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Tras la retirada de los nazis el ejército de los gemelos defectuosos, engrosado por la incorporación de la mayoría de sus hermanos, puso rumbo a Nova Godói, adonde no tardaron en llegar por sendas de montaña. No había nadie en las calles, pulcramente barridas. Las alegres casas de colores tenían cerrados los postigos, y dentro no había luz. Los habitantes del pueblo se habían acobardado. Algunos se habían escondido, y todo indicaba que muchos habían salido huyendo.
Al llegar a la plaza central los grupos de gemelos empezaron a dividirse en otros más pequeños y a distribuirse por las calles laterales, dispuestos a cumplir cualquier operación de limpieza que fuera necesaria. Pendergast, que los seguía, encontró a Tristram entre la multitud y se acercó. Al principio se miraron. Después se dieron un abrazo.
—Necesitáis una base de operaciones —le dijo Pendergast a su hijo—. Yo os aconsejo el ayuntamiento. Tomad prisioneros al Bürgermeister y a cualquier otro funcionario y organizad una defensa fuerte en previsión de un contraataque.
—Sí, padre —dijo Tristram.
Jadeaba, muy rojo, con un corte en la frente que sangraba en abundancia.
—Vela mucho por tu integridad personal, Tristram. Por aquí es posible que queden muchos nazis, incluidos francotiradores en los tejados. Tú eres un objetivo prioritario.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Tengo asuntos pendientes. En la fortaleza.
Mientras se giraba volvió a mirar a su hijo.
—Estoy orgulloso de ti, Tristram —dijo.
Sus palabras hicieron que el muchacho se ruborizase, confuso e incluso sorprendido. Pendergast, que ya se iba, cayó en la cuenta de que probablemente fuera la primera vez que lo elogiaban.
Una vez encomendada a Tristram la conquista del ayuntamiento bajó al muelle por calles secundarias. Había algunos francotiradores, pero actuaban cada uno por su cuenta y el anochecer les restaba eficacia. El sol se había puesto en el borde occidental del cono de toba volcánica, dejando en el cielo una franja ensangrentada que ya empezaba a borrarse. Vio que al otro lado del lago, en los muelles destrozados de la isla, estaban llegando las dos barcas con el resto de las fuerzas nazis. Contempló la cruel silueta de la fortaleza, que los últimos rayos del sol poniente pintaban de bermellón.
Los nazis y los pocos simpatizantes que conservaban entre los supergemelos habían sufrido una dura derrota y se estaban retirando, pero todavía quedaban muchos soldados enemigos. Los nazis aún tenían a a sus científicos, sus técnicos y sus laboratorios, y su fortaleza seguía siendo un baluarte temible, casi inexpugnable. Habían recibido un duro golpe, pero nada les impediría reemprender su malévola labor.
Y para colmo Fischer seguía vivo.
Pendergast contempló durante mucho tiempo el lago. Después fue por el muelle, eligió una simple lancha a motor, saltó a bordo, puso el motor en marcha y zarpó hacia la isla.
Ya había anochecido tanto que su pequeña nave desapareció en la oscuridad del lago. Lo cruzó sin hacer ruido a una velocidad discreta, reduciendo el zumbido del motor a un vago ronroneo. Estaba dando un rodeo hacia la parte occidental de la isla. A unos cien metros de la orilla apagó la lancha y continuó a remo, usando la linterna, cuidadosamente tapada, para localizar el túnel por el que había salido a nado al escaparse horas antes de la fortaleza. Al reconocer la entrada remó por el pasadizo de piedra, volvió a encender el motor y recorrió el laberinto inundado hasta sentir que la quilla de la embarcación rozaba la piedra del fondo. Entonces dejó la lancha varada y siguió a pie, pasando junto a los cadáveres del coronel y varios de sus hombres hasta que llegó al gran espacio abovedado en cuyo centro había una jaula de acero.
Se paró a escuchar atentamente. Oía un levísimo rumor de actividad que llegaba de arriba: pasos rítmicos de botas, ecos de órdenes…
En cambio allí, en el nivel inferior de la fortaleza, reinaba el más absoluto silencio. Se dirigió hacia el depósito de munición contenido en la jaula de acero y lo enfocó con la linterna. Era un surtido abundante y variado: rollos de cable detonador, ladrillos de C-4, montones de cargas de demolición MI 12, cartuchos para tanquetas de 120 mm, botes de pólvora de precisión, minas de tierra, cajas apiladas con munición para armas de pequeño calibre, cajas de granadas, RPG, morteros, ametralladoras de calibre 50 y hasta un par de pistolas en miniatura con docenas de cajas de munición para cada una.
