Primera Parte
18:00 horas
La mujer de los ojos color violeta caminaba lentamente bajo los árboles de Central Park, con las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina. Su hermano mayor avanzaba junto a ella, inquieto, atento al mínimo detalle.
—¿Qué hora es? —volvió a preguntar ella.
—Las seis en punto.
Era una tarde templada de mediados de noviembre. El sol poniente salpicaba de sombras el extenso césped. Cruzaron East Drive, pasaron al lado de la estatua de Hans Christian Andersen, y al llegar al final de una pequeña cuesta se detuvieron como si una misma idea se hubiera apoderado de ambos. Enfrente, detrás de la apacible superficie del Conservatory Water, el Kerbs Memorial Boathouse se perfilaba, cual un juguete, contra la vasta muralla de los edificios de la Quinta Avenida. Era un paisaje de postal: los reflejos del cielo, de un naranja sangriento, en el pequeño lago, los barcos en miniatura que surcaban las aguas en calma entre los gritos entusiastas de los niños… En el hueco entre dos rascacielos acababa de aparecer la luna llena.
La mujer tenía la garganta tensa y seca. El collar de perlas de río le oprimía el cuello.
—Judson —dijo—, no sé si seré capaz.
Sintió aumentar la presión fraternal en el brazo, un intento de tranquilizarla.
—Todo saldrá bien.
Ella observó el panorama con el corazón alborotado. Junto al pretil del lago había un violinista tocando. En uno de los bancos junto al cobertizo, una pareja joven no prestaba atención a nada que no fueran ellos mismos. En el banco contiguo, un hombre de pelo corto y cuerpo de culturista leía el The Wall Street Journal. Pasaban grupos de empleados que acababan de salir del trabajo y varios corredores. A la sombra del cobertizo un indigente hacía los preparativos para pasar la noche.
Y allá, ante el lago, estaba él: una silueta inmóvil, espigada, con un abrigo de corte impecable, largo y claro, y el pelo de un rubio casi blanco que la luz del ocaso teñía de platino.
La mujer se quedó sin respiración.
—Ve —le dijo Judson en voz baja—. Yo estaré cerca.
Le soltó el brazo.
Ella avanzó, ciega a su entorno, atenta solo al hombre que la observaba acercarse. Había imaginado miles de veces ese momento en todas sus variantes, y siempre, como amargo colofón, se decía lo mismo: era imposible, jamás dejaría de ser un simple sueño. Y sin embargo, allí estaba él. Se le veía algo mayor, pero no mucho; su piel de alabastro, sus facciones nobles y esos ojos brillantes que tan atentamente la miraban despertaron una vorágine de sentimientos, de recuerdos y también —aun en aquel momento de peligro extremo— de deseo.
Se detuvo a un par de pasos.
—¿De verdad eres tú? —preguntó él con su educado acento sureño cargado de emoción.
Ella intentó sonreír.
—Lo siento, Aloysius. No sabes cuánto lo siento.
Él no contestó. En ese momento, tantos años después, ella se dio cuenta de que era incapaz de interpretar los pensamientos que ocultaban sus ojos plateados. ¿Cómo se sentía? ¿Traicionado? ¿Resentido? ¿Enamorado?
Tenía una cicatriz fina y reciente en la mejilla. Levantó la mano y la rozó con la punta de un dedo. Después señaló impulsivamente por encima del hombro de él.
—Mira —susurró—, después de tantos años seguimos teniendo nuestro amanecer de luna llena.
Él miró en la misma dirección, por encima de los edificios de la Quinta Avenida. La luna, redonda y amarilla, se elevaba entre las majestuosas construcciones a través del rosa perla del cielo, un trasfondo ideal que empezaba a virar a otro color más frío y violáceo. Su cuerpo se estremeció. Cuando volvió a mirar a la mujer, lo hizo con una expresión distinta.
—Helen… —susurró—. Dios mío. Te creía muerta.
Ella no dijo nada, se cogió de su brazo y, sin que fuera una decisión consciente, empezaron a caminar alrededor del lago.
—Judson me ha dicho que me vas a apartar de… de todo esto —dijo ella.
—Sí. Volveremos a mi apartamento en el Dakota y desde ahí nos iremos a… —Se calló—. Cuanto menos hablemos de eso, mejor. Baste decir que allí adonde iremos no tendrás nada que temer.
Ella se aferró a su brazo con más fuerza.
—Nada que temer. No te imaginas lo bien que suena.
—Ya es hora de que recuperes tu vida. —Él metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un anillo de oro con un gran zafiro estrella—. Así que vamos a empezar por el principio. ¿Lo reconoces?
Ella se ruborizó al mirarlo.
—Nunca pensé que volvería a verlo.
—Y yo nunca creí que volvería a tener la oportunidad de ponértelo en el dedo. Hasta que Judson me dijo que estabas viva. Yo lo sabía, sabía que me había dicho la verdad… a pesar de que nadie me creyera.
Él le cogió con suavidad el antebrazo izquierdo y lo levantó como si pretendiera ponerle el anillo en el dedo. Sus ojos se abrieron como platos al descubrir el muñón de la muñeca; una cicatriz recorría el borde superior.
—Ya lo entiendo —se limitó a decir—. Claro.
Fue como si el baile prudente y diplomático en el que habían participado hubiese llegado a un brusco fin.
—Helen —dijo en un tono más incisivo—, ¿por qué te embarcaste en ese horrendo plan? ¿Por qué me ocultaste todas esas cosas? ¿Por qué no…?
—Por favor, no hablemos de eso —lo interrumpió enseguida—. Había razones para todo. Es una historia terrible, absolutamente terrible. Te la explicaré, te lo contaré todo, pero no en este lugar ni en este momento. Ahora ponme el anillo en el dedo y vámonos, por favor.
Levantó la mano derecha, y él le colocó el anillo. En ese instante vio que ya no la miraba, alguna otra escena detrás de ella había captado su atención.
De repente se puso rígido. Al principio no se movió, la mano de ella seguía en la de él. Después se giró con aparente calma hacia donde estaba el hermano de ella y le hizo señas de que se reuniera con ellos.
—Judson —lo oyó murmurar—, llévate a Helen de aquí. Hazlo tranquilamente pero sin perder un segundo.
Ella sintió en el pecho el aguijonazo de aquel miedo que apenas había empezado a desvanecerse.
—Aloysius, qué…
Él la interrumpió con una breve sacudida de la cabeza.
—Llévatela al Dakota —le dijo a Judson—. Nos encontraremos allí. Por favor, marchaos. Ya.
Judson la cogió de la mano y empezó a alejarse, casi como si lo hubiera previsto.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
Miró por encima del hombro y se quedó horrorizada: Pendergast había sacado una pistola y apuntaba a uno de los aficionados a los barcos en miniatura.
—Levántese —estaba diciendo Pendergast—, con las manos donde pueda verlas.
—Judson… —empezó a decir ella.
La única respuesta de su hermano fue apretar el paso, arrastrándola.
De repente sonó un disparo a su espalda.
—¡Corred! —gritó Pendergast.
La escena pasó sin transición de la placidez al caos. La gente se dispersaba entre gritos. Judson tiró fuerte de su hermana y echaron a correr.
Un tableteo de armas automáticas de fuego surcó el aire. Judson le soltó la mano y después cayó al suelo.
Al principio ella lo tomó por un tropiezo, hasta que vio la sangre que manaba a borbotones de su chaqueta.
—¡Judson! —gritó agachándose a su lado.
Él, tendido de costado y retorcido de dolor, la miró y trató de articular unas palabras.
—Sigue corriendo —dijo sin aliento—. Sigue…
Otra ráfaga de las armas automáticas, otra hilera sibilante y mortífera dibujada por las balas en el suelo de hierba, y Judson recibió otro impacto que lo arrancó del suelo y lo arrojó de espaldas.
—¡No! —chilló Helen saltando hacia atrás.
Cada vez era todo más caótico: gritos, disparos, pasos de gente que huía… Sorda a todo, Helen se hincó de rodillas y fijó la vista horrorizada en los ojos de su hermano, que pese a estar abiertos no veían nada.
—¡Judson! —gritó—. ¡Judson!
Pasaron dos o tres segundos, tal vez más…, Helen no habría sabido decirlo, y luego oyó que Pendergast gritaba su nombre. Alzó la cabeza. Corría hacia ella con la pistola en la mano, disparando hacia un lado.
—¡A la Quinta Avenida! —gritaba—. ¡Corre a la Quinta Avenida!
Se oyó otro disparo. Esta vez fue Pendergast quien cayó al suelo. Ese segundo golpe sacó de su parálisis a Helen, que se puso en pie de un salto, con la gabardina manchada por la sangre de su hermano. Aloysius aún estaba vivo; había conseguido levantarse y parapetarse tras un banco, desde donde disparaba contra la pareja que poco antes solo parecía interesada en besuquearse.
«Me está cubriendo para que escape», pensó.
Helen dio media vuelta y echó a correr con todas sus fuerzas. Llegaría a la Quinta Avenida, despistaría a los matones entre la multitud y seguiría hasta el Dakota, donde se reuniría con Pendergast… Sus pensamientos, teñidos de pánico, fueron interrumpidos por otra ráfaga, acompañada de nuevo por gritos de terror.
Siguió corriendo a toda prisa. La avenida quedaba justo delante, al otro lado del portal de piedra del parque. Solo faltaban quince metros.
—¡Helen! —oyó gritar a Pendergast, lejos—. ¡Cuidado! ¡A tu izquierda!
Miró a la izquierda. Bajo la sombra de los árboles vio a dos hombres en chándal que se dirigían hacia ella.
Se apartó del camino principal, hacia unos sicomoros, y volvió a mirar por encima del hombro. Los corredores la seguían y estaban acortando distancias.
Se oyeron más disparos. Helen redobló sus esfuerzos, pero sus tacones se clavaban en la tierra blanda y le entorpecían el avance. De pronto sintió un tremendo impacto en la espalda y fue arrojada al suelo. Alguien cogió el cuello de su impermeable y la levantó sin la menor contemplación. Ella se resistió y gritó, pero los dos hombres le sujetaron los brazos y empezaron a arrastrarla en dirección a la avenida. Reconoció horrorizada sus caras.
—¡Aloysius! —gritó a pleno pulmón, mirando por encima del hombro—. ¡Ayúdame! ¡Sé quiénes son! ¡Son del Bund, de la Alianza! ¡Me matarán! ¡Ayúdame, por favor!
A duras penas distinguía a Pendergast en el crepúsculo. Se había levantado con dificultad. La herida de bala sangraba en abundancia y él avanzaba cojeando hacia Helen.
Enfrente, en la acera de la Quinta Avenida, había un taxi esperando… Los esperaba a ella y a sus raptores.
—¡Aloysius! —volvió a chillar, desesperada.
Los hombres le dieron otro empujón, abrieron la puerta trasera y la metieron en el taxi. En el vidrio templado del parabrisas rebotaron varias balas.
—¡Los Verschwinden wir hier! —exclamó uno de los corredores, lanzándose a su vez al interior del taxi—. ¡Gib Gas!
El coche se apartó de la acera mientras Helen se resistía con fiereza con la única mano que tenía e intentaba llegar hasta la puerta. Atisbo muy fugazmente a Pendergast en la penumbra del parque. Estaba de rodillas, miraba hacia donde ella estaba.
—¡No! —gritó ella forcejeando—. ¡No!
—Halt die Schnauze! —le espetó uno de los hombres.
Echó el puño hacia atrás y lo descargó en un lado de la cabeza de Helen. La oscuridad lo inundó todo.
Seis horas más tarde
Un médico con ropa quirúrgica arrugada asomó la cabeza en la sala de espera de la UCI de Lenox Hill.
—Si quiere hablar con él, está despierto.
—Gracias a Dios. —Vincent D'Agosta, teniente de la policía de Nueva York, se guardó en el bolsillo la libreta que había estado consultando y se levantó—. ¿Cómo está?
—Sin complicaciones. —La cara del médico reflejó cierta irritación—. Aunque los médicos son siempre los peores pacientes.
—Pero si él no es… —empezó a decir D'Agosta, pero se calló y lo siguió a la unidad de cuidados intensivos.
El agente especial Pendergast estaba sentado en la cama, conectado a media docena de aparatos de monitorización. Llevaba puesta una vía en un brazo y una cánula nasal. La cama estaba cubierta de historias médicas, y en la mano Pendergast sostenía una radiografía. La piel del agente del FBI, siempre tan pálido, parecía de porcelana. Inclinado sobre la cama, un médico mantenía una conversación de gran intensidad con el paciente, y aunque D'Agosta apenas podía oír las réplicas de Pendergast, era evidente que no estaban lo que se dice de acuerdo.
—… totalmente fuera de cuestión —decía el doctor en el momento en que D'Agosta se acercó a la cama—. Usted aún está en estado de shock por la herida de bala y la pérdida de sangre. Y la herida, por no hablar de esas dos costillas contusionadas, necesita atención médica continuada.
