36
D'Agosta iba como loco por Park Avenue, sorteando el tráfico de la tarde con las luces de emergencia encendidas. De vez en cuando ponía la sirena a los hijos de puta que no se apartaban. La llamada repentina de Pendergast, y la urgencia casi histérica del tono del agente, lo habían puesto nervioso. No sabía muy bien si Pendergast se estaba desquiciando o seguía una pista de verdad, pero había pasado bastante tiempo cerca de él para saber que era arriesgado hacer oídos sordos a sus peticiones.
Mientras iban lanzados hacia el sur, en dirección al hotel Murray Hill, miró de reojo a Pendergast. La transformación experimentada por el agente especial desde la muerte de su esposa cubría todo el espectro posible: de la apatía a un estupor inducido por las drogas, y ahora un brillo frío, de diamante, en sus ojos, al tiempo que todo su cuerpo, tenso como un muelle, hervía de fanática energía.
—¿Dice que está a punto de cometerse otro crimen? —preguntó—. ¿Puede ponerme en antecedentes? ¿Cómo sabe que…?
—Vincent, tenemos muy poco tiempo y le parecerá muy raro lo que voy a decirle, si es que no lo considera una locura.
—Pruebe, a ver qué tal.
Una pausa brevísima.
—Tengo un hijo cuya existencia siempre había ignorado. Se llama Alban, y es el asesino; no Diógenes, como había sospechado anteriormente. Sobre este aspecto no cabe la menor duda.
—¡Uf! Un momento, un momento. Madre mía…
Un gesto escueto de Pendergast enmudeció a D'Agosta.
—Los asesinatos van dirigidos específicamente a mí. El motivo exacto todavía no está claro.
—Me cuesta…
—No hay tiempo para explicaciones detalladas. Baste decir que las direcciones de los hoteles, y las horas de los asesinatos, siguen una pauta, una secuencia. El próximo elemento de la secuencia es el veintiuno. Y en Manhattan solo hay un hotel que tenga el veintiuno en su dirección: el Murray Hill, en Park Avenue 21. Ya lo he comprobado.
—Esto es…
—¿Y se ha fijado usted en las horas de los asesinatos? Se trata de otra pauta, más sencilla esta vez. El primero fue a las siete y media de la mañana. El segundo a las nueve de la noche. El tercero volvió a ser a las siete y media de la mañana. El asesino alterna las horas. Y ahora casi son las nueve.
Cruzaron a toda pastilla el túnel del edificio Helmsley e hicieron chirriar los neumáticos al doblar por el viaducto.
—No me lo trago —dijo D'Agosta, en pleno esfuerzo por enderezar el rumbo—. Un hijo desconocido, la pauta que ha descrito… Es un delirio.
Pendergast hizo un visible esfuerzo por autocontrolarse.
—Me doy cuenta de lo extraño que debe de parecer, pero insisto en que aparque usted completamente su incredulidad, al menos de momento.
—¿Incredulidad? Eso es poco decir. Un disparate es lo que es.
—Pronto lo sabrá. Ya hemos llegado.
D'Agosta acercó el coche de paisano al hotel y dio un frenazo. A diferencia de los tres hoteles de lujo anteriores, aquel era viejo y algo sórdido, con manchas de hollín en la fachada de ladrillo marrón. Dejaron el coche en la zona de carga y descarga. D'Agosta salió, pero Pendergast ya se le había adelantado y se metió corriendo en el vestíbulo con la placa del FBI en la mano.
—¡La sala de seguridad! —exclamó.
Apareció el recepcionista, presa del pánico, y en respuesta a las instrucciones que le dio Pendergast a grito pelado los condujo a un pequeño despacho con toda una pared de monitores de circuito cerrado. La irrupción hizo levantarse de un salto al vigilante de servicio.
—FBI —dijo Pendergast agitando la placa—. ¿Cuántas grabaciones del vestíbulo tienen on line?
—Mmm… Una —dijo el vigilante, completamente atónito.
—Póngala hace media hora. Ya.
—Sí… mmm… sí, señor, claro.
El pobre vigilante hizo lo que pudo. D'Agosta vio que por suerte era un sistema reciente y moderadamente avanzado, y el vigilante parecía competente. La grabación tardó un minuto en empezar a reproducirse a cámara rápida. El escepticismo de D'Agosta creció a medida que observaba el monitor. Era absurdo. El Asesino de los Hoteles nunca habría elegido trabajar en un tugurio así. No cuadraba con su modus operandi. Miró a Pendergast de reojo: la muerte de su esposa lo había afectado más de lo que parecía, estaba claro.
—Acelere —pidió Pendergast.
El vigilante hizo lo que le pedía. Vieron llenarse la pantalla de figuras que la atravesaban velozmente.
—¡Pare! Es él.
La cinta de seguridad se detuvo y siguió reproduciéndose a velocidad normal. Vieron entrar tranquilamente en el vestíbulo a un hombre de lo más anodino que se detenía para arreglarse la corbata y luego se dirigía hacia los ascensores. D'Agosta sintió una contracción en el estómago. Por cómo se movía, y por su aspecto… sí, era él.
—Joder —murmuró.
—Pase a la cámara del ascensor —dijo Pendergast.
Siguieron el recorrido del hombre hasta la cuarta planta, donde salió, caminó por el pasillo y esperó. Justo cuando aparecía por la esquina una mujer, el hombre fue tras ella hasta que desaparecieron del campo de la cámara. Según la hora sobreimpresa, solo habían pasado tres minutos desde aquel momento.
—Madre de Dios —dijo D'Agosta—. Madre de Dios. Ya se ha cargado a otra.
—Retroceda cinco segundos. —Pendergast señaló la imagen de la mujer y se giró hacia el recepcionista—. ¿La reconoce? ¿Cuál es su número de habitación? ¡Deprisa, hombre!
