Sicilia, julio
PÁLIDA sombra del joven guerrero de otros tiempos, Tierra de Nadie arrastra una pierna deformada tras meses de grilletes.
Tiene los cabellos llenos de grasa e inmundicia, los dientes estropeados, el color verduzco de quien pertenece más al otro mundo que a este.
—¿Qué noticias me traéis de la Revolución?—pregunta, sentándose en la sala de visitas frente a Salvo Matranga.
Salvo casi siente vergüenza por sus ropas frescas y limpias, por el olor de la loción de afeitado, por las pocas y míseras provisiones que ha conseguido meter de contrabando en la cárcel.
—Media Italia ha sido liberada.
—¿Y la otra media?
—Dormita.
—Del sueño a la muerte solo hay un paso.
—Escuchad, me han concedido solo unos minutos. El barón de Villagrazia os manda sus saludos y os insta a no desesperar.
—Agradecédselo de mi parte.
¿Es un hombre vencido? ¿Doblegado por la cárcel? ¿Un moribundo? ¿O, por alguna oscura razón, duda de mí? ¿Piensa que podría ser un agente provocador, un espía?
—Tenéis que fiaros—le anima Salvo—. Si tenéis algún mensaje para alguien…
Por fin Tierra alza la mirada. Todavía hay vida en esos ojos.
—No le digáis que me habéis visto en estas condiciones. Hacedle saber que…, que se considere libre de vivir su vida. Que no me espere…
Después se levanta y con un gesto de saludo pide a los guardias que lo vuelvan a llevar a la celda. No ha mirado siquiera el paquete que Salvo le ha traído de Marsala. Una parte de este hombre se ha resignado; la otra lucha todavía por volver a ver la luz.
—¡Esperad!
Tierra se para, se da la vuelta poco a poco.
Los guardias le dejan hacer: saben perfectamente quién es Salvo Matranga.
—Ella me ha encargado que os diga que os esperará por siempre. Intentad no dejaros vencer por la desolación.
Tierra esboza una mueca de asentimiento. Salvo vuelve al Baglio con el ánimo aliviado. Sabe reconocer a un hombre cuando se encuentra con él. El sardo es un hombre. Tiene que vivir. Vivirá.
En el Baglio, Salvo se encuentra con Michele Liberato presa de una exaltación febril. Después de una dura negociación, el barón padre ha accedido a encontrarse con él. Trae la noticia uno de los muchachos de don Caló, encargado de la mediación. Se acuerda que se encontrarán en la famosa alquería, en territorio de don Caló. El muchacho dicta las condiciones: solo Michele Liberato de una parte, y de la otra don Caló y el barón padre. Salvo desconfía inmediatamente. La negociación se ha llevado a cabo durante un mes entero y Salvo ha intuido que está vinculada al éxito de la revuelta siciliana, la cual no ha estallado todavía, a pesar de que toda la península, desde Turín hasta los Abruzos, esté en llamas. Una revuelta que no estallará jamás, concluye, intentando convencer a Michele Liberato para que renuncie a esta locura.
—Es una trampa.
—Mi padre es un hombre de honor. No se mancharía jamás con una traición semejante.
—Vuestro padre quizá no, pero don Caló es una serpiente. De él me espero cualquier cosa.
—Tengo que ver a mi padre, Salvo. A veces me pregunto si tú de verdad entiendes lo importante que es para mí este encuentro…
Quizás el barón tiene razón, y Salvo, que de su padre solo recuerda el palo y el odio de las noches insomnes salpicadas por los gemidos de la madre apaleada y por el olor ácido del vómito, Salvo no lo entiende. Y quizá Michele esté equivocado, y los padres, si les conviene, no duden en traicionar a los hijos. Don Caló, con un inusitado respeto, lo ha llamado figghiu miu, «hijo mío», y ya no solo figghiu, en los dos últimos encuentros, y lo ha alabado porque «ti portasti egregiamente», y no solo bien. En su lenguaje, esto significa el reconocimiento de la nueva fuerza de Salvo. Ochenta soldados no son una broma, casi igualan la armada palermitana de don Caló. Pero tratar de igual a igual, utilizar la política abandonando la fuerza política, no equivale necesariamente a establecer un acuerdo. Más bien, una tregua. Y las treguas se tarda poco en romperlas. Salvo ha acariciado durante algunos días la idea de un golpe. Un asalto improvisado, para librarse de una vez por todas de don Caló y de su clan. Lo ha frenado el hijo del barón: piensa, le explicó, que esos hombres podrían ser útiles en caso de revuelta. Después, las cuentas, las ajustarás después.