—Doctor… —replicó Pendergast. Normalmente era la quintaesencia de la cortesía sureña, pero en aquel momento su voz sonaba como hielo picado sobre un hierro—. La bala apenas ha rozado el músculo gastrocnemio. No tocó ni la tibia ni la fíbula. La herida era limpia y no ha sido necesario operar.
—Pero la pérdida de sangre…
—Sí —le interrumpió Pendergast—. La pérdida de sangre. ¿Cuántas unidades me han puesto?
Pausa.
—Una.
—Una unidad. Por lesiones en las tributarias menores de la vena Giacomini. Una insignificancia. —Hizo ondear la radiografía como una bandera—. En cuanto a las costillas, usted mismo lo ha dicho: contusión, que no fractura. Las costillas esternales cinco y seis, en las puntas, aproximadamente a dos milímetros de la columna vertebral. Al tratarse de costillas verdaderas, su elasticidad contribuirá a que la recuperación sea rápida.
El médico echaba chispas.
—Mire, doctor Pendergast, yo no puedo permitir que salga del hospital en este estado. Si alguien debería entenderlo…
—Al contrario, doctor, no me lo puede impedir. Mis constantes vitales se sitúan en las normas aceptables. Mis lesiones son menores y puedo atenderlas yo mismo.
—Anotaré en su historial que sale del hospital en contra de mis órdenes.
—Magnífico. —Pendergast lanzó la radiografía a la mesa de al lado como si fuera un naipe—. Ahora, con su permiso…
El médico, tras una última mirada de exasperación al paciente, dio media vuelta y salió de la sala; el que había dejado pasar a D'Agosta lo siguió.
Pendergast miró a D'Agosta como si lo viera por primera vez.
—Vincent.
D'Agosta se acercó rápidamente a la cama.
—Pendergast… Dios mío, cuánto lo siento…
—¿Por qué no está con Constance?
—No hay peligro. Se han redoblado las medidas de seguridad en Mount Mercy. Tenía que… —Hizo una pausa para controlar su voz—. Venir a ver cómo estaba.
—Mucho ruido y pocas nueces, gracias.
Pendergast se quitó la cánula nasal, extrajo la aguja de la vía situada en la parte interior del antebrazo y se desprendió del tensiómetro de muñeca y del oxímetro de pulso. Sus movimientos eran de una lentitud casi robótica. D'Agosta se dio cuenta de que lo único que lo impulsaba era una voluntad de hierro.
—Espero que no esté pensando de verdad en marcharse.
Pendergast se volvió otra vez a mirarlo. El fuego que ardía en sus ojos (brasas ardientes en un rostro muerto) silenció de inmediato al teniente.
—¿Cómo está Proctor? —preguntó al bajar las piernas de la cama.
—Dicen que muy bien, dentro de lo que cabe. Un par de costillas rotas donde el disparo impactó en el chaleco antibalas.
—¿Y Judson?
D'Agosta sacudió la cabeza.
—Tráigame mi ropa —dijo Pendergast señalando el armario con la cabeza.
D'Agosta vaciló, comprendió que protestar no serviría de nada y fue por ella.
Pendergast hizo una mueca al levantarse; se balanceó casi imperceptiblemente durante un segundo y recobró el equilibrio. D'Agosta le entregó la ropa y corrió la cortina.
—¿Tiene alguna idea de qué coño ha pasado en el parque? —le preguntó D'Agosta a través de la cortina—. Ha salido en todas las noticias. Cinco muertos. En homicidios andan como locos.
—No tengo tiempo para explicaciones.
—Perdone, pero no va a salir de aquí sin contarme qué ha ocurrido.
Sacó su libreta.
—Está bien, hablaré con usted el tiempo que tarde en vestirme. Después me iré.
D'Agosta se encogió de hombros. Se conformaría con lo que pudiera conseguir.
—Ha sido un secuestro muy bien planeado…, excepcionalmente bien planeado. Han matado a Judson y han raptado a mi mujer.
—¿«Han»? ¿Quiénes?
—Un misterioso grupo de nazis, o descendientes de nazis, cuyo nombre es Der Bund.
—¿Nazis? Madre mía… ¿Por qué?
—Desconozco los motivos.
—Necesito detalles exactos sobre lo ocurrido.
La voz de Pendergast llegó desde detrás de la cortina.
—Fui al embarcadero para reunirme con Judson y Helen, llevármela a ella y esconderla del grupo en cuestión. Helen llegó a las seis, tal como habíamos pactado. Me di cuenta enseguida de que era una emboscada. Uno de los hombres con un barco en miniatura me pareció sospechoso. No sabía nada de barcos y estaba intranquilo. Sudaba a pesar del frío. Saqué la pistola y le dije que se levantara. Eso lo precipitó todo.
D'Agosta tomaba notas.
—¿Cuántos eran?
Pausa.
—Al menos siete. El del barco. Una pareja en un banco…, ellos mataron a Judson. Un supuesto indigente, que fue el que disparó a Proctor. Imagino que los informáticos ya habrán reconstruido la secuencia del tiroteo. Como mínimo había tres personas más: dos hombres haciendo footing que secuestraron a Helen cuando intentaba huir y el conductor del falso taxi al que la obligaron a subir.
Pendergast salió de detrás de la mampara. Su traje, siempre inmaculado, estaba hecho un desastre: manchas de hierba en la chaqueta y un roto en una pernera, salpicada de sangre reseca. Se anudó la corbata sin apartar la vista de D'Agosta.
—Adiós, Vincent.
—Espere. ¿Cómo narices se ha enterado ese… ese Bund del encuentro?
—Excelentísima pregunta.
Pendergast cogió un bastón metálico y se giró con intención de marcharse. D'Agosta lo sujetó por el brazo.
—Esto es de locos. ¿Cómo se va a ir así? ¿No puedo ayudarlo de alguna manera?
—Sí. —Pendergast le cogió la libreta y el bolígrafo, abrió la libreta y escribió algo—. Esta es la matrícula del taxi en el que se han llevado a Helen. Solo faltan los últimos dos números. Aplique todos sus recursos en encontrarla. También tengo el número de licencia, pero dudo que sirva de gran cosa.
D'Agosta recuperó la libreta.
—Cuente con ello.
—Emita una orden de busca sobre Helen. Es posible que sea complicado, porque oficialmente está muerta, pero hágalo de todos modos. Le conseguiré una foto…, será de hace quince años, use software forense para envejecerla.
—¿Algo más?
Pendergast sacudió una sola vez la cabeza, bruscamente.
—Encuentre ese coche.
Salió de la habitación sin decir nada más y aceleró por el pasillo, cojeando.
Veintidós horas más tarde
Para D'Agosta el viaje hacia el oeste, desde Newark hasta Irvington, fue como un regreso a la época de las patrullas por el distrito 41, en el antiguo South Bronx. Tiendas destartaladas, edificios tapiados, calles devastadas… Todo le recordaba tiempos menos felices. Al otro lado del parabrisas, el panorama era cada vez más deprimente. No tardó mucho en llegar al núcleo: en medio de la megalópolis más densa del país, bloques enteros vacíos y edificios quemados o reducidos a escombros. Paró en una esquina y salió con la pistola bien a mano. Pero de pronto, entre tanta ruina, vio una casa con visillos, geranios y porticones de colores, un edificio que se erguía solitario como una flor en un aparcamiento, un punto de esperanza en el desierto urbano. Respiró profundamente. El South Bronx había resucitado. También aquel barrio resucitaría.
Cruzó la acera y atravesó un aparcamiento vacío apartando ladrillos a patadas. Pendergast se le había adelantado: vio al agente al fondo, junto a los restos quemados de un taxi, hablando con un policía uniformado y un pequeño equipo que parecía de la policía científica. Su Rolls-Royce, aparcado en la esquina, desentonaba espectacularmente con la pobreza de las calles.
Al ver llegar a D'Agosta, Pendergast lo saludó con un gesto rápido de la cabeza. Dejando aparte su sobrecogedora palidez, el agente del FBI volvía a parecer el mismo de siempre. A la luz del atardecer, su característico traje negro se veía limpio y planchado, y no había arrugas en su camisa blanca. Había sustituido el bastón de aluminio, tan poco elegante, por uno de ébano con mango de plata labrada.
—… encontrado hace tres cuartos de hora —le estaba explicando el policía—. Yo estaba persiguiendo a unos chavales de doce años que se dedicaban a arrancar cables de cobre. —Sacudió la cabeza—. Y de repente he visto este taxi de Nueva York. La matrícula coincidía con la de la orden de búsqueda, así que he dado aviso.
D'Agosta se fijó en el taxi. Apenas quedaba la carcasa: había perdido el techo, le habían saqueado el motor, los asientos habían desaparecido, el salpicadero estaba requemado y parcialmente fundido, y el volante partido en dos.
El jefe del equipo de la policía científica se acercó desde el otro lado del vehículo.
—Esto ya era prácticamente inservible como prueba antes de que llegaran los vándalos —dijo al tiempo que se ponía unos guantes de látex—. Ni papeles ni documentación. Pasaron el aspirador y lo limpiaron bien: todas las huellas dactilares, borradas. Usaron un acelerador especialmente agresivo. Cualquier cosa que los culpables hubieran olvidado, el fuego la habría devorado.
—¿Y el número de serie? —preguntó D'Agosta.
—Lo tenemos. Coche robado. No servirá de mucho. —El experto hizo una pausa—. Nos lo llevaremos al almacén para examinarlo a fondo, pero esto tiene toda la pinta de una limpieza profesional. Crimen organizado.
Pendergast lo escuchó todo sin replicar. Sin embargo, aunque permaneció en silencio, D'Agosta sentía que irradiaba desesperación, una determinación implacable. De pronto sacó del bolsillo del abrigo unos guantes de látex, se los puso y se acercó al vehículo. Tras agacharse (gesto que le arrancó una breve mueca de dolor), dio dos vueltas alrededor del coche para absorberlo todo con sus ojos brillantes mientras recorría el metal chamuscado con la punta de sus largos dedos. Los demás observaron cómo escudriñaba el hueco del motor, la cabina en sus dos partes, delantera y trasera, y el maletero. Cuando empezó a rodear el coche por tercera vez, sacó del bolsillo unas cuantas bolsitas herméticas, algunos tubos de ensayo y un escalpelo. Se arrodilló junto al guardabarros delantero —su cara se arrugó un instante por el esfuerzo— y utilizó el escalpelo para meter virutas de barro seco en una de las bolsas, que selló y guardó de nuevo en el bolsillo. Se levantó y completó el tercer circuito, más despacio que antes. Al llegar a la altura de la rueda trasera derecha, volvió a ponerse de rodillas y, usando un fórceps, sacó varias piedrecillas del perfil del neumático y las metió en otra bolsa. Esta también desapareció rápidamente dentro del bolsillo.
—Eso son… pruebas —empezó a decir el policía.
Pendergast se levantó y se giró hacia él. No dijo nada, pero la fuerza de su mirada hizo que el otro diera un paso atrás.
—De acuerdo. Ténganos al corriente —murmuró el policía.
Pendergast lo atravesó con la mirada. Luego miró a los miembros del equipo científico, uno por uno, y por último a D'Agosta. Había algo acusador en esa mirada, como si todos fueran culpables de una ofensa no nombrada. Después se volvió y se alejó hacia el Rolls-Royce, cojeando un poco y apoyándose en el bastón.
D'Agosta fue tras él.
—¿Y ahora qué?
Pendergast no dejó de caminar.
—Voy a buscar a Helen.
—¿Trabajará… oficialmente? —preguntó D'Agosta.
—No se preocupe por mi estatus.
Su frialdad desconcertó a D'Agosta.
—Prosiga con la investigación oficial del homicidio y el secuestro, y si descubre algo interesante hágamelo saber, pero que no se le olvide que es mi guerra, no la suya.
Al ver que D'Agosta se paraba, Pendergast se dio la vuelta, le puso una mano en el brazo y suavizó el tono.
—A usted le corresponde estar aquí, Vincent. Lo que tengo que hacer, debo hacerlo solo.
D'Agosta asintió con la cabeza. Pendergast se volvió y abrió la puerta del coche al tiempo que acercaba el móvil a su oreja. Justo cuando se cerraba la puerta, D'Agosta le oyó decir:
—¿Mime? ¿Sabe algo? ¿Hay alguna novedad?
Veintiséis horas más tarde
Horace Allerton se disponía a gozar de su actividad favorita (una tarde relajante, con una taza de café y una buena revista científica) cuando llamaron a la puerta de su cuidado bungalow de Lawrenceville.
Dejó la taza y frunció el ceño al mirar el reloj. Las ocho y cuarto, demasiado tarde para que lo visitase algún amigo. Cogió la revista, Stratigraphy Today, y la abrió con un suspiro quedo de satisfacción.
