Londres, invierno de 1856
POR primera vez desde que fue admitida en sociedad, lady Violet no fue invitada aquel invierno al gran baile anual del Buckingham Palace. Por orden expresa de la reina, tenía prohibida la entrada, a menos que rechazara públicamente su amistad con Mazzini. Por solidaridad con su amiga, Carlyle y su círculo decidieron boicotear el baile. Un pequeño escándalo cortesano, en definitiva, que dejó consternados sobre todo a Mario Tozzi y a Michele Liberato, dado que la fama de que disfrutaba el Baglio di Catafratto se apoyaba en la frecuentación de la alta sociedad. Y del nivel de las relaciones públicas dependían directamente las ventas del marsala. La hostilidad de los nobles podía llevar a la ruina en poco tiempo. Los dos socios pensaban que, en el fondo, un insignificante rechazo no le habría costado nada a Violet. Después de todo, era inglesa; eran ellos, los italianos, si acaso, los que debían dar la cara, protestar, organizar comités para oponerse a los conservadores que exigían a gritos la expulsión de Inglaterra del «terrorista» Mazzini. Tuvieron que aguantarse. Por lo demás, entre Mario y Violet las cosas iban de mal en peor, y él sospechaba que, ante el mínimo gesto de perplejidad, la esposa pediría el divorcio. Michele Liberato, por su parte, no podía arriesgar su reputación. No con lo que se preparaba en Sicilia. Pero, en realidad, ¿qué era aquello tan devastador que había sucedido?
Un viejo patriota de otros tiempos, un tal Gallenga, había escrito una voluminosa Historia del Piamonte. Entre los muchos episodios, narraba uno que se remontaba a unos veinte años antes. Era 1833. Los patriotas estaban furiosos contra el rey Carlos Alberto, que, traicionando su inmerecida fama de liberal, había hecho fusilar a decenas de sublevados. Jacopo Ruffini, el mayor amigo de Mazzini, había sido encarcelado y se había cortado la garganta para no traicionarlo. Mazzini, entonces, había decidido matar a Carlos Alberto. Gallenga, el sicario elegido, y voluntario, se había echado para atrás en el último momento. Ahora Gallenga se hacía llamar Luigi Mariotti y se había convertido en diputado piamontés. Sostenía que había exhumado aquella vieja historia por amor a la verdad. Mazzini, lejos de defenderse, la había reivindicado a su manera. En los círculos revolucionarios y en los conservadores se pasaban de mano en mano su apología sobre el caso Gallenga. Los primeros, para exaltar el temple incorruptible del revolucionario; y los segundos, con la esperanza de haber encontrado una buena ocasión para liberar Londres de su molesta presencia.
Mazzini había escrito:
El hecho debía llevarse a cabo en un largo pasillo dentro de la corte; el rey pasaba por allí los domingos de camino a la capilla real. Se admitía la entrada de algunos súbditos, dotados de un documento de privilegio, solo para ver pasar al rey. El Comité consiguió obtener uno de estos documentos, y Gallenga acudió con aquel papel, sin armas, para estudiar el lugar; vio al rey y se decidió a matarle más que nunca, al menos eso decía. Quedó establecido que el domingo siguiente podría actuar. Temerosos de procurarse, en esos momentos de terror, un arma en Turín, me enviaron a un miembro del Comité, Sciandra, un comerciante […] a pedirme el arma y a advertirme del fatídico día. Había sobre mi mesa un puñal con mango de lapislázuli, que era un queridísimo regalo, y yo se lo indiqué. Sciandra lo aprobó, lo cogió y se fue. Pero yo, no considerando ese hecho como parte del trabajo revolucionario que dirigía, sin tenerlo en cuenta, envié a Turín a un tal Angelini, bajo otro nombre, para hacer otras cosas nuestras. Angelini ignoraba del todo el asunto de Gallenga y cualquier otro, pero en Turín se alojó en la misma calle donde, en una habitación, se alojaba también Gallenga. Comenzó a sospechar cuando, al volver a su alojamiento, lo vio invadido por carabineros; consiguió alejarse y ponerse a salvo. Pero el Comité, cuando conoció el hecho por él, y que a dos puertas de la del regicida habían entrado los carabineros, y sabiendo que Angelini no estaba al corriente del atentado que iba a producirse, sospechó que al Gobierno le habían dado el soplo del proyecto y que buscaban a Gallenga, por lo que lo hizo salir de la ciudad y lo instaló en una casa de campo fuera de Turín, diciéndole que no se podía atentar aquel domingo, que cuando las cosas volvieran a la calma lo llamarían para un domingo posterior. Dos domingos después fueron a buscarlo, pero a Gallenga no volvieron a verlo; se había ido. Yo lo vi, mucho tiempo después, en Suiza.
En pocas palabras, Gallenga se había largado sin acuchillar a nadie, y no los dejaba en buen lugar.
Pocos, y entre estos Lorenzo, al cual el Maestro había contado con tono ligero el episodio, pocos sabían que las «otras cosas nuestras» que ocupaban al otro agente mazziniano, Angelini, consistían en el atentado contra el duque de Módena, en esos días de paso por Turín. Mazzini planeaba matar, al mismo tiempo, al rey de Cerdeña y al duque de Módena. Un rotundo «golpe doble» que habría cambiado la historia. Todos supieron, en cambio, que el miembro del Comité que había respaldado a Gallenga era el actual ministro Melegari, al que, después de las revelaciones de Mazzini, obligaron a dimitir. La guerra entre Cavour y Mazzini seguía. Cavour mandaba a Gallenga para desacreditar a Mazzini, y Mazzini hundía a un ministro de Cavour. La noche del gran baile, todos los «proscritos» se reunieron en la villa de Stansfeld. Hubo música, se bebió marsala del Baglio di Catafratto, se formularon proyectos para el brillante mañana, se recogieron fondos para la causa.
Aquella misma noche, después de seis años y medio de cárcel, beneficiándose de un pequeño perdón por buena conducta, Lussardi salía de la cárcel de Newgate. De todo su pasado le quedaban quince libras de paga, un abrigo de paño ajado que le caía sobre los hombros flacos y le hacía parecer un grotesco espantapájaros, una inagotable sed de venganza y un nombre que representaba obsesión y esperanza: Turrey.