Milán, febrero, 1853

LORENZO entra en el palacio Marino mientras el asistente de Von Aschenbach vuelve la cabeza, distraído, en apariencia, por el paso de una bella dama. La verdad es que quiere evitar el intercambio de saludos con el espía. Todos odian a los espías. Con mayor razón cuando se revelan inútiles. La soldadesca de guardia, blasfemando, se pasa de mano en mano botellas de áspera grapa. El descontento es evidente. Aquí, como en el castillo, y en Brescia y Pavía, miles de soldados fueron acuartelados cuando se corrió la voz de que los insurgentes atacarían. A alguno la orden lo sorprendió cuando se disponía a visitar a la familia en su primer y ansiado permiso después de muchos meses. Imprecaciones pintorescas y chistes vulgares se entremezclan en croata, húngaro, transilvano, véneto, lombardo y friulano. Tiene razón Mazzini cuando sostiene que una amalgama de etnias tan distintas no puede mantenerse mucho tiempo bajo la misma bandera sin desgarrarla. O desgarrarse. Pero también se equivoca, porque si una cosa ha comprendido Lorenzo en los últimos meses transcurridos a caballo entre las líneas imperiales y las vanguardias patrióticas, es que para mucha, muchísima gente, el Imperio es la patria, e Italia, una idea abstracta. Por eso Lorenzo, al fin, ha decidido desvelar el plan de la insurrección, porque sabe que los patriotas, una vez más, perderán.

El plan es simple y audaz. La organización: un conjunto de núcleos, llamados decurias, agrupados en decenas para formar el núcleo superior, la centuria. En el vértice, el comandante del núcleo de acción, responsable del mando territorial: Mantua, Milán, Brescia. La base: gente del pueblo y burgueses. El sistema de comunicación: el jefe de decuria responde solo al jefe de centuria, y los jefes de centuria al capitán del núcleo de acción. El código: un sistema cifrado numérico basado en el terceto de Dante sobre el conde Ugolino «la bocca sollevò dal fiero pasto…». Pocas armas: algún viejo fusil, pistolas de retrocarga, punzones afilados que pueden, en caso de necesidad, resultar mucho más letales que los más modernos artefactos. La incautación de los Sharp Rifles fue un duro golpe para la organización. Es también mérito de Lorenzo que se hayan visto reducidos a los punzones. No es mucho, ciertamente, para una guerra de pueblo. Armas pocas, fe mucha, al estilo de Mazzini. Sin embargo, podría funcionar. Si el ataque a la guarnición tuviera éxito, garantizado el factor sorpresa, tendrían armas, sustraídas a los defensores. Si el cañón del castillo retumbara, el pueblo comprendería que habría llegado la hora y se echaría a las calles. Si, arrastrados por el viento de la rebelión, los honved, los soldados húngaros que no soportaban el dominio austriaco, surgieran matando a los odiados oficiales… Si…, si…

Pero no funcionará.

Von Aschenbach lo acoge fríamente.

—La noticia era falsa. ¡No ha habido ningún ataque!

—Solo se ha pospuesto.

—O bien sois servidor de dos patrones, como vuestro Arlequín…

—Mantened el estado de alerta. Si no ha sido hoy, será mañana, y si no mañana, en esta semana. No desmovilicéis a las tropas, hacedme caso. Han llegado demasiado lejos. Mazzini está en Lugano, dispuesto a tomar el mando de las operaciones. No volverán atrás.

—Quiero darle aún mi confianza, barón. Pero otro fracaso puede resultar muy impopular en Viena.

Por lo tanto, solo la indudable simpatía de Von Aschenbach sigue salvándole. Por el momento. Pero sospechan de él. Es por causa de Mantua. Unos meses antes, los austriacos habían descubierto una conspiración que llevaba dos años en marcha. A la cabeza había un sacerdote. Se cuenta que, al conocer la noticia, el emperador se santiguó, sobresaltado por una siniestra premonición: si también participaba un sacerdote…, entonces… ¿la partida estaba perdida?

En cuanto a que Von Aschenbach pudiera dudar de él, y con razón, Lorenzo ignoraba lo que se estaba preparando en Mantua. Mazzini sigue jugando con varias barajas a la vez: lo ha mandado a agitar las aguas y a controlar el movimiento milanés, pero no le ha hablado de Mantua. Una conspiración de vastas dimensiones malograda por un banal error de cálculo: todo salió a la luz cuando se descifró el código secreto de los conspiradores. En Mantua, la clave era el comienzo del padrenuestro…

¿Cómo pueden coexistir en el mismo hombre semejante talento revolucionario y tan abierta ingenuidad?