Volvieron a llamar, esta vez con más insistencia.
La mirada de Allerton abandonó la revista para fijarse en la puerta. Podían ser testigos de Jehová, o alguno de esos chicos tan pesados que vendían suscripciones de revistas puerta a puerta. Si no les hacías caso se iban.
Justo cuando empezaba a leer el principal artículo de la publicación («Análisis mecánico estratográfico de estructuras deposicionales») levantó la vista y se llevó el mayor susto de su vida. En medio de su sala de estar había un hombre con un elegante traje negro y la cara tan blanca como Drácula.
—Pero ¿se puede saber qué…? —exclamó saltando del sillón.
—Agente especial Pendergast. FBI.
En sus narices, como por ensalmo, aparecieron una placa y una tarjeta de identificación.
—¿Cómo ha entrado? ¿Qué quiere?
—¿Es usted el doctor Allerton, el geólogo? —preguntó el agente.
Bajo su tono plácido latía una sombra de amenaza. Allerton asintió y tragó saliva.
Pendergast se acercó en silencio a una silla. Fue en ese momento cuando Allerton reparó en su cojera y en su bastón con pomo de plata. El geólogo se reclinó en su sillón de orejas, precavido.
—¿A qué viene todo esto?
—Doctor Allerton —empezó a explicar el agente del FBI al tomar asiento—, vengo a pedirle ayuda. Tiene usted fama de ser un experto en el análisis de la composición del suelo. Me han llamado especialmente la atención sus conocimientos sobre la deposición glacial.
—¿Y?
El agente metió una mano en el bolsillo, sacó dos bolsas de plástico cerradas y las depositó en la mesa de centro, separadas.
Después de un titubeo Allerton se inclinó para examinarlas. Una contenía una muestra de arcilla micácea mezclada con humus y la otra, piedrecitas de granito porfírico.
—Necesito dos cosas: en primer lugar un mapa de distribución del tipo de arcilla que aparece en la primera muestra.
Allerton asintió despacio.
—Las piedras de la segunda muestra proceden de una trituradora de gravilla, ¿verdad?
El geólogo abrió la bolsa y colocó las piedras en la mano. Eran toscas y afiladas, con bordes que no había suavizado el tiempo, la intemperie ni la abrasión glacial.
—Efectivamente.
—Quiero saber de dónde proceden.
Allerton miró las dos bolsas.
—¿Y por qué viene a estas horas de la noche y entra así en mi casa? Debería pedir cita y hablar conmigo en mi despacho de Princeton.
Un leve estremecimiento recorrió las marcadas facciones del agente del FBI.
—Si se tratara de una consulta baladí, doctor, no lo molestaría a horas tan intempestivas. Está en juego la vida de una mujer.
Allerton dejó las bolsas junto a su taza de café.
—¿Qué… plazo de tiempo tenía usted pensado, para ser exactos?
—Es sabido que tiene usted en su sótano un laboratorio de mineralogía pequeño pero de considerable calidad.
—¿Debo… debo entender que quiere que analice las bolsas ahora? —preguntó Allerton.
La única respuesta de Pendergast fue apoyarse en el respaldo, como quien se pone cómodo.
—¡Pero si podría tardar horas! —protestó Allerton.
Pendergast mantuvo fija en él su mirada serena.
Allerton miró el reloj. Eran las ocho y media. Pensó en la revista y en el artículo que tanto le apetecía leer. Después volvió a mirar al agente del FBI, sentado frente a él. Bajo sus ojos de color gris claro había manchas oscuras, como si llevara mucho tiempo sin dormir. La expresión de aquellos ojos, por otro lado, lo incomodaba enormemente.
—Tal vez si me explicara por qué necesita estos análisis en particular…
—Se lo voy a explicar. Estaban en los neumáticos de un coche que según todos los indicios había recorrido cierto trecho de carretera de gravilla, así como el barro del camino de entrada de una casa. Necesito saber dónde.
Allerton cogió las muestras y se levantó.
—Espéreme aquí —dijo.
Justo antes de irse decidió llevarse al sótano la taza de café.
Treinta horas más tarde
Medianoche. Pendergast estaba sentado en su Rolls-Royce, estacionado en punto muerto ante la casa del doctor Allerton.
Había tenido suerte: aquel tipo concreto de granito solo afloraba en una zona donde también había una gravera. Esta última pertenecía a la Reliance Sand and Gravel Company, situada en las inmediaciones de Ramapo, Nueva York. Era una gran empresa que suministraba grava a gran parte del condado de Rockland. Al entrar en la web de Reliance con su ordenador portátil, Pendergast había logrado establecer el alcance geográfico aproximado de la clientela de Reliance y marcarlo en un atlas del condado de Rockland.
Consultó el análisis del barro que le había proporcionado Allerton. Se componía en gran medida de un tipo inhabitual de arcilla, identificado como halloysita micácea erosionada: un mineral que por fortuna no era habitual en la región, aunque, según el geólogo, sí algo más en Quebec y el norte de Vermont. Allerton le había dado un mapa de su distribución geográfica, copiado de una publicación on line.
Pendergast comparó el plano con la zona de distribución de grava que había marcado. Coincidían en un solo sitio, algo menos de tres kilómetros cuadrados al nordeste de Ramapo.
Abrió Google Earth en su portátil y localizó las coordenadas de aquellos tres kilómetros cuadrados de solapamiento. Después aumentó el zoom hasta la resolución máxima del programa y examinó el terreno: cubierto en gran medida de frondosos bosques, quedaba en la frontera del parque estatal Harriman. También había una parte urbanizada, pero eran casas de construcción reciente y todas las carreteras y vías de acceso se veían bien pavimentadas. En otras zonas había algunos caminos de tierra y casas dispersas, así como unas cuantas granjas, pero no se veían indicios de grava. Por fin vio una estructura de aspecto vagamente prometedor: un almacén grande y aislado. El camino de acceso era largo. Había una pequeña zona adyacente de estacionamiento que a juzgar por su textura, clara y con manchas, tenía aspecto de ser grava sobre suelo fangoso.
Cerró el ordenador, lo guardó y se apartó de la acera con un chirrido de neumáticos, rumbo a la autopista de New Jersey.
Una hora y media más tarde aparcó el Rolls-Royce al lado de la carretera, casi un kilómetro después de la planta de residuos sólidos del condado de Rockland, en una zona boscosa lindante con el almacén. A través de los árboles desnudos, iluminados por la luna, vio el edificio, con una sola bombilla encendida frente a la pesada puerta de metal corrugado. Mantuvo vigilado el almacén durante media hora, pero no entró ni salió nadie. Parecía desierto.
Cogió una linterna de bolsillo del asiento trasero y, sin encenderla, salió del coche y se acercó al edificio a través de los árboles sin hacer ruido. Lo rodeó con precaución. Solo había una ventana, pintada de negro.
Encendió la linterna y se puso de rodillas con una mueca de dolor. Después se sacó la muestra de grava del bolsillo y usó la luz para compararla con la del camino de acceso. Coincidían en todo. Acto seguido recogió con el dedo una pequeña muestra de barro de debajo de la grava, y la extendió entre el pulgar y el índice. Idéntica, también.
Tras recorrer como una exhalación la explanada que rodeaba el almacén, se pegó a la pared de metal corrugado y procedió con sigilo en dirección a la fachada. Por fuera era una construcción ruinosa, en desuso, sin ningún tipo de rotulación. Sin embargo, el candado de la única puerta era muy caro y nuevo para un edificio tan destartalado.
Lo levantó con una mano y pasó la otra por encima con un gesto que era casi una caricia. No se abrió de inmediato. Solo cedió al cabo de una manipulación con un pequeño destornillador y una llave de percusión. Pendergast sacó el candado del cierre y entreabrió la puerta lo justo para ver qué había al otro lado, con el arma lista. Oscuridad y silencio. La abrió un poco más, entró y cerró.
Estuvo unos cinco minutos sin moverse, salvo para iluminar el suelo, las paredes y el techo con la linterna. El almacén, prácticamente vacío, tenía el suelo de cemento y las paredes de metal, cubiertas por estanterías. Parecía brindar tan poca información como el taxi quemado.
Efectuó un lento recorrido por el interior, con algunas pausas para examinar lo que llamaba su atención. Recogía algo, hacía una foto, llenaba bolsas de muestras con pruebas casi invisibles… Aunque el almacén pareciera vacío, bajo el ojo inquisitivo de Pendergast empezó a perfilarse una historia que de momento no era más que un palimpsesto fantasmal.
Al cabo de una hora, regresó a la puerta cerrada del almacén, donde se puso de rodillas y distribuyó por el suelo una docena de pequeños sobres de plástico cerrados, cada uno con su correspondiente indicio: virutas de metal, un trozo de cristal, aceite de una mancha en el cemento, un poco de pintura seca, un fragmento de plástico… Fue observando las bolsas, mientras se formaba una imagen en su mente.
El almacén había servido como hangar de vehículos, y a juzgar por la antigüedad y el estado de las manchas de aceite que había por el suelo, en algún momento lo habían usado bastante. En los últimos tiempos, sin embargo, solo había alojado dos vehículos. Uno de ellos (según las vagas huellas de neumático en el suelo de cemento, marca Goodyear, tamaño 215/75-16) era el Ford Escape que había servido como supuesto taxi durante la huida. Las salpicaduras amarillas de una de las paredes, y unos restos de espray en un trozo de madera tirado en un rincón, como hechos con plantilla, indicaban que era en el hangar donde habían convertido el Escape en falso taxi neoyorquino, con su pintura y su falso medallón.
El otro vehículo no era tan fácil de identificar. Las huellas de neumático eran más anchas que las del Escape; Michelin, con toda probabilidad. Podían corresponder a un turismo europeo de lujo y gran potencia, como un Audi A8 o un BMW 750. En la puerta del almacén se apreciaban restos casi invisibles de pintura, debidos a un contacto reciente con el coche. Pendergast los trasladó con gran cuidado a otra bolsa de pruebas, con la ayuda de unas pinzas. Era pintura de automóvil, metálica y de un color poco habitual: marrón oscuro.
Justo cuando examinaba la pintura, vio algo dentro de la estrecha guía de la puerta corredera: una perlita de río.
Casi se le detuvo el corazón.
Al cabo de un momento, ya recuperado, la cogió con las pinzas y la contempló. Visualizó el regreso del taxi, hacía aproximadamente veinticuatro horas. Debía de contener a cuatro personas: el conductor, dos hombres con ropa de jogging y una acompañante involuntaria, Helen. Dentro del almacén la habían trasladado al coche extranjero marrón. Se disponían a salir cuando hubo un incidente, un intento de fuga por parte de Helen, que abrió la puerta del coche (explicación del rastro de pintura). Al reducirla, sus secuestradores le rompieron el collar, cuyas pequeñas perlas se derramaron por la parte trasera del coche, y sin duda por el suelo del almacén. Seguro que se habían dicho palabrotas; tal vez se hubiera producido algún castigo, y prisas por recoger la explosión de perlas esparcidas por el cemento.
Pendergast miró la bolita que brillaba entre los dos extremos de la pinza. Era la única que se habían dejado.
Con Helen a buen recaudo en el segundo coche, los dos vehículos debían de haberse separado. El falso taxi se había ido a Irvington, a perecer entre las llamas. ¿Y el coche marrón?
Se quedó de rodillas diez minutos más, profundamente ensimismado. Después se levantó, entumecido, salió del almacén, echó el candado y regresó sin hacer ruido al Rolls-Royce.
Treinta y siete horas más tarde
Thomas Purview tenía el prurito de llegar siempre a las siete a su bufete de abogados, pero aquella mañana hubo alguien todavía más puntual: un hombre lo esperaba en el antedespacho. Parecía que acabara de llegar. De hecho, casi parecía a punto de intentar abrir la puerta del despacho, cosa del todo improbable, pensó Purview. En el momento en que entró este último, el hombre se giró y se acercó cojeando con un bastón en una mano y la otra tendida.
—Buenos días —dijo Purview al estrechársela.
—Eso está por verse —contestó el desconocido con acento sureño.
Su delgadez lindaba con lo demacrado, y no correspondió a la sonrisa profesional de Purview. Este se preciaba de conocer los problemas de un cliente solo con verle la cara, pero la de aquel individuo era inescrutable.
—¿Viene a verme a mí? —preguntó—. Normalmente no recibo sin cita previa.
—No estoy citado, pero es algo urgente.
Purview reprimió una sonrisa cómplice. Nunca había visto a ningún cliente que no acudiera a él por algo urgente.
—Pase a mi despacho, por favor. ¿Le apetece un café? Todavía no ha llegado Carol, pero se lo preparo en un minuto.
—No, gracias.
Al entrar en el despacho de Purview, el hombre observó con atención los libros de las paredes y la hilera de archivadores.
—Siéntese, por favor.