Michele está perdiendo la cabeza, concluye Salvo. Tiene demasiada prisa por volver a ver a su padre. Y el hombre que tiene prisa se equivoca.
Por ello toma sus precauciones. Prepara dos sacas con dinero en efectivo y ropa de recambio, documentos falsos, escopetas, pistolas y pólvora como para aguantar un asedio. Ordena al Tullido y a Mediacopa que los escolten en una calesa hasta la alquería, y que se queden escondidos en el interior, armados hasta los dientes. Desliza en su bolsillo un revólver con la empuñadura modificada que ha aprendido a usar discretamente con la mano sana, y le ofrece una pistola también a Michele Liberato.
—¿Me pides que vaya armado a ver a mi padre?
—No es tiempo de señores, don Michele, sino de soldados. En cualquier caso, haced como os parezca.
Les da a los dos guardaespaldas un par de binóculos.
—Controladlo todo. Y si veis algo extraño, entrad corriendo y disparad.
Al fin, descienden de la calesa y se ponen en marcha. Es un día de calor insoportable, la ropa interior se pega al cuerpo, el concierto ensordecedor de las cigarras se oye hasta en el último rincón de los campos quemados por el sol. Están a pocos metros de la alquería cuando descubren la carroza del barón, resguardada a la sombra de una fila de algarrobos.
—¿Has visto? Ha venido, no hay traición…
Michele Liberato comienza a correr, poco falta para que se ponga a gritar el nombre del padre. Por un lado, Salvo envidia ese entusiasmo infantil suyo; por otro, siente una oscura rabia, porque el barón es barón y siempre será barón, y él, en cambio… Pero lo sigue, forzando también él el paso, y mientras tanto empuña la pistola, y justo cuando Michele está traspasando el vano de la puerta, con el rabillo del ojo percibe un destello, un reflejo del sol sobre un cañón, y comprende que sus peores temores eran fundados. Lanza un grito de alarma y se tira al suelo. Dos, quizá tres balas le silban cerca.
Michele entra, ignorando las alarmas. De la carroza salen hombres armados, salen corriendo contra él. Salvo rueda sobre un costado, después sobre el otro, dispara a ciegas, vacía el cargador, debe pararse a recargar, está al descubierto, continua rodando, la mano manca le impide defenderse de mejor manera, debería de huir, pero no puede abandonar a Michele. Un grito a su espalda. Se vuelve. Mediacopa cae, le han dado en la garganta. El Tullido da unos pasos, después también cae. Salvo se levanta, la pistola está descargada; pues bien, ha perdido. Se dirige a paso lento hacia la alquería, miremos a la cara a la muerte, estoy aquí, adelante, disparad, cornudos, bastardos, hijos de perra enferma, los desafía, mientras los cuatro que se encuentran frente a él recargan los fusiles y se preparan para abrir fuego. Pero entre él y la línea de tiro se interpone un hombre alto de cabello ralo. A una furiosa orden suya bajan los fusiles. El hombre va a su encuentro. Empuña una pistola, pero mantiene el cañón hacia abajo. Salvo lo reconoce. Es Corrao. Pensaba que estaba con Crispi.
—¡Traidores!—sisea Salvo.
—Don Caló quiere verte—dice el otro, ignorando el insulto.
Michele Liberato se sienta pálido a la mesa, bajo la mirada vigilante de dos hombres armados. Don Caló saluda la llegada de Salvo y su acompañante con una sonrisa burlona.
