ha hecho creer que había sido enviado como comisario extraordinario por Mazzini en persona. El objetivo de la misión, por lo demás secretísima: sembrar el terror revolucionario. En la práctica, ha transformado a un puñado de bandidos en agentes secretos de la causa justa. Y, aparte del Alimaña, nadie sabe su nombre, nadie le ha visto nunca la cara.

—¡Todo se arreglará por los cojones! La mitad de los compañeros ya han ido a parar al talego, y a mí me están buscando por mares y montañas…

—¡Ah, la situación está entonces en este punto!

—¡Y aún peor! Oíd, comisario, nos toca ir a hablar con este Orsini y explicarle cómo está la situación, porque me parece que a este tipo le pasan por la cabeza ideas extrañas…

—Me parece que es demasiado tarde…

El Alimaña suelta un gruñido. Lorenzo le pone una mano en el hombro, y con la otra empuña la pistola preparada para abrir fuego.

—¿Qué significa «es tarde»? Pero ¿quién coño es ese tal Orsini?

—El representante del Gobierno, Alimaña.

—Pero ¿no sois vos el representante de Mazzini? ¿Me habéis estado dando por el culo todo este tiempo?

—Las cosas cambian, amigo—corta Lorenzo, y le descerraja una bala en la frente.

El Alimaña cae, fulminado, con una expresión de resentido estupor en la cara. Lorenzo guarda el arma, mira alrededor, arrastra el cuerpo hasta la entrada del almacén. No siente ninguna piedad por su última víctima. Es un asesino, un traidor, un renegado. Y se descubre feliz de serlo. Es una noche negra en cualquier lugar de este mundo, y un abismo sin contornos y sin luces nos envuelve a todos. Y entonces se sumerge en este abismo, del que se convierte en parte, y parte activa. Porque no existe la luz, y no hay elección. Solo la muerte. Pero esta—ríe Lorenzo mientras carga de nuevo la pistola— es una elección que ya he hecho. Yo no quiero morir, y no quiero sufrir más. Lorenzo dirige el arma a la pierna, apunta con cuidado, dispara. Lo ha calculado todo. La bala lo coge de refilón, una quemadura, un calor repentino, una rosa de sangre por el momento, quizás al día siguiente tenga alguna décima de fiebre. Lo suficiente para justificar más mentiras que venderá a los queridos compañeros revolucionarios. Deja la pistola sobre el cuerpo del Alimaña y lanza un grito, luego otro. Continúa gritando mientras un destello incierto se descubre al principio del muelle y un rumor apresurado anuncia la ronda. Entonces se echa sobre el cadáver y se finge desmayado, ocultando una sonrisa de triunfo.