Lorenzo abandona el palacio Marino. Su meta es la Osteria del Monti, nido de insurgentes. Se ajusta el guardapolvo, que apenas lo protege del viento gélido y de la aguanieve. Alegres comitivas de burgueses se mueven de fiesta en fiesta cantando a coro canciones atrevidas.

Ha estado a un paso de que lo detuvieran. Mientras entra en la hostería, mira por enésima vez a su espalda. No lo han seguido. Al menos, eso espera.

 

 

 

El local está abarrotado de conspiradores. Lorenzo intercambia un gesto de saludo con el latonero Fronti, el tintorero Azzi, el sombrerero Vigorelli. Al otro lado de la mesa se sientan el poeta Carta, el contable Strada, el mayor Brizzi y el doctor Piolti de’ Bianchi. El Estado Mayor de la revuelta. El hostelero Monti, un hombre menudo y nervioso, le sirve vino cocido y un muslo de pavo. Todos tienen un aire grave. El nerviosismo es palpable.

—Piolti ha decidido que sea mañana—anuncia Brizzi.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—Aún no lo sabemos.

Monti se une al grupo. El hostelero está furioso.

—¡Conjura de los cojones! Si había que actuar esta noche, cogedlos por sorpresa. Y por otra parte, las cosas no se improvisan. ¿Cómo vamos a movernos sin un orden preciso? ¿Qué les decimos a todos los demás? ¿Que les enviamos a la muerte sin un plan? Y tú…—ruge apuntando con el índice al pecho de Lorenzo—, ¿tú has conseguido ver al Maestro?

—Hace una semana que no tengo noticias suyas—se defiende él.

—¡De mal en peor!—gruñe Monti con enfado, y escupe al suelo y fulmina a Brizzi con una mirada furiosa—. Primero nos dicen que estemos preparados, después mandan a oficiales y doctores para mantenernos calmados…, pero ¿cómo van a hacer la revolución sin nosotros, sin el pueblo?

Algunos están de acuerdo, otros protestan. Lorenzo se desentiende de la disputa; es una escena a la que ha asistido innumerables veces, una obra ya escrita. Atrae su atención un grupo de recién llegados. Son cinco, tienen las caras marcadas por la calle y tatuajes en los brazos musculosos. Los guía Pistrucci, uno de los mazzinianos más digno de confianza. Llega al centro de la sala y los presenta. Enumera unos nombres de guerra que suenan a cárcel, a mala vida, a potro de tortura, a correrías de bandoleros: Turco, Corvo, Sarmiento, Falsopié…

—Son los jefes de las cinco bandas más importantes de la ciudad—susurra Brizzi, orgulloso, al oído de Lorenzo—, los he reclutado yo mismo junto con Pistrucci. Son buena gente, nos echarán una mano.

—¿Mazzini está informado de esto?

—Mazzini lo desaprueba. ¡Se acercará a nuestras posiciones después de la victoria!

Mientras bandidos, gente del pueblo y caballeros se escrutan con desconfianza, Lorenzo, observándolos, saborea la última gota de vino cocido. En aquella forzada conjunción brilla toda la ambigüedad de Mazzini. Si el movimiento tiene éxito, los delincuentes pasarán a ser patriotas. En caso contrario, el fracaso será culpa suya, y quien los ha reclutado, contra la voluntad del Maestro, será acusado de haber contaminado la pureza revolucionaria con una insana mezcolanza. Mazzini es un gran político, decide Lorenzo. Si le dieran plenos poderes, lo haría mejor que nadie. Pero el movimiento fracasará y volverán a comenzar las escaramuzas.

 

 

 

Atacan a las dos de la tarde. Atacan donde nadie se lo espera, en el centro, ante la iglesia de San Pietro in Gessate, y atacan donde era más previsible, en el castillo. Rechazados, vuelven sobre Guardia Grande, y aquí tienen éxito. Se apoderan de un cañón y lanzan la señal de fuego sobre la ciudad. Lorenzo está a salvo, según van las cosas. El levantamiento ha estallado, tal como había previsto. Pedirle que dijera exactamente dónde se iniciaría estaba fuera de lo humano: marcado ante los compañeros, no habría podido liberarse sin despertar las más graves sospechas. Von Aschenbach tiene que estar satisfecho. La ciudad está alerta, la guerrilla no tiene esperanza.