Entre las siete y las ocho de la mañana, Purview tenía por costumbre disfrutar de la lectura de The Wall Street Journal, pero no pensaba rechazar a un posible cliente, sobre todo en tiempos de crisis.
El desconocido se sentó en una de las muchas sillas del amplio despacho, mientras el abogado lo hacía detrás de la mesa.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó Purview.
—Busco información.
—¿De qué tipo?
El hombre pareció acordarse de algo.
—Disculpe que no me haya presentado: agente especial Aloysius Pendergast, del FBI.
Metió la mano en el bolsillo de la americana, sacó su identificación y la dejó en la mesa de Purview, que la miró sin tocarla.
—¿Es una visita oficial, agente Pendergast?
—Lo que me trae aquí es la investigación de un delito, en efecto. —El agente hizo otra pausa para pasear la mirada de nuevo por la estancia—. ¿Conoce usted la finca situada en el 299 de Oíd County Lañe, Ramapo, Nueva York?
Purview titubeó.
—No me dice nada; claro que he participado en muchas operaciones inmobiliarias por Nanuet y los alrededores.
—La finca en cuestión consiste en un viejo almacén que en estos momentos se encuentra vacío y a todas luces abandonado. La dirección de usted figura como la de la SL propietaria de la escritura, y el letrado que consta en el registro es usted.
—Comprendo.
—Quiero saber quiénes son los auténticos dueños.
Purview se tomó un momento para pensarlo.
—Comprendo —repitió—. ¿Trae usted una orden judicial para que le haga entrega de los documentos?
—No.
Dejó despuntar en su rostro una pequeña sonrisa de superioridad jurídica.
—Pues entonces, como agente federal, sabrá que no puedo infringir de ningún modo la confidencialidad con mis clientes facilitándole la información.
Pendergast se inclinó en la silla. Seguía manteniendo una neutralidad facial inescrutable y turbadora.
—Señor Purview, tiene usted la posibilidad de hacerme un grandísimo favor, por el que será recompensado con creces. Ecce signum.
Volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó un pequeño sobre, que dejó sobre la mesa al mismo tiempo que recuperaba su identificación.
Purview no pudo aguantarse. Abrió un poco el sobre y vio que contenía un fajo de billetes de cien.
—Diez mil dólares —dijo el agente.
Mucho dinero solo por facilitar un nombre y una dirección… Purview empezó a preguntarse de qué se trataba: drogas, tal vez, delito organizado… ¿O quizá una estafa? ¿O incitación al delito? En todo caso no le gustaba.
—Dudo que sus superiores vieran con muy buenos ojos su tentativa de soborno —dijo—. Quédese con el dinero.
Pendergast hizo un gesto como el de ahuyentar a una importuna mosca.
—Le ofrezco una zanahoria.
Y añadió una pausa elocuente, como si se abstuviera de formular la otra mitad de la ecuación.
Purview sintió un escalofrío.
—Todo tiene su procedimiento, agente… mmm… Pendergast. Le ayudaré cuando vea una orden judicial que así me lo indique, no antes. En cualquier caso, no pienso coger el dinero.
Al principio el agente del FBI no contestó. Después, con un levísimo suspiro (imposible saber si de tristeza o de fastidio), cogió el dinero de la mesa y se lo guardó en el bolsillo interior del traje negro.
—Pues lo siento por usted —dijo en voz baja—. Preste atención, por favor. No soy un hombre a quien le sobre el tiempo, sino todo lo contrario. No tengo ganas ni paciencia para discutir sobre minucias legales. Ha demostrado ser una persona honrada. Mejor para usted. ¿Desea que averigüemos hasta qué punto es una persona… valiente? Deje que le diga una cosa: le aseguro que me dará esos documentos. Solo falta saber la cantidad de mortificación que deberá soportar antes de dármelos.
Thomas Purview no se había dejado intimidar por nadie en toda su vida adulta, y no tenía intención de que fuera la primera vez. Se levantó de la mesa.
—Haga el favor de marcharse, agente Pendergast; si no avisaré a la policía.
Ni aun así Pendergast dio muestras de ponerse en pie.
—Las actas del almacén en cuestión son relativamente viejas —dijo—. Unos veinte años. No están disponibles en formato digital. Lo he comprobado. Pero hay tanta información que sí lo está… Flota por el éter virtual, señor Purview. No hay más que alargar el brazo y cogerla. Y yo dispongo de una fuente, alguien de gran talento, a quien se le da excepcionalmente bien esto último. Me ha facilitado otra dirección de la que considero que deberíamos hablar; aparte de la de Oíd County Lañe 299, quiero decir… Se trata de una dirección de especial interés.
Purview levantó el teléfono y empezó a marcar el 911.
—Park Avenue South 129.
La mano se quedó en el aire.
—Verá, señor Purview —añadió Pendergast—, el material disponible en internet no se reduce a informes y documentación. También hay fotos; grabaciones de cámaras de seguridad, por ejemplo, si se sabe cómo acceder a ellas.
Pendergast metió la mano en su traje y sacó una libreta.
—Durante las últimas horas, mi… esto… fuente ha enviado un gusano por la espina dorsal de la red y ha usado software de reconocimiento para encontrar imágenes de su cara. Entre otros sitios las ha encontrado en las cámaras de seguridad de esta dirección específica.
Purview se había quedado muy quieto.
—En ellas aparece usted en compañía de una tal Felicia Lourdes, del apartamento 14-A. Una chica preciosa, que podría ser su hija. Y tiene usted varias. Hijas, me refiero. ¿Correcto?
Purview no dijo nada. Colgó lentamente el teléfono.
—En las imágenes de seguridad aparecen ustedes en el ascensor, protagonizando un apasionado abrazo. Muy conmovedor. Y son bastantes, las imágenes… Será amor sincero, digo yo, ¿verdad?
Otro silencio.
—¿Qué dijo Hart Crane sobre el amor? Que es «una cerilla apagada que se desliza por un urinario». ¿Por qué se arriesgarán tanto las personas? —Pendergast sacudió la cabeza, apenado—. Park Avenue South 129. Muy buen barrio. Me pregunto cómo la señorita Lourdes puede permitírselo. Lo digo por su trabajo de pasante. —Hizo una pausa—. A quien le interesaría sobremanera la dirección es a su esposa, huelga decirlo.
Silencio, todavía.
—Estoy desesperado, señor Purview. No vacilaré en tomar medidas inmediatas si no accede a cumplir mi petición. De hecho, en tal caso, me vería obligado a acudir a instancias superiores.
La palabra quedó flotando en el aire como un mal olor.
Purview pensó un momento.
—Creo que voy a salir un cuarto de hora del despacho para dar un paseo. Si en ese tiempo entrase alguien sin permiso y rebuscara en mis archivos… en fin, no me constaría ni su identidad ni el acto en sí; sobre todo si los archivos en cuestión se dejaran como si no los hubiera tocado nadie.
Pendergast se quedó donde estaba, mientras Purview cogía el The Wall Street Journal, salía de detrás de la mesa e iba hacia la puerta. Se giró con la mano ya en el pomo.
—Por cierto, para evitarnos líos, pruebe con el segundo cajón del tercer archivador. Un cuarto de hora, agente Pendergast.
—Que disfrute del paseo, señor Purview.
Cuarenta horas más tarde
Llevaba cuarenta horas con los ojos vendados, y en constante movimiento. La habían metido en el maletero de un coche, en la parte trasera de una camioneta y en lo que supuso que era la bodega de un barco. Tantos traslados furtivos la habían desorientado, haciéndole perder la noción del tiempo. Tenía frío, hambre y sed. Aún le dolía la cabeza por el golpe salvaje recibido en el taxi. No le habían dado nada de comer, y el único líquido que le habían ofrecido era una botella de plástico con agua que le habían puesto en la mano hacía un rato.
Ahora volvía a estar en el maletero de un coche. Durante varias horas cruzaron a toda velocidad lo que parecía una autopista. Luego el coche redujo la velocidad y giró varias veces. Por el traqueteo, Helen concluyó que iban por una pista de tierra.
En todos los traslados entre cárceles improvisadas, sus secuestradores se habían mantenido en silencio. Ahora, al reducirse el ruido de la conducción, los oyó murmurar en la otra punta del vehículo. Hablaban en una mezcla de portugués y alemán que entendió a la perfección, pues había aprendido ambas lenguas antes incluso que el inglés o el húngaro, idioma nativo de su padre. Era, con todo, un murmullo muy leve, que no le permitía distinguir casi nada excepto el tono, que le pareció de irritación y prisa. Calculó que eran cuatro.
Tras varios minutos de viaje accidentado, el coche se detuvo. Oyó abrir y cerrar puertas, y caminar sobre grava. Después abrieron el maletero, y sintió aire frío en la cara. Una mano la cogió por el brazo, la hizo sentarse y la sacó de allí. Se tambaleó y se le doblaron las rodillas. La presión de la mano que la sujetaba aumentó al evitar que Helen cayera. Después la empujaron sin mediar palabra.
Qué raro que no sintiera nada… Ninguna emoción; ni tan siquiera pena o miedo. Después de tantos años de permanecer oculta, de temor e incertidumbre, aparecía su hermano y le daba la noticia con la que tanto había soñado, pero a la que se había resignado que jamás llegaría a oír. Durante un día, uno solo, la había enardecido la esperanza de volver a ver a Aloysius, de reanudar su existencia en común y vivir una vez más como un ser humano normal. Y de repente se la arrebataban, mataban a su hermano y pegaban un tiro a su marido, que también podía estar muerto.
Se sentía como un recipiente vacío. Habría sido mejor no haber tenido nunca esperanzas.
Oyó el crujido de una puerta. La condujeron al otro lado del umbral. El aire de la sala olía a cerrado y humedad. La obligaron a cruzar la estancia, y a través de lo que le pareció otra puerta la hicieron entrar en otro espacio todavía más mohoso. Quizá fuera una casa en medio del campo, vieja y deshabitada. Finalmente la mano soltó su brazo, y notó en sus corvas la presión de un asiento. Se sentó y posó su única mano en el regazo.
—Quitádsela —dijo una voz en alemán, que reconoció enseguida.
Percibió un ligero roce en la cabeza y le retiraron la venda.
Parpadeó dos veces. La habitación estaba oscura, pero después de estar vendados tanto tiempo sus ojos no necesitaban aclimatarse. Oyó que alguien se alejaba por detrás, y que la puerta se cerraba. Después, al levantar la vista, topó con la mirada de Wulf Konrad Fischer; envejecido, por supuesto, pero tan fuerte y musculoso como siempre. Estaba delante de ella, en una silla, con las manos entre las piernas separadas. Al moverse un poco, arrancó una queja a la silla que soportaba su fornido cuerpo. Con sus penetrantes ojos claros, su piel muy bronceada y su cabello, tupido, corto y blanco, exudaba perfección teutónica. La fría sonrisa con que la miraba distorsionaba sus labios; un gesto que Helen recordaba demasiado bien. La apatía y el vacío dieron paso a una punzada de miedo.
—No esperaba recibir una visita de los muertos —dijo Fischer en un tono seco—, pero aquí está: fräulein Esterhazy… perdón, frau Pendergast, que abandonó este mundo hace más de doce años.
Sus ojos brillaron al mirarla, con algún tipo de mezcla entre la diversión, la rabia y la curiosidad.
Helen no dijo nada.
—Natürlich, ahora que lo pienso me doy cuenta de lo que pasó. El peón sacrificado fue tu hermana gemela, der Schwächling. ¡Ya veo que después de tanto protestar, después de tanta indignación de mojigata, aprendiste de nosotros a las mil maravillas! Casi me siento honrado.
Helen siguió callada. Empezaba a sentir de nuevo la apatía. Mejor estar muerta que vivir con aquel dolor.
Fischer la miraba atentamente, como si calibrase el efecto de sus palabras. Sacó de su bolsillo un paquete de Dunhill y encendió un cigarrillo con un mechero de oro.
—Supongo que no querrás contarnos dónde has estado tanto tiempo, ni si has tenido algún otro cómplice en el pequeño engaño, aparte de tu hermano… Ni si has hablado con alguien sobre nuestra organización…
Ante la falta de respuesta, dio una larga calada al cigarrillo y ensanchó su sonrisa.
—No importa, ya habrá tiempo… cuando hayas vuelto a casa. Seguro que estarás encantada de explicárselo todo a los médicos; antes de que empiecen los experimentos, me refiero.
Helen permaneció en silencio. Fischer había usado la palabra Versuchsreihe, cuyo significado, para ella, iba más allá de «experimentos». Al pensar en lo que comportaba, al recordarlo, de pronto tuvo pánico. Se puso en pie de un salto y salió disparada hacia la puerta. Fue un acto irracional e instintivo, que nacía de la atávica necesidad de sobrevivir; pero en el momento en que corría hacia la puerta esta se abrió y aparecieron sus secuestradores justo al otro lado. Helen no frenó. La fuerza del impacto echó a los dos primeros hacia atrás, pero los otros la cogieron y la sujetaron con dureza. Tuvieron que intervenir los cuatro para reducirla y arrastrarla de nuevo hacia la sala.