La jaula estaba cerrada a cal y canto. Tardó más de cinco minutos en abrirla. Una vez dentro prestó más atención. Como había observado al cruzar aquel espacio por primera vez, los nazis habían aprovechado una fisura natural del antiguo volcán para almacenar su armamento. Pese a la enorme cantidad de proyectiles, armas y cajas que se veía dentro de la jaula, solo era la punta del iceberg. Bajo el nivel del suelo había una cantidad todavía mayor de artillería, protegida por las propias paredes de la fisura. Los nazis no habían querido arriesgarse a que en caso de ataque un proyectil de una fuerza invasora volase por casualidad el almacén. Por eso estaba sepultado en el nivel más bajo de la fortaleza, y el grueso del material se hallaba rodeado y protegido por roca volcánica.
También estaba diseñado para que en caso de explosión esta se viera limitada por la roca natural. De esa manera no se destruiría esa zona de la fortaleza.
¿De verdad? Al contemplar el arsenal se acordó de otra cosa: de la amplia red radial de grietas recientes que había llamado su atención en la muralla de la fortaleza. No eran grietas causadas por el asentamiento normal de un muro antiguo, sino todo lo contrario: los había provocado el levantamiento del suelo, elevación que había separado y dislocado los enormes sillares de los cimientos de la fortificación. Solo podía significar una cosa: una sacudida reciente del suelo de la caldera del volcán, debida al movimiento ascendente del magma. Señal de que el volcán extinto tal vez no lo estuviera tanto…
Justo entonces, como si estuviera hecho a propósito, el suelo que pisaba sufrió un leve temblor, similar a los que había sentido antes.
Los nazis habían tomado la precaución de proteger su arsenal de cualquier ataque externo, salvo que fuera de tipo nuclear, pero tal vez se les hubiera pasado por alto la posibilidad de un ataque desde dentro con la participación de explosivos de gran potencia… y de la madre naturaleza. Sonrió un poco al pensar que no eran buenos geólogos.
Cogió uno de los botes de pólvora negra y vertió el contenido sobre las cajas y los barriles de pólvora que formaban el depósito de munición. Después vació otros dos envases sobre las armas hasta que toda la superficie del depósito quedó cubierta por una gruesa capa de pólvora. Por último cogió dos botes más, se puso uno debajo del brazo y usó el otro para formar un reguero de pólvora que salía del arsenal, cruzaba la puerta de la jaula y continuaba por el camino por donde él había venido. Tiró el envase vacío, abrió el otro y siguió trazando el sendero de pólvora hasta abandonar el espacio abovedado y continuar por el estrecho pasadizo de piedra.
Se le acabó la pólvora. Dejó el bote en el suelo y sacó la linterna para iluminar el fino rastro negro que acababa de dejar. Tenía unos veinte metros de longitud. Descansó un minuto, respiró profundamente y se puso de rodillas para coger un mechero, acercarlo al final de la línea de pólvora negra y encenderlo.
Inmediatamente saltó una chispa que hizo brotar una llama. El reguero de pólvora empezó a arder con un silbido brusco y se fue disolviendo en una nube baja de humo de camino al almacén de armas. Pendergast dio media vuelta y corrió por la red de pasadizos del subsótano.
Justo al llegar a la lancha, y empezar a subir, oyó a sus espaldas una explosión tremenda y ensordecedora. La siguieron dos más, señal de que la reacción en cadena comenzaba a detonar una parte cada vez mayor del depósito de armas de la fortaleza. Incluso a aquella distancia la fuerza del primer estallido lo arrojó de bruces al fondo de la lancha. Se levantó con un zumbido en los oídos y empujó la lancha. Después puso el motor en marcha, aceleró al máximo y se dirigió al túnel de salida a la máxima velocidad, siguiendo las vueltas y revueltas del pasadizo, peligrosamente cerca de los muros de piedra. Las explosiones se habían vuelto tan seguidas que, en vez de ser discretas detonaciones, eran una descarga constante de ruido desatado, a medida que el arsenal nazi volaba por los aires con una violencia cada vez mayor y las explosiones penetraban cada vez más en la fisura de debajo de la fortaleza. Hasta las paredes temblaban en torno a Pendergast por la fuerza de las explosiones. Cayeron al agua piedras, tierra y juntas del antiguo techo, lo que generó una ola atronadora que empujó la lancha hacia delante.