—Ha llegado hoy. —El recepcionista volvió al mostrador y tecleó el ordenador de registro—. Habitación 516.
Pendergast se volvió hacia D'Agosta.
—Quédese aquí —murmuró—. Vigile las grabaciones, y en el instante en que reaparezca siga todos sus movimientos. Voy a buscarlo. Y acuérdese de no hablar a nadie de mi hijo.
—¡Eh, un momento! —dijo D'Agosta—. ¿A nadie? Pendergast, me sabe mal decirlo pero creo que se está pasando mucho de la raya.
—A nadie —repitió Pendergast con firmeza; y al momento siguiente ya no estaba.
Pendergast subió con rapidez los cinco pisos y corrió por el pasillo hacia la habitación 516. La puerta estaba cerrada, pero un solo disparo de su 45 reventó la cerradura. Abrió de una patada.
Llegaba tarde. La mujer del vídeo yacía en el suelo de la pequeña habitación; estaba muerta, pero aún no había sido descuartizada. Pendergast solo vaciló un momento, absorbiendo todos los detalles con sus ojos plateados. Después saltó por encima del cuerpo inerte y abrió de par en par la puerta del lavabo. La ventana del fondo, que daba a una salida de incendios, estaba rota. Trepó por ella, y al aterrizar en la salida de incendios y mirar hacia abajo tuvo tiempo de ver a un joven (¡Alban!) que bajaba por el último tramo de escaleras, cruzaba la trampilla y se dejaba caer al suelo.
Pendergast bajó de tres en tres los escalones sin perder de vista a Alban, que corrió por Park Avenue y desapareció por la esquina de la calle Treinta y cinco, hacia el este y el río.
Corrió tras él. Al doblar la esquina de la calle Treinta y cinco lo vio a casi dos manzanas más al este, recortado en la luz de las farolas, yendo a una velocidad tremenda. Era un corredor fenomenal. Pendergast siguió adelante, pero al llegar a Lexington Avenue la silueta de Alban, muy pequeña ya, había cruzado la Segunda Avenida y bordeaba corriendo el parque de St. Vartan. Pese a darse cuenta de que no lo alcanzaría, Pendergast siguió adelante. Tenía la esperanza de ver adónde iba su hijo. El fugitivo, visible a duras penas, dejó atrás la Primera Avenida y corrió hacia FDR Drive, donde saltó una valla metálica, trepó por una barrera de cemento, aterrizó en la carretera y se perdió en la oscuridad.
Pendergast pasó corriendo junto al parque de St. Vartan y cruzó la Primera Avenida con el semáforo en rojo. Cuando llegó ante la valla metálica, la escaló, salvó la barrera de cemento y corrió por FDR Drive, esquivando coches entre un súbito coro de bocinas y frenazos. Llegó al otro lado y se paró a mirar hacia ambas direcciones, pero no vio nada. Alban se había esfumado en la noche. Delante fluía el East River, con la terminal de ferry de Hunter's Point a la derecha y el puente de Queensboro a la izquierda, como un rosario de luces. Justo enfrente había dos embarcaderos en desuso, medio en ruinas, que se adentraban en el río desde un muelle devorado por una maraña de hierbajos, aneas viejas, juncos secos y zarzas, todo marchito y marrón bajo la luz invernal de la luna.
Había muchos sitios en los que desaparecer, muchísimos, y la pista de Alban se había perdido. Obviamente conocía bien el terreno y tenía preparada la huida de antemano. Era inútil.
Pendergast dio media vuelta y caminó por el arcén de FDR Drive hacia una pasarela de peatones situada a cinco manzanas hacia el sur. Pensaba volver a cruzar la autopista, pero de pronto vio una silueta con el rabillo del ojo: un hombre, un hombre joven, sobre el primer embarcadero en ruinas, iluminado por detrás por la vaga luz del puente.
Era Alban. Su hijo lo miraba. Cuando Pendergast se quedó quieto y lo observó, Alban alzó una mano y lo saludó.
Pendergast saltó inmediatamente sobre el parapeto de la carretera y aterrizó en el talud, donde se abrió camino entre la maleza. Al salir al muelle de cemento roto descubrió que Alban había vuelto a desaparecer.
Corrió hacia el norte con la intuición de que había subido por el talud. Poco después vio que se movía algo delante: era Alban, que corría por el segundo embarcadero. A medio camino el joven se detuvo, se dio media vuelta y se quedó esperando con los brazos cruzados.
Pendergast sacó su 45 sin dejar de correr. Para llegar al segundo embarcadero no tuvo más remedio que rodear una hilera de bolardos en ruinas y cruzar otro tramo de maleza, momento en que volvió a perder de vista a Alban. Justo al llegar al principio del embarcadero y emerger de la vegetación, sintió un golpe muy fuerte en la pierna y fue arrojado hacia delante. Durante la caída sintió otro golpe en la mano que hizo salir disparada la pistola. Rodó por el suelo e intentó levantarse, pero Alban se adelantó a la maniobra y, con la rodilla, empujó contra el piso la cabeza de Pendergast hasta inmovilizar al agente por completo.
Y de pronto, con la misma rapidez con que lo habían sujetado, Pendergast se encontró libre. Saltó sobre sus pies, dispuesto a pelear.
Alban, con todo, no le siguió el juego. Se limitó a retroceder, cruzando los brazos otra vez.
Pendergast permaneció muy quieto. Se miraron fijamente como dos animales, esperando a que el otro se moviera primero.
De pronto Alban se relajó.
—Endlich —dijo—. Por fin. Ahora podremos hablar de tú a tú… de padre a hijo… como hace mucho tiempo que esperaba.
Y su sonrisa fue bastante agradable.