Fischer se levantó y dio otra calada al cigarrillo, mientras asistía a la feroz y muda resistencia de Helen. Después echó un vistazo a su reloj.
—Es la hora de irnos —dijo. Volvió a mirar a Helen—. Creo que será mejor preparar la jeringuilla.
Cuarenta y cuatro horas más tarde
A las dos y media de la tarde llamaron a la puerta. Kurt Weber dejó su botella de té azucarado, se dio unos toquecitos en la comisura de los labios con un pañuelo de seda, apagó la pantalla del ordenador y cruzó el suelo de baldosas para ir a ver quién era. Un vistazo a través de la mirilla le permitió identificar a un hombre de aspecto respetable.
—¿Quién es?
—Busco la empresa importadora Freiheit.
Weber se metió el pañuelo en el bolsillo del pecho y entreabrió la puerta.
—Dígame.
El hombre del pasillo era delgado, con unos ojos penetrantes de color plateado y un pelo de un rubio casi blanco.
—¿Puede concederme un minuto? —preguntó.
—Por supuesto.
Weber abrió del todo la puerta e indicó un asiento a su visitante. El traje de este último era sencillo (todo negro), pero de muy buena tela, y de corte refinado. Weber, gran amante desde siempre de la moda, se sorprendió arreglándose los puños de manera inconsciente al situarse detrás de su escritorio.
—Qué interesante —dijo el recién llegado, mirando a su alrededor— que lleve la empresa en un hotel.
—No ha sido siempre un hotel —contestó Weber—. En 1929, cuando lo construyeron, se llamaba edificio Rhodes-Haverty, y cuando se convirtió en hotel no me pareció necesario cambiar de oficina. Las vistas de la parte vieja de Atlanta son insuperables.
Weber se sentó.
—¿En qué puedo servirlo?
Casi seguro que era una visita por error, porque las «importaciones» a las que se dedicaba Weber tenían un solo cliente privado, pero no era la primera vez que venían a verlo, y en esos casos siempre se mostraba educado, para dar la impresión de que era una empresa legal.
El visitante tomó asiento.
—Solo tengo una pregunta. Si responde me iré.
Por alguna razón, su tono hizo que Weber titubease antes de contestar.
—¿De qué pregunta se trata?
—¿Dónde está Helen Pendergast?
«No puede ser», pensó Weber.
—No tengo la menor idea de qué me está hablando —fue lo que dijo.
—Es usted el propietario de un almacén en el sur del estado de Nueva York. Fue en ese almacén donde se puso en marcha la operación de secuestro de Helen Pendergast.
—Lo que dice no tiene sentido. Visto que no le trae aquí ningún negocio, no tengo más remedio que pedirle que se vaya, señor…
Weber abrió el cajón central de su escritorio sin dejar de hablar, tranquilamente, e introdujo la mano.
—Pendergast —dijo el desconocido—, Aloysius Pendergast.
Weber sacó su Beretta del cajón, pero el tal Pendergast debió de leerle el pensamiento, porque se abalanzó sobre él sin darle tiempo de apuntar y le arrancó la pistola, que resbaló por el suelo. Mientras tenía cubierto a Weber con otra arma, aparecida como por arte de magia, recogió la Beretta, se la puso en el bolsillo y regresó a su asiento.
—¿Hacemos otro intento? —preguntó en un tono razonable.
—No tengo nada que decirle —repuso Weber.
Pendergast sopesó la pistola.
—¿Tan poco valora su vida? ¿En serio?
Weber había recibido una instrucción muy esmerada sobre el interrogatorio y sus técnicas: cómo administrarlas y también resistirlas. Otra cosa que le habían enseñado era cómo debía comportarse frente a los demás alguien de sangre y cuna superior.
—No me da miedo morir por lo que creo —dijo Weber.
—Ya somos dos. —Pendergast hizo una pausa—. ¿Y en qué cree usted, exactamente?
Weber se limitó a sonreír.
Pendergast paseó de nuevo su mirada por todo el despacho, hasta posarla una vez más en Weber.
—Lleva usted un traje muy bonito —añadió el agente.
Aunque lo estuvieran apuntando con un Cok de gran calibre, Weber sentía una calma absoluta y un dominio total de su persona.
—Gracias.
—¿Por casualidad es de Hardy Amies, como los que me hacen a mí?
—No, por desgracia; Taylor and Merton, a pocos números de Amies, también en Savile Row.
—Veo que nos une el amor por las buenas prendas. Imagino que tendremos otros intereses en común aparte de los trajes. Las corbatas, por ejemplo. —Pendergast acarició la suya—. En otros tiempos solía tener preferencia por las parisinas de confección artesanal, como Charvet, pero últimamente me decanto por Jay Kos. Como la que llevo ahora. Baratas no es que sean, porque cuestan doscientos dólares, pero en mi opinión los valen con creces. —Sonrió a Weber—. ¿A usted quién le hace las corbatas?
Weber pensó que si era una técnica de interrogatorio novedosa, no funcionaría.
—Brioni —contestó.
—Brioni —repitió Pendergast—. Bien. Sabia decisión.
De pronto, con la misma rapidez de antes, que parecía más una explosión que un movimiento, Pendergast se levantó como un resorte, saltó encima de la mesa y cogió a Weber por el cuello. Arrastrándolo hacia atrás con una fuerza sobrecogedora, subió la guillotina de la ventana más próxima y empujó por ella a Weber, que se resistía. La víctima, aterrorizada, se cogió a ambos lados del marco. Oía el tráfico de Peachtree Street, veinte pisos más abajo, y sentía ascender la corriente de aire.
—Me encantan las ventanas de estos rascacielos antiguos —dijo Pendergast—. Estas sí que se abren. Tenía usted razón sobre las vistas.
Weber se aferraba desesperadamente a la ventana, sin poder apenas respirar por el terror.
Pendergast descargó la culata de su pistola en los dedos de la mano izquierda de Weber, rompiéndole los huesos. Después hizo lo mismo con la otra. Weber chilló al sentirse empujado al vacío. Sus brazos hacían aspavientos inútiles, mientras sus piernas seguían prendidas al alféizar. Pendergast evitó la caída cogiéndolo por la corbata. Lo alejó aún más de la ventana y lo sostuvo con el brazo extendido.
Weber ejercía una presión frenética sobre el alféizar con las pantorrillas para no descolgarse mientras luchaba para poder respirar.
—Siempre hay que saber lo que se tiene en el ropero, y sus limitaciones —dijo Pendergast, sin abandonar su tono ligero y coloquial—. Mis corbatas Jay Kos, por ejemplo, son de siete pliegues y de seda italiana, tan resistentes como bonitas.
Dio un brusco tirón a la de Weber, que se quedó sin respiración al sentir que una de sus piernas empezaba a deslizarse por el alféizar. Intentó trabarla, como antes. También quiso hablar, pero la corbata lo asfixiaba.
—Hay otros fabricantes que a veces abaratan costes —añadió Pendergast—. Una sola costura, dos pliegues… Ya me entiende. —Volvió a tirar de la corbata—. Por eso quiero cerciorarme de la calidad de su corbata antes de volver a hacerle mi pregunta.
Tirón.
La corbata de Weber hizo un ruido brusco al empezar a desgarrarse. Weber se la quedó mirando sin poder reprimir un grito.
—Vaya, vaya —dijo Pendergast, decepcionado—. ¿Brioni? No creo. Puede que le hayan engañado con una falsificación; o que sea usted quien abarata costes y me engañe acerca de sus proveedores…
Tirón.
La corbata ya estaba medio rota por su parte más gruesa. Weber vio con el rabillo del ojo que en la calle se estaba formando una multitud que señalaba hacia arriba. Oyó gritos lejanos, mientras sentía que empezaba a marearse. El pánico era más fuerte que él.
Tirón. Ras…
—¡Vale! —chilló, tratando de clavar sus dedos rotos y torcidos en la mano de Pendergast—. ¡Hablaré!
—Que sea deprisa, porque esta corbata barata no aguantará mucho más.
—Va a… va a salir esta noche del país.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—En avión privado. Fort Lauderdale. Aeropuerto Pettermars. A las nueve.
Mediante un último y brutal tirón, Pendergast metió de nuevo a Weber en el despacho.
—Scheiße! —gritó Weber al quedarse en el suelo en posición fetal, cogiéndose las manos destrozadas—. ¿Y si se me hubiera roto del todo la corbata?
Lo único que hizo Pendergast fue sonreír un poco más. Weber lo comprendió de golpe: era un hombre sometido a la mayor tensión que se pudiera sufrir sin enloquecer.
Pendergast dio un paso hacia atrás.
—Si ha dicho usted la verdad, y recupero a Helen sin incidentes, no tendrá que preocuparse por volver a verme; pero si me ha engañado le haré otra visita.
Se paró justo cuando se dirigía hacia la puerta. Se aflojó la corbata para deshacer el nudo y lanzársela a Weber.
—Aquí tiene el original. Acuérdese de lo que he dicho sobre el abaratamiento de costes.
Y tras una última y fría sonrisa abandonó el despacho.
Cuarenta y cinco horas más tarde
El aeropuerto Pettermars. Pendergast tenía algo menos de seis horas para recorrer mil cien kilómetros.
Una consulta rápida a los aeropuertos de la zona le indicó que no había vuelos comerciales factibles, ni vuelos chárter disponibles con tan poca antelación. Tendría que ir en coche.
Había llegado a Atlanta en avión y había cogido un taxi desde el aeropuerto. Necesitaría alquilar un vehículo. Una vez localizada una agencia a pocas manzanas de Peachtree Street eligió un Mercedes Benz SLS AMG nuevo, rojo vivo, y contrató un viaje de ida a Miami con seguro a todo riesgo, a un precio astronómico.
A pesar de que aún no fuera la hora punta, el famoso tráfico de Atlanta ya embotellaba los accesos a las autopistas. Pendergast se metió en la interestatal 75 en dirección al sur y pisó rápidamente el acelerador, cruzando al vuelo una zona en construcción sin abandonar el arcén derecho. Tal como esperaba, el ensordecedor rugido del feroz motor de quinientos sesenta y tres caballos del Mercedes llamó la atención y lo ayudó a abrirse camino. Siguió por el arcén, disparado a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, hasta pasar por un control oculto de velocidad.
Magnífico.
De un terraplén salió lanzado un policía estatal de Georgia, con todas las sirenas y luces encendidas. Pendergast frenó tan deprisa que el coche patrulla estuvo a punto de chocar con él. En menos de lo que tardó el agente en anotar la matrícula, Pendergast ya estaba fuera del coche, con la placa en alto, dando zancadas hacia el vehículo policial mientras le hacía señas con la mano de que bajara la ventanilla.
Al llegar al vehículo, se guardó otra vez la placa.
—FBI, delegación de Nueva York. Tengo una misión urgente, de máxima prioridad.
La mirada del agente saltó de Pendergast a la placa y el Mercedes, y viceversa.
—Mmm… Sí, señor.
—El coche lo he tenido que improvisar. Escúcheme con atención: me dirijo al aeropuerto Pettermars, cerca de Fort Lauderdale, por las interestatales 75, 10 y 95.
El agente, que no le quitaba la vista de encima, tuvo que hacer un esfuerzo para no perder el hilo.
—Le voy a pedir que dé un aviso por radio y me autorice para seguir velozmente y sin restricciones el itinerario que le he dicho. Sin paradas. Tampoco acompañantes: iré demasiado deprisa. No creo que haya problemas para reconocer mi coche. ¿Me he explicado bien?
—Sí, señor, pero nuestra jurisdicción se acabará en cuanto salga de Georgia.
—Que el mayor al mando llame a su homólogo de Florida.
—¿Y no sería mejor que la delegación de Nueva York del FBI…?
—Ya le he dicho que es una emergencia. No tenemos tiempo. Haga lo que le he pedido.
—Sí, señor.
Pendergast corrió a su coche y dejó un rastro de goma de cien metros al acelerar, sumiendo al policía en una nube azul.
A las cuatro de la tarde había pasado Macon y seguía hacia el sur como una flecha. Los coches, las señales de tráfico, el paisaje, pasaban como breves manchas de color. De pronto, tras doblar una curva, vio una hilera de luces rojas de freno: dos tráilers subían lentamente una cuesta, el uno junto al otro; al intentar adelantar, el de la izquierda frenaba a los demás conductores, algo de lo más ruin en una autopista de dos carriles.
Pendergast volvió a incorporarse y alejarse del arcén e hizo parpadear los faros para adelantar a la fila de coches, hasta quedar directamente detrás del camión de la izquierda, que no solo ignoró la bocina y las luces de Pendergast, sino que si algo hizo fue ir un poco más despacio, por inquina.