Salió con gran estruendo por la boca del túnel justo cuando la entrada se desmoronaba a su paso, convertida en cascotes. Sin detenerse ni mirar atrás, accionó a fondo el acelerador y salió disparado hacia el pueblo de Nova Godói. Solo redujo la velocidad y se volvió para mirar la fortificación cuando iba por la mitad del lago.
Los temblores se habían detenido. La fortaleza seguía en pie, oscura y silenciosa. Solo salía una cinta de humo de la confluencia entre el túnel y la orilla. Esperó. Pasaron los segundos sin que sucediera nada. Era evidente que la explosión del depósito no había tenido la potencia necesaria para fracturar la roca y hacer un agujero hasta la cámara magmática de debajo del cono de toba.
Aun así esperó. De pronto un temblor recorrió la superficie del agua. Los oídos de Pendergast captaron un sonido grave y casi inaudible, una vibración que percibió, más que en sus oídos, en sus huesos. La superficie del lago se estremeció, y mientras se formaban olas muy pequeñas la vibración adquirió una mayor intensidad. El agua se balanceaba sin descanso. Vio una grieta roja justo en la base del gran muro que rodeaba la fortaleza. La grieta se fue ensanchando poco a poco en sentido horizontal, a la vez que desprendía fogonazos y nubes de vapor como la tapa de una olla a presión gigantesca a punto de explotar.
Un fuerte destello. Otro. No eran explosiones provocadas por el hombre. Eran demasiado potentes y estruendosas, y su origen se encontraba a una profundidad excesiva. Poco después el trueno alcanzó a Pendergast y estuvo a punto de arrojarlo por la borda. En el aire nocturno brotaron varios géiseres de lava enormes y espectaculares, como fuentes gigantes, acompañados por el fragor del gas y el vapor al escaparse. Las atronadoras estampidas se propagaron por el lago como una fuerza física que ondulaba la superficie del agua. Bajo la atenta mirada de Pendergast pareció que reventasen trozos enteros de la fortificación. Torres, bastiones y muros se convirtieron lentamente en túrgidas nubes de fuego y humo con forma de seta.
Reconoció varias figuras diminutas (algunas de uniforme, otras con bata de laboratorio y otras con mono de trabajo) que bajaban hacia el lago como hormigas y se lanzaban al agua para amontonarse en las embarcaciones encalladas. La erupción de rocas, lava y fuego también hizo brotar consigo varias figuras con la ropa en llamas, como bombas humanas que dejaban rastros de humo.
Mientras Pendergast seguía mirando, incapaz de despegar la vista de aquel espectáculo, una nueva y espasmódica serie de explosiones sacudió la isla, acompañada de horribles destellos rojos y amarillos. La fortaleza, partida ya en dos, convertía la noche en un día siniestro. Al cabo de un momento las explosiones llegaron hasta Pendergast una tras otra, como puñetazos de presión que lo empujaban con brutalidad y hacían que su lancha se tambaleara, presa de una violenta agitación. Todo ello fue el preludio de un estallido colosal cuya estela de fuego y destrucción envolvió la mitad superior de la isla; una enorme tormenta de rocas, lava y humo ascendió como una columna destructora. Hubo después otra explosión, mayor aún que la primera, y tan profunda y sorda que pareció zarandear incluso las montañas; pero más que un estallido fue una implosión, y Pendergast vio que los restos fracturados y rotos de la fortificación empezaban a venirse abajo, primero lentamente y después más deprisa, hasta que la enorme y antigua fachada se desmoronó con un crujido que no era de este mundo. Vio brotar lenguas de lava viva de la boca desgarrada de la isla y salir disparadas hacia las alturas como bengalas de fuego, antes de caer de nuevo al lago y hacer hervir el agua, exponiéndolo a una lluvia de bombas.
Volvió a arrancar, rumbo a Nova Godói.
Con un último y convulso estruendo que pareció zarandear el núcleo mismo de la tierra fue la isla entera la que se resquebrajó esta vez, lanzando a miles de metros de altura fragmentos de piedra del tamaño de una casa y sillares labrados que con una violencia increíble destruyeron muchas de las embarcaciones de quienes pretendían ser evacuados de la orilla. Dibujando grandes arcos en el cielo nocturno, los detritos llegaron tan lejos que algunos alcanzaron el pueblo de Nova Godói, incendiaron la selva y provocaron una lluvia tan devastadora de desolación que Pendergast, como en una galería de tiro, tuvo que esquivar rocas y más rocas al surcar el agua a la mayor velocidad posible, tratando de salvar la vida.