Pero hay más hombres de lo previsto, existe realmente el pueblo, y esta es, también para Lorenzo, una sorpresa. Está con los demás en San Pietro in Gessate, donde acudieron los milicianos de Porta Tosa. El camino está cerrado por barricadas hasta Porta Romana. Lorenzo se limita a disparar algún tiro, pero es pródigo en palabras, proclamas y exhortaciones. Nadie duda de él.

El viejo mariscal Radetzky moviliza un batallón de veteranos. Soldados de primera elección, leales al Imperio, supervivientes de mil enfrentamientos. Se combate todo el día. Al final, los austriacos tienen que replegarse. Un coro de burlas se eleva de las barricadas de Porta Romana jaleando la retirada de los uniformes blancos. La furia del pueblo es imparable. La fe es firme.

Los correos llevan noticias estimulantes. Fuegos de guerrilla se encienden por todas partes, en ciudades y en otras provincias. El entusiasmo explota. La victoria parece a un paso.

Lorenzo tiene lágrimas en los ojos. Duda de sí mismo. Apunta cuidadosamente la mira y enmarca la espalda de un oficial que está tratando de retener a los suyos. El dedo se tensa en el gatillo. Dispara un tiro. En el último momento, ha desviado imperceptiblemente el cañón hacia abajo. Uno de los malhechores le golpea el hombro.

—¡Mirilla de los cojones, siùr barùn!

Después todo se precipita.

Los húngaros se han refugiado en los cuarteles; su jefe, el patriota Kossuth, ha desautorizado la rebelión; no ha habido ningún amotinamiento. Como siempre, el pueblo está solo.

Y mientras los patriotas derraman su sangre en las barricadas, los criminales que se habían unido a los revolucionarios hacen su oficio: roban en casas, saquean los cadáveres, devastan los comercios. Lenta, inexorablemente, las chaquetas blancas recuperan el control de la ciudad. Hacia medianoche, también los últimos desesperados se rinden. Han caído ciento cincuenta soldados, dos oficiales superiores y un número indeterminado de resistentes. Lorenzo pasa la noche en casa de Pistrucci. Al día siguiente, cruza Porta Tenaglia.

La venganza se inició de inmediato. Se levantaron horcas improvisadas en los mismos lugares de la batalla. El mariscal Radetzky mandó colgar a gente del pueblo. Los jefes, en cambio, consiguen emigrar.

Lorenzo se reúne con Mazzini en Lugano. Como había previsto, el Maestro en parte desaprueba la revuelta, en parte la hace suya: justa la idea, desastrosa la ejecución, natural el consiguiente fracaso.

 

***

 

Acompañado de una carta de credenciales firmada por el primer ministro del Reino de Cerdeña, Camillo Benso, conde de Cavour, hace su entrada en la sede del mando austriaco un oficial con el rostro marcado por una cicatriz. Se presenta chocando bruscamente los talones. Es el mayor Paolo Vittorelli de la Morgière. Ofrece a Von Aschenbach, como prueba de amistad, algunas cartas interceptadas por la policía saboyana.

—Se alude en ellas a un movimiento que estaría a punto de estallar en el Cadore. Mi gobierno ha pensado que el suyo apreciaría el gesto.

A Von Aschenbach le parece un hombre detestable, con sus modales altaneros y agresivos. Pero las informaciones son de primera mano.

—Mi gobierno se preguntará el motivo de tanta generosidad, señor mayor…

Vittorelli observa con ligera burla a aquel pisaverde fragante y con brillantina y que muestra modos de gran señor. Su instinto de policía lo cataloga al instante entre los homosexuales irrefrenables. Cavour le ha devuelto su rango y le ha confiado el mando de los servicios de seguridad. Cavour es un hombre de ingenio sublime. Cavour conquistará el mundo, o al menos Italia. Y los espías serán sus mejores aliados.

Vittorelli se inclina ante el austriaco, seco y cortés. A su debido tiempo, querido mío, todo esto me volverá útil…

—Es hora de que nuestros Gobiernos redescubran el concepto de buena vecindad, excelencia. Por otro lado, tenemos un enemigo común: la subversión. Y una coordinación adecuada entre nuestras fuerzas de seguridad nos ayudaría a combatirla más eficazmente. El conde de Cavour, con esta oportunidad, me encarga ofrecerle a su majestad, el emperador, los mejores deseos de salud y prosperidad…