La autopista dibujaba una curva a la derecha. Como a menudo ocurre, el camión del carril lento empezó a invadir el arcén. Pendergast aprovechó la ocasión para colocarse de nuevo en el de la izquierda. Tal como esperaba, el camionero de delante también se desplazó a la izquierda para cerrarle el paso. Era su oportunidad. Redujo un poco la velocidad. Después cambió la transmisión al modo manual, se escoró bruscamente hacia el hueco creado entre los dos tráilers y usó el cambio semiautomático para acelerar ruidosamente de ochenta a ciento cuarenta kilómetros por hora en tres segundos, lanzándose por la autopista vacía hasta dejar muy lejos a los dos camiones. La maniobra le valió dos notas iracundas de bocina de aire.
Siguió conduciendo sin parar. De vez en cuando se metía en el arcén izquierdo o el derecho para adelantar a alguien. Con los más recalcitrantes usaba el claxon y las luces, y a veces los hacía cambiar de carril por miedo, mediante el sistema de acercarse por detrás a gran velocidad sin frenar hasta el último segundo. A las cinco y media había dejado atrás Valdosta y cruzaba la frontera con Florida.
Sabía que el itinerario más directo tenía sus problemas, ya que implicaba atravesar Orlando, con su madeja de accesos atascados y llenos de turistas, así que giró hacia el este por la interestatal 10 rumbo a la costa atlántica. No era una alternativa muy satisfactoria, pero sí la que tenía mayores probabilidades de éxito. En Jacksonville giró hacia el sur y volvió a la interestatal 95.
Paró a repostar en las afueras de Daytona Beach: tras entregar un billete de cien, pisó el acelerador sin esperar el cambio, para sorpresa del encargado.
El tráfico de la autopista empezó a disminuir al hacerse de noche, y los tráilers de largo recorrido iban a mayor velocidad. Pendergast, que había bajado la capota de cristal para mantenerse despierto con el viento nocturno, forzaba el coche al máximo para hilvanar su recorrido entre los camiones. Titusville, Palm Bay y Júpiter pasaron como simples manchas de luz. Al llegar a Boca Ratón activó el GPS e introdujo su destino.
Había conducido a un promedio de doscientos kilómetros por hora.
El aeropuerto Pettermars, situado a quince kilómetros al oeste de Coral Springs, se recortaba en el flanco oriental de los Everglades. Al acercarse a él por el enorme extrarradio de Fort Lauderdale, Pendergast distinguió una torrecita, unas cuantas mangas de viento y un parpadeo de luces de pista.
Las nueve menos cinco. Vio aparecer la pista del aeropuerto tras un pasto descuidado. Junto al hangar más próximo calentaba motores un monomotor de hélices con capacidad para seis personas.
Pendergast frenó con un chirrido de neumáticos delante del operador de base fija y corrió lo más deprisa que le permitía su cojera hasta acceder al edificio, de una sola planta, pintado de amarillo.
—¿Adónde va aquel avión? —preguntó, sacando su placa, al único administrativo que había en el mostrador—. Es una emergencia del FBI.
El hombre se los quedó mirando, a él y la placa. Solo titubeó un momento.
—El plan de vuelo que han dado es a Cancún.
Cancún. Probablemente fuera un falso destino. Aun así, indicaba que el avión iba hacia el sur y cruzaría la frontera.
—¿Esta noche hay algún otro vuelo programado?
—Un Lear que llegará de Biloxi dentro de una hora y media. ¿Le puedo ayudar de alguna manera a…?
Pero el administrativo hablaba con el aire. Pendergast había desaparecido.
Al salir del edificio, Pendergast corrió al Mercedes y se subió a él. El avión ya rodaba hacia la pista, con el motor en marcha. Alrededor del hangar y de la pista de rodaje había una valla de seguridad, con la verja de tela metálica cerrada. No quedaba tiempo. Pendergast dirigió el coche hacia la verja y pisó a fondo el acelerador. El Mercedes rugió al salir disparado y arrancar los dos batientes, que rodaron por la pista.
El avión ya se alejaba por la pista de despegue, acelerando lentamente. Pendergast se colocó a su altura y miró la cabina. El piloto llamaba la atención: alto y muy musculoso, con la piel muy bronceada y un pelo de un blanco inmaculado. El ocupante del asiento contiguo miró el Mercedes a través de la ventana. Era uno de los corredores que habían atrapado a Helen en Central Park. Al reconocer a Pendergast sacó rápidamente una pistola y disparó por la ventana.
Después de esquivar el disparo, Pendergast se arrimó al ala, donde no podía alcanzarlo el tirador. Mientras adaptaba la velocidad del coche a la del avión, sopesó brevemente la posibilidad de cortarle el paso, pero era muy posible que el aeroplano se descontrolase, y Helen iba a bordo. Al final optó por acercarse todavía más al ala, sin cambiar de velocidad, y abrir la puerta. Esperó con el cuerpo en tensión. En el momento oportuno, se lanzó desde el coche en movimiento al tren de aterrizaje derecho. Un error ínfimo de sincronización hizo que resbalase por las riostras, y que por un instante sus pies se vieran arrastrados por la pista. Una flexión poderosa de sus brazos lo hizo despegarse del asfalto y adoptar una posición más segura, acompañada de una mueca de dolor a causa de la herida de la pierna.
El avión aceleraba rápidamente; ya iba a más de treinta nudos, y el viento azotaba el pelo y la ropa de Pendergast, que se subió al tren de aterrizaje hasta quedar justo debajo del ala. Se inclinó y desenfundó la pistola. Distinguía a duras penas la silueta del corredor en el asiento del copiloto. Por lo demás, el ala le tapaba toda la visión de los pasajeros.
Ya se veía el final de la pista. Al otro lado solo había pastos y marismas. El piloto parecía tener dificultades para compensar el peso suplementario y la resistencia. Pendergast se inclinó un poco más. El corredor asomó la cabeza por la ventanilla y escrutó la oscuridad, buscándolo. Justo cuando el avión despegaba, Pendergast apuntó con gran cuidado y, adoptando una postura casi horizontal respecto al tren de aterrizaje, disparó al corredor en plena cara.
Un grito acompañó el impacto, que arrojó hacia atrás la cabeza de la víctima. Su cuerpo se contrajo de manera brusca, involuntaria. Después se abrió la puerta, y el cadáver rodó hasta estamparse en la pista como media res, justo cuando volvía a elevarse el avión. Sobrevolaron las marismas. En cualquier momento recogerían el tren de aterrizaje.
Pendergast pensó deprisa. El avión ya estaba a diez metros del suelo. Después de enfundarse la pistola se puso en equilibrio sobre la riostra horizontal, al lado de la rueda, sacó un bolígrafo de su bolsillo y lo clavó en la pequeña lengüeta del colector de combustible, en la base del carenado. Justo cuando empezaba a zumbar el mecanismo hidráulico de la rueda, se preparó para saltar del tren de aterrizaje. Manteniéndose en el ángulo correcto de entrada, alcanzó las marismas con un tremendo chapuzón, hundiéndose en el agua y en el barro del fondo.
Cincuenta y tres horas más tarde
Pendergast estaba al final de la pista 29-R del aeropuerto Pettermars, sentado en un montante de acero. Era una noche oscura, sin estrellas, iluminada solo por las líneas paralelas de luces de pista que se alejaban hacia el horizonte. Al desprenderse del avión se le había reabierto la herida de bala. Había conseguido detener la hemorragia y hecho todo lo posible por limpiar de barro fétido la herida. Necesitaría atención médica más precisa y tratamiento antibiótico, pero de momento tenía cosas más importantes que hacer.
Por encima de su hombro, a cientos de metros de altitud, empezó a dibujarse otra luz: un avión que se acercaba. Poco a poco se diferenciaron las luces de posición y las de aviso. Al cabo de un minuto pasó un Learjet 60 a unos siete metros por encima de su cabeza y se dispuso a aterrizar con un fragor de motores en empuje inverso cuya estela levantó una polvareda brutal.
Pendergast no se fijó.
Ya había registrado el cadáver del corredor, oculto entre las hierbas altas al final de la pista. El derribo de la verja había despertado una brusca actividad en el aeródromo. Había venido la policía para peinar toda la zona, pero se había llevado el Mercedes sin encontrarlos a él ni al muerto.
Desde entonces todo estaba en calma. Pendergast se levantó y rodeó la pista sin abandonar la oscuridad de la hierba, hasta llegar a la gasolinera del aeropuerto, donde había un vetusto teléfono de pago que por algún milagro todavía funcionaba. Llamó a D'Agosta.
—¿Dónde está? —dijo una voz en Nueva York.
—Eso no importa. Emita una orden de búsqueda y captura de un monomotor Cessna 122 con indicativo noviembre ocho siete nueve foxtrot Charlie. Ha salido para México con plan de vuelo a Cancún, pero efectuará un aterrizaje forzoso en un radio de… —Pensó un poco—. Trescientos kilómetros en torno a Fort Lauderdale, a causa de una pequeña fuga en la línea de combustible.
—¿Cómo sabe que tiene una fuga?
—Porque la he provocado yo, clavando un tubo de plástico hueco en el colector. Desde la cabina no pueden remediarlo.
—Tiene que explicarme qué coño pasa…
—Cuando tenga novedades llámeme a este número.
—Espere, Pendergast, por Dios…
Pendergast colgó y salió de la luz que rodeaba la cabina de teléfono, retirándose a la oscuridad de un aparcamiento vacío repleto de palmitos. Se tumbó a esperar en el suelo, debilitado por la pérdida de sangre.
Media hora después oyó sonar el teléfono. Se levantó y fue a la cabina, mareado.
—¿Diga?
—Tengo novedades sobre la orden de búsqueda. El avión ha aterrizado hará unos diez minutos en una pista muy pequeña de las afueras de Andalusia, Alabama. Se ha quedado sin tren de aterrizaje.
—Siga.
—Deben de haber llamado antes, porque los esperaba una camioneta. En la pista solo había una persona, un tipo que tomaba café en el hangar. Ha visto que entraban varios tíos en la camioneta y que se iban cagando leches hacia la… —Una pausa—. Reserva Nacional Forestal de Conecuh. El avión lo han dejado en la pista, como si nada.
—¿El testigo ha visto la matrícula de la camioneta?
—No, estaba demasiado oscuro.
—Avise a la policía de carreteras de Alabama y emita una orden de búsqueda y captura en todos los pasos fronterizos. Van a México. Lo llamaré más tarde. Mi móvil está fuera de servicio.
Una pausa reticente.
—Cuente con ello.
—Gracias.
Pendergast colgó.
Se quedó unos diez minutos sin moverse, sentado en la húmeda oscuridad. Después regresó a la cabina y marcó otro número.
—Sí —dijo la voz aguda, entrecortada, de Mime, el hacker de vida recluida y discutible ética cuyo único contacto con el resto del mundo era justamente Pendergast.
—¿Algo nuevo?
—Pues no sé, poca cosa. Esperaba conseguir algo más antes de comentarle…
Su voz aguda hizo una pausa dramática e incitante.
—No tengo tiempo para juegos, Mime.
—Vale, vale —se apresuró a decir Mime—. He estado escuchando el espionaje electrónico de nuestros amigos de Fort Meade; podríamos decir que vigilando a los vigilantes. —Se rió—. ¿Sabe que, por mucho que digan que no, sí que controlan las llamadas y los e-mails nacionales? He aislado una conversación telefónica que creo que es del grupo que llama usted Der Bund.
—¿Está seguro?
—Es difícil estarlo al cien por cien, amigo. Las transmisiones están encriptadas. Lo único que he podido averiguar es que están en alemán. He reconocido algún que otro nombre. Según la triangulación gubernamental de la señal de móvil, se movía deprisa por el centro y el noroeste de Florida.
—¿A qué velocidad?
—La de un avión.
—¿Cuándo?
—Hace setenta minutos.
—Debía de ser el avión que acaba de aterrizar en Alabama. ¿Qué más?
—Nada, solo unas cuantas palabras sin encriptar en español que se referían a un lugar: Cananea.
—Cananea —susurró Pendergast—. ¿Dónde queda eso?
—Es un pueblo de Sonora, en México… a cincuenta kilómetros de la frontera, en medio de la nada.
—Deme una idea del pueblo.
—Según mis investigaciones, tiene treinta mil habitantes. Antiguamente fue muy importante como centro de la minería de cobre, y hubo una huelga sofocada con sangre que contribuyó a desencadenar la Revolución mexicana. Ahora lo único que hay es un par de fábricas en la parte norte.
—¿Ubicación geográfica?
—De Cananea sale un río que va hacia el norte y cruza la frontera de Arizona; el San Pedro, se llama: uno de los pocos ríos del continente que fluyen hacia el norte. Es una ruta importante de contrabando de droga e ilegales. Lo que ocurre es que el desierto de la zona es brutal. Es donde acaban muertos muchos de los que pretenden emigrar. Parece que allá la frontera queda aislada de la hostia; solo es una alambrada, aunque hasta el culo de sensores y patrullas. Y con un dirigible cautivo que de noche ve hasta un cigarrillo en el suelo.
Pendergast colgó el auricular. Tenía su lógica. Sin el avión, y previendo las órdenes de búsqueda y captura en las fronteras, los raptores de Helen habrían tenido que buscar una manera clandestina de cruzar a México, y el corredor del San Pedro hacia Cananea era tan válido como cualquier otra.
Sería su última oportunidad de interceptarlos.
Se alejó de la cabina a trompicones. Aún le daba vueltas la cabeza, y no tuvo más remedio que sentarse bruscamente en el suelo. Estaba débil y exhausto. Perdía sangre y llevaba más de dos días sin dormir ni alimentarse. Sin embargo, aquella súbita debilidad era algo más que física. Su mente, todo su ser estaban heridos.
Analizó a regañadientes su maltrecho estado psicológico. No sabía qué sentía por Helen en aquel momento, si la quería aún o no. Durante doce años la había dado por muerta, una idea a la que se había resignado. Y ahora estaba viva. De lo único que estaba seguro era de que si no hubiera insistido en volver a verla, si no hubiera echado la cita a perder, Helen aún estaría a salvo. Era un fracaso que debía subsanar. Tenía que rescatarla de Der Bund, no solo por la integridad de Helen, sino por la suya propia. De lo contrario…
No se permitió pensar en el «de lo contrario». Lo que hizo en cambio, recurriendo a sus últimas fuerzas, fue ponerse en pie. Tenía que llegar a Cananea como fuese.
Cojeó hacia el aparcamiento del aeródromo, bañado por lámparas de sodio. Solo había un coche aparcado, un viejo Eldorado marrón claro. Seguramente el del administrador del aeropuerto.
Por lo visto le iba a hacer otro favor a Pendergast.
Ochenta y dos horas más tarde
Pendergast estacionó el renqueante y maltrecho Eldorado en una gasolinera de las afueras de Palominas, un pueblecito de Arizona. Las únicas paradas que había hecho en los tres mil quinientos kilómetros de viaje habían sido para repostar.
Salió y se apoyó en la puerta para no perder el equilibrio. Eran las dos de la madrugada. El inmenso cielo del desierto estaba sembrado de estrellas, sin luna.
Al cabo de un momento entró en la tienda de veinticuatro horas junto a la gasolinera y compró un mapa del estado mexicano de Sonora, media docena de botellas de agua, unos cuantos envases de cecina, galletas, algún tipo de carne en conserva, un par de trapos de cocina, vendas, ungüento antibiótico, un frasco de ibuprofeno, tabletas de cafeína, cinta de embalar y una linterna. Lo metió todo en una doble bolsa de plástico, que se llevó al coche. Una vez sentado al volante estudió el mapa recién adquirido y lo memorizó.
Salió de la gasolinera y fue hacia el este por la carretera 92, cruzando el San Pedro por un pequeño puente. Atravesado el río, giró a la derecha por un camino de tierra que iba hacia el sur. Lentamente, dando tumbos por los baches, condujo entre mezquites y arbustos de acacia, enhebrando entre las ramas retorcidas las luces de sus faros. El río quedaba a su derecha, invisible pero perfilado en negro por una frondosa hilera de álamos.
Aproximadamente a un kilómetro de la frontera se desvió del camino y se internó hasta donde pudo con el coche por los matorrales de mezquite. Apagó el motor, salió del coche con la bolsa de la compra en la mano y escuchó en la oscuridad. Se oían los aullidos de dos coyotes lejanos, pero era la única señal de vida.
Supo que era una falsa impresión. Aquel tramo de la frontera entre Estados Unidos y México, donde la separación entre los dos países era una alambrada de cinco hileras, estaba plagada de sensores de lo más sofisticados, cámaras de infrarrojos y radares de tierra, y había patrullas fronterizas de respuesta rápida a pocos minutos.
Pendergast, sin embargo, no estaba preocupado. Tenía una ventaja sobre la mayoría de los contrabandistas o delincuentes fronterizos: ir hacia el sur, a México.
Se ató a la americana la bolsa de la compra, convirtiéndola en una tosca mochila que se echó al hombro antes de empezar a caminar.
El movimiento de su pierna herida hizo que volviera a sangrar. Se paró, se sentó y dedicó un momento a retirar la venda a la luz de la linterna, aplicar más ungüento antibiótico y taparla de nuevo con vendas limpias y los paños de cocina. A continuación se tomó cuatro ibuprofenos, y otras tantas tabletas de cafeína.
Tardó varios minutos en volver a levantarse. No podía detenerse. Le quedaba por delante un largo camino. Mascó algo de cecina y bebió un trago de agua.
Esperaba burlar las trampas y sensores electrónicos evitando el camino de tierra y el río. Quizá el enorme dirigible cautivo que flotaba invisible por el cielo nocturno, sobre su cabeza, hubiera detectado su presencia, pero tuvo la esperanza de que no provocase ninguna reacción, al menos de momento.
Incluso en verano, el aire de la noche era frío. Los coyotes habían dejado de aullar. Todo era silencio. Pendergast siguió adelante.
El camino giraba noventa grados para discurrir en paralelo a una alambrada, que constituía la frontera propiamente dicha. Tras avanzar, con la seguridad de haber disparado varios sensores, llegó a la cerca y en cuestión de segundos cortó los alambres y entró por la fuerza en el lado mexicano. Se adentró cojo por la oscuridad, atravesando una despoblada extensión de desierto cubierto de guijarros y salpicado de acacias.
No tardó mucho tiempo en ver faros en el lado estadounidense. Siguió adelante a la mayor velocidad que pudo, hacia los álamos que bordeaban el río. Los círculos de luz de varias linternas horadaron la noche del desierto y barrieron el paisaje hasta posarse en Pendergast y bañarlo en una fuerte luz blanca.
Siguió adelante. En el aire resonó una voz amplificada por megáfono que, primero en inglés y luego en español, le ordenó detenerse, dar media vuelta, levantar las manos e identificarse.
Pendergast continuó su avance ignorando el aviso. No podían hacer nada. No podían perseguirlo, y de poco serviría llamar a sus homólogos del lado mexicano. A nadie le importaba el tráfico clandestino de norte a sur.
Puso rumbo a la hilera de álamos del río. Los focos lo siguieron un momento más, con más órdenes desganadas por el megáfono, hasta que se internó entre los árboles. Entonces desistieron.
Oculto entre las copas protectoras, se sentó a descansar a orillas del San Pedro, que en aquel punto era un modesto riachuelo. Intentó comer, aunque le supiera a cartón. Hizo el esfuerzo de masticar y tragar. También bebió más agua y resistió el impulso de abrir el vendaje, empapado de sangre fresca.
Calculaba que Helen y sus secuestradores cruzarían la frontera más o menos a la misma hora que él, o un poco antes. Era una zona aislada y desértica, cubierta de arbustos y mezquite y atravesada por caminos de tierra sin señalizar, que usaban los inmigrantes ilegales y los contrabandistas de armas y droga. Seguro que Der Bund había organizado algún tipo de transporte del lado mexicano por alguno de los caminos de tierra que llevaban hasta Cananea, a cincuenta kilómetros de la frontera. Ellos se desplazarían por aquella red de senderos improvisados, y él debería darles alcance antes de que llegaran a la población y a las vías pavimentadas por las que se salía de ella. En caso contrario, sus posibilidades de encontrar alguna vez a Helen se reducirían casi a cero.
Volvió a levantarse y cojeó por el lecho del río, que por lo general estaba seco, aunque también encontró algunas charcas de agua estancada, de dos o tres centímetros de profundidad. Incluso ahora podía ser demasiado tarde.
Aproximadamente a un kilómetro hacia el sur vio luces lejanas a través de la fina pantalla de los árboles. Entonces se acercó a la orilla, y al asomarse creyó ver un rancho que se erguía solitario en el gran llano desértico. Estaba habitado.
La noche sin luna protegió su aproximación. En las ventanas del edificio principal, hecho de adobe, brillaban tenues luces amarillas. Era una vieja construcción encalada, con corrales y otras dependencias desfondadas a su alrededor, pero los cuatro por cuatro relucientes de último modelo aparcados a su lado eran señal de que aquel sitio ya no se usaba para la ganadería, sino para algo muy distinto.
Se acercó medio agachado a la zona de estacionamiento. Vio brillar fugazmente un cigarrillo, y reparó en que en la puerta de la casa había un hombre que vigilaba los vehículos y el camino de acceso, fumando con un fusil de asalto en las manos.
Contrabandistas de droga, sin duda.
Rodeó la casa sin salir de la oscuridad. En un lado había aparcada una moto, una Ducati Streetfighter S.
Pendergast, que ahora se movía con suma precaución, se acercó al edificio por el lado ciego. Entre el desierto de matojos y el patio de tierra había un muro bajo de adobe. Se agachó junto al muro y después, con un movimiento felino, saltó por encima y corrió por el patio hasta apoyarse en la pared de la casa. Esperó un momento hasta que remitieran los pinchazos en la pierna. Luego metió una mano en el bolsillo, sacó un cuchillo pequeño pero muy afilado y siguió hacia la esquina.
Esperó con los oídos alerta. Se oía un murmullo de voces, y de vez en cuando la tos del hombre que fumaba fuera. Al cabo de un momento oyó que el vigilante tiraba la colilla y la aplastaba con el pie. Después se oyó un mechero, y el vago resplandor de una luz indirecta bañó el oscuro patio al encenderse un nuevo cigarrillo. Oyó la sonora inhalación del vigilante, que exhaló y carraspeó.
Apoyado en la esquina, Pendergast palpó la tierra y cogió una piedra del tamaño de un puño, con la que dio unos suaves golpes en el suelo. Esperó. Nada. Entonces rascó el suelo con la piedra e hizo un ruido un poco más fuerte.
Al otro lado, el vigilante se quedó muy quieto.
Pendergast esperó y volvió a rascar, algo más fuerte esta vez.
Seguía sin oírse nada. De pronto el rumor de unos pasos furtivos. El vigilante se acercó a la esquina de la casa y se detuvo. Pendergast lo oía respirar. También oyó otro ruido, el de colocarse bien el fusil y disponerse a atacar.
Pendergast se agazapó lentamente, controlando el dolor, y esperó. De pronto el vigilante dio la vuelta a la esquina con el fusil a punto, y en un movimiento instantáneo Pendergast saltó y seccionó con la punta del cuchillo el tendón flexor de su índice derecho, a la vez que empujaba el fusil hacia arriba y asestaba un golpe con la piedra en la sien del vigilante, que cayó sin hacer ruido. Pendergast desprendió de sus manos el fusil M4 y se lo colgó del hombro. Se acercó con sigilo a la Ducati. La llave estaba puesta en el contacto.
La moto, de un modelo agresivo que parecía un esqueleto, no tenía alforjas. Se echó al hombro la mochila improvisada, junto al M4, y de nuevo agachado dio un rodeo por la sombra hasta los tres todoterrenos estacionados en el aparcamiento de tierra. Clavó la punta del cuchillo en un neumático de cada coche.
Volvió a la Streetfighter, se subió al asiento y pulsó el botón de arranque. El potente motor se despertó inmediatamente con un rugido. Sin perder ni un segundo, quitó el punto muerto con el pie, desembragó y aceleró de golpe mediante un brusco giro de la mano derecha.
Al lanzarse por la vía de acceso en una nube de polvo, y superar las ochenta RPM sin pasar de la primera marcha, vio en los retrovisores que un enjambre de narcotraficantes salía del rancho con las armas a punto. Apretó un momento el acelerador y metió la segunda justo cuando empezaban las primeras ráfagas. Los traficantes encendieron los motores y las luces de los todoterrenos. Más disparos, más gritos de venganza… hasta que todo se hundió en la oscuridad, a sus espaldas.
Siguió hacia el sur, cambiando de marcha, atravesando a gran velocidad el desierto baldío. Debía interceptarlos antes de Cananea…
Dio otro acelerón a la Streetfighter, mientras en las alturas, salpicado de estrellas, el inmenso firmamento se movía a toda velocidad por encima de él.
Ochenta y cuatro horas más tarde
Faltaba mucho para el amanecer cuando atisbo algo rojo en la inmensa negrura del desierto: las luces traseras de un vehículo lejano, que circulaba a gran velocidad entre las matas. Quedaba al sudoeste de su posición. A ocho kilómetros al sur vio el resplandor de Cananea.
Giró y se internó por el desierto hasta salir a una de las pistas paralelas que había más al este. La vibración de la motocicleta por los baches, y los golpes de las ramas en las piernas, habían aflojado el vendaje. Sentía correr la sangre por su pierna, y cómo las gotas siseaban al caer sobre el silenciador caliente. Sacó otras cuatro pastillas de ibuprofeno y se las tragó de golpe.