—¡Ah, ahora estamos iguales!
Corrao baja apenas la cabeza y se coloca, con la pistola en la mano, a la espalda de Salvo.
—Era una trampa…—se lamenta abatido Michele Liberato.
Salvo se queda inmóvil, como petrificado. Don Caló extiende los brazos.
—Salvuzzu… ¡Y yo que tenía tantas esperanzas en ti, hijo!
—Adelante, disparad y terminad con esto.
—¿Disparar? Ju sparari a lu barunettu? Chi pirdisti ’a testa, Salvuzzu? ’U barunettu ’u cunzignamu a so’ patri, e iddu ’u cunzigna a’ giustizia…59 Don Michele, aquí presente, hará acto de contrición a su majestad y todo volverá a ser como antes.
—¡Jamás! ¡No lo haré jamás!
—Lo haréis, lo haréis—afirma tranquilo don Caló—. Quizá no hoy ni tampoco mañana, pero lo haréis…
—¿Y tú qué ganas, eh, Judas Iscariote?
—’A sapiti ’na cosa, baruni? A mia mi piaci ’u marsala…60
—Se queda con el Baglio de Catafratto—traduce Salvo, y escupe al suelo con gesto de desprecio.
Los hombres de don Caló susurran. Capagrossa carga el cañón del fusil. Don Caló pone paz y con aire meloso se acerca a Salvo, junta las manos, sacude la cabeza.
—Nuàutri nun semu signuri, Salvuzzu. Nuàutri semu Omini, ca è megghiu di signuri… Ma nun semu ancora signuri… Nuàutri semu ’a Sucità… I signuri ponnu canciari bannèra…61
—¡Pero qué dices viejo! ¡Nosotros somos maestros en cambiar de bandera!
—Eeeh, figghiu! Ma sulu si è bannèra ca vinci. Nuàutri semu ’a Sucità, e ’a Sucità, da che mondo è mondo, sta dalla parte di cu vinci. La rivoluzione in Sicilia nun si fici. Vincìu ’u Re, e nuàutri stamu cu lu Re… Capisti, ora?62
—Capìsciu ca oggi tu si’ ’u cuteddu e iu ’a carni… E che domani, tuttu pò canciari.63
—Troppu assai parlammu64—corta por lo sano don Caló. Después, a Capagrossa—: ¡Haz lo que sabes!
Y mientras el barón lanza un grito desesperado, Salvo cierra los ojos y se maldice por no haberse clavado el cuchillo en el momento justo.
De repente, resuena un golpe seco y un grito.
—¡Sicilia, Italia y Francesco Crispi!
Salvo abre los ojos. La cabeza de Capagrossa ha explotado, arrancada casi del tronco por una bala a quemarropa, el cuerpo todavía se agita, salpicando sangre por toda la alquería. Corrao apunta a don Caló, que esquiva el disparo tirándose al suelo y rodando, para protegerse, bajo la mesa. Los cuatro soldados de don Caló comienzan a disparar a lo loco. Corrao fulmina a uno, después a otro, tiene una puntería mortal. Los supervivientes alcanzan al don al reparo de la mesa. Salvo se lanza sobre un fusil sin dueño, pero Corrao le grita, furioso.
—¡Vete, rápido! ¡Coge al barón y largaos!
—Te pido perdón—dice humilde Salvo.
—¡Vete!
El joven barón está aturdido en el centro de la estancia, con el rostro pálido, incapaz de reaccionar. Salvo lo agarra de un brazo y lo arrastra fuera: aunque sí está claro que tienen orden de no matarlo, una bala perdida siempre puede escaparse.
Gritos, detonaciones y blasfemias los siguen en la fuga. Salvo monta de un salto en la carroza del barón. Alcanzan a la calesa, recogen los sacos, desatan los caballos, cogen uno para cada uno y dejan libres a los demás, para retrasar la persecución. Alguno sale corriendo de la alquería y les dispara. Adiós, Corrao, piensa Salvo, espoleando al caballo, tu nombre se añade a la lista de aquellos que habrá que vengar.