El vehículo había desaparecido en algún punto a su derecha, entre los arbustos. Las luces de Cananea se intensificaron. Según Mime, lo primero que encontrarían serían varias fábricas de pequeñas dimensiones situadas al norte de la población. De las factorías salían vías asfaltadas que llegaban hasta la ciudad y confluían en una carretera más importante. Tenía que darles alcance en el desierto.
El resplandor que iluminaba el cielo por el sur le permitió seguir acelerando y aumentar la velocidad. Solo faltaban tres kilómetros para llegar a Cananea. Calculando que el coche se encontraba más o menos a la misma altura que él, aunque no podía verlo, giró hacia el oeste y empezó a dar saltos entre zanjas y arbustos por el paisaje desértico. Un minuto más tarde vio las luces del vehículo prácticamente al oeste de su posición, en una trayectoria paralela a la suya. Pendergast estaba lo bastante cerca para ver que eran dos todoterrenos, uno detrás del otro; Escalades, a juzgar por su aspecto. Iban deprisa, pero no tanto como él, ni mucho menos.
No parecían haberlo visto.
Se descolgó el M4 con la mano izquierda, sin despegar la otra del acelerador, y puso el fusil en equilibrio sobre el manillar, sujetándolo con un lado del cuerpo. Verificó que estuviese en modo automático.
Mientras tanto, los vehículos ya habían visto sus luces. Para alejarse de él se salieron de la carretera y se internaron entre los matojos, pocos y dispersos.
Demasiado tarde. Pendergast los aventajaba en rapidez y agilidad. Además los todoterrenos eran demasiado grandes para acelerar bien a campo traviesa. Pendergast se acercó en ángulo recto, hacia el espacio entre los dos vehículos, y se introdujo en ese hueco, frenando a fondo para igualar su velocidad con la de ellos. La maniobra le permitió identificar a los ocupantes de los dos todoterrenos, y le llevó solo un instante reconocer la cara asustada de Helen en la ventanilla trasera del segundo. Un hombre se asomó por el primero y le disparó con una pistola, sin acertar. Sacando provecho de la gran potencia de la Ducati, Pendergast se apartó, se colocó a la altura del primer vehículo y al adelantarlo le lanzó varias ráfagas de su M4. El coche se desvió, derrapó y dio varias vueltas de campana antes de explotar.
Un rápido frenazo había dejado muy atrás al segundo vehículo. Aplicando una brusca presión al freno trasero de la Streetfighter, Pendergast provocó un derrape que levantó una gran cortina de polvo y lo situó con el Escalade de frente y Cananea detrás. Quedó a la espera de lo que hiciera el vehículo.
En vez de detenerse y plantar cara, el coche se alejó y empezó a dar tumbos por la accidentada llanura, abriéndose camino por el chaparral. Iba hacia la carretera asfaltada del borde de la población, irradiando un sonido constante e inútil de disparos que alternaban con parpadeos de luz.
Pendergast puso la Ducati en marcha, dio un giro de noventa grados y aceleró para seguir al coche.
En poco tiempo le dio alcance, haciendo una maniobra envolvente hacia el sur que obligó al todoterreno a ir hacia el este y alejarse de las fábricas y de la población. Lo que, por el contrario, se encontraba a poca distancia era la carretera de la fábrica más próxima, bordeada por farolas de sodio.
Se oyeron más disparos procedentes del vehículo, cuyas balas hicieron saltar polvo junto a Pendergast. En la ventana trasera, un hombre lo apuntaba con una pistola, pero el Escalade daba tantos vaivenes que difícilmente acertaría. Pendergast aceleró y dibujó una nueva trayectoria por detrás y en paralelo al Escalade. Volvió a preparar el fusil. Un hombre asomado por la ventanilla disparó unas cuantas balas perdidas.
Pendergast pasó a una trayectoria convergente, y mediante un acelerón final de la motocicleta se puso a la altura del coche y disparó una ráfaga baja y frontal que alcanzó uno de los neumáticos delanteros. Al mismo tiempo, la Ducati recibió una descarga procedente del coche que rompió la transmisión y la hizo derrapar. Pendergast manipuló con rapidez los frenos delantero y trasero, para no ser víctima de un giro incontrolable. Se lanzó a unas matas de gobernadora justo cuando la Ducati perdía toda su velocidad y caía por un estrecho barranco.
Se levantó enseguida y, con el arma en la mano, apuntó y volvió a disparar contra el coche que se alejaba. El Escalade ya hacía eses por culpa del neumático pinchado. El disparo de Pendergast reventó la rueda trasera del mismo lado y lo hizo colear y detenerse, momento en que saltaron cuatro hombres al suelo y abrieron fuego, arrodillados al lado del vehículo.
Pendergast puso cuerpo a tierra y apuntó con cuidado, mientras las balas levantaban polvo a su alrededor. Su arma, mejor que la de sus rivales, abatió a dos hombres en rápida secuencia. Los dos restantes se refugiaron detrás del vehículo sin disparar.
Lástima.
Se puso en pie y echó a correr con todas sus fuerzas, que a lo sumo le permitían renquear. Disparaba todo el rato, siempre al aire. De repente aparecieron las dos figuras a un lado del vehículo. Una arrastraba a Helen mientras encañonaba su cabeza; la otra (el hombre alto, musculoso y con el pelo blanco que había pilotado el avión) se agazapaba tras ellos, usándolos de escudo. No parecía armado, o en todo caso no disparaba.
Pendergast se lanzó de nuevo al suelo y apuntó, pero sin atreverse a disparar.
—¡Aloysius! —gritó una voz aguda.
Volvió a apuntar y esperó.
—¡Suelta el arma o la mato! —exclamó con fuerte acento el hombre que usaba a Helen como escudo humano.
Las tres siluetas habían empezado a retroceder, alejándose del Escalade sin que el hombre del pelo blanco saliera de detrás de los otros.
—¡Te juro que la mato! —gritó el hombre.
Pendergast sabía que no era verdad. Helen era su única protección.
El hombre le disparó dos veces, pero a una distancia de cien metros su pistola no era bastante precisa.
—¡Suéltala! —exclamó Pendergast—. ¡La quiero a ella, no a ti! ¡Si la sueltas podrás marcharte!
—¡No!
El hombre la sujetaba con desesperación.
Pendergast se incorporó despacio y dejó caer a un lado su fusil.
—Solo tienes que soltarla —dijo—. Nada más. No habrá ningún problema. Te doy mi palabra.
El hombre volvió a disparar, pero falló. Pendergast empezó a cojear hacia los tres, con el fusil en el costado.
—Suéltala. Es la única manera de que salgas vivo de aquí. Suéltala.
—¡Tira el arma!
El hombre estaba histérico de miedo. Pendergast depositó lentamente el fusil en el suelo y se levantó con las manos en alto.
—¡Aloysius! —Helen lloraba—. Vete. ¡Vete!
El hombre la arrastró hacia atrás y erró otro disparo. Estaba demasiado lejos y asustado para apuntar bien.
—Confía en mí —dijo Pendergast con voz grave y serena, tendiendo los brazos—. Suéltala.
Todo estuvo en suspenso durante unos segundos angustiosos. De pronto, con un grito inarticulado, el hombre tiró a Helen al suelo, apuntó y disparó contra su cuerpo a bocajarro.
—¡O la ayudas a ella o me persigues! —exclamó, a la vez que se giraba y se iba corriendo.
El grito de Helen perforó el aire… y se cortó de golpe. Pendergast, tomado por la mayor de las sorpresas, se lanzó hacia ella con un grito salvaje. Al segundo siguiente estaba de rodillas a su lado. Vio enseguida que el disparo era mortal. La sangre manaba rítmicamente a través de un agujero en el pecho: una bala en el corazón.
—¡Helen! —exclamó con la voz quebrada.
Helen se aferraba a él como si se ahogase.
—Aloysius… Tienes que escucharme…
Su voz era un susurro entrecortado. Pendergast se agachó para poder oírla.
Las manos de Helen lo cogieron con más fuerza.
—Va a venir… Compasión… Ten compasión…
La interrumpió un chorro de sangre. Pendergast puso dos dedos en su cuello, en la carótida, y sintió el pálpito del último latido; luego nada.
Después de un momento, Pendergast se levantó y volvió a trompicones adonde había dejado el M4. El hombre del pelo blanco debía de estar tan sorprendido como él por el desenlace, porque había tardado un poco en salir corriendo detrás del tirador.
Pendergast se arrodilló, alzó el arma y apuntó al asesino de su esposa, cuya silueta ya estaba a quinientos metros. Se acordó con un extraño desapego de la última vez que había salido de caza. Centró la figura en la mira, compensó la resistencia aerodinámica y la caída y presionó el gatillo. El fusil dio un culatazo. El hombre cayó.
El del pelo blanco era buen corredor: ya había dado alcance al asesino, y seguía alejándose. Pendergast apuntó, disparó y falló.
Respiró hondo, vació los pulmones, centró la mira, compensó y disparó por segunda vez. Otro fallo.
Al tercer intento se oyó el clic del cargador vacío, justo cuando el hombre desaparecía en la inmensidad del desierto.
Después de mucho tiempo, Pendergast volvió a dejar el arma en el suelo y regresó junto al cuerpo de Helen, rodeado por un charco de sangre que se ensanchaba lentamente. Lo contempló un buen rato. Luego se puso a trabajar.
Noventa y una horas más tarde
El sol brillaba en lo más alto de un cielo emblanquecido de calor. Un remolino de polvo giraba por la tierra yerma. Lejos, en el horizonte, se recortaban montañas azules. Un buitre cabecirrojo que había olido la muerta aprovechaba una corriente térmica para estrechar su perezosa maniobra en espiral.
Tras depositar la última paletada de tierra en la tumba, la aplastó con la parte lisa de la pala oxidada y aplanó la arena. Había tardado mucho en hacer el agujero, cavando a gran profundidad en la arcilla reseca. No quería que ningún ser humano o animal removiera la tumba.
Se apoyó en la pala para descansar, respirando superficialmente. El esfuerzo había reabierto la herida de su pierna, y el último vendaje estaba empapado de sangre. Por su rostro inexpresivo se deslizaban gotas de sudor mezcladas con el barro. Tenía la camisa rota, suelta y marrón por el polvo; su americana estaba hecha jirones y los pantalones, desgarrados. Contempló la parte excavada. Después, con la lentitud de movimientos de un anciano, se agachó y recogió la tosca señal que había confeccionado a partir de una plancha tomada en el mismo rancho abandonado donde encontró la pala. No quería que se notase demasiado que era una tumba. Sacó la navaja de su bolsillo y grabó con pulso débil:
H.E.P.
Aeternum vale
Cojeó hasta la cabecera de la tumba y hundió en la tierra la base afilada del letrero. Después dio un paso hacia atrás, levantó la pala y, tras apuntar con mucho cuidado, la estampó contra la parte superior con un impacto que hizo temblar todo su cuerpo.
¡Pam!
… Estaba sentado delante de un pequeño fuego, en medio de los bosques que poblaban las laderas de Cannon Mountain. Al otro lado del fuego estaba Helen, con un vestido de franela a cuadros escoceses y botas de montaña. Era el final del tercer día de una semana de marcha por las White Mountains. El sol, una roja bola de fuego, se ponía detrás de un lago glaciar, resaltando las cumbres de Franconia Range. Desde mucho más abajo llegaban las voces y cantos del refugio de Lonesome Lake. Un cazo de café puesto al fuego mezclaba su aroma con los del humo de leña, los pinos y la resina. Helen, que removía el café, miró a Pendergast y de repente sonrió: esa sonrisa tan especial, entre la timidez y la seguridad… Después puso dos tacitas de porcelana sobre el pedernal, una al lado de la otra, con la precisión y pulcritud que la caracterizaban…
Pendergast se tambaleó. El esfuerzo del golpe con la pala lo había dejado sin respiración. Levantó un brazo tembloroso para secar su frente. Los jirones de la manga del traje estaban embadurnados de barro y sudor. Esperó bajo un sol de justicia, tratando de recuperar el aliento y hacer acopio de las pocas fuerzas que todavía conservaba. Después volvió a alzar la pala, resoplando. Su peso le hizo perder el equilibrio. Se balanceó hacia atrás e intentó mantenerse en pie. Se le empezaban a doblar las rodillas, y antes de volver a flaquear, descargó la pala en el letrero con toda la energía que pudo.
¡Pam!
… Londres, principios del otoño. Las hojas de los árboles que daban sombra a las aceras de Devonshire Street estaban salpicadas de amarillo. Acababan de salir de Christie's e iban hacia Regent's Park. El, en respuesta a un desafío de Helen, acababa de comprar en pública subasta dos obras de arte que lo habían seducido a simple vista: un paisaje marino de John Mariny un cuadro de la abadía de Whitby que el catálogo de Cloristie's atribuía a un «pintor romántico menor», pero que a él le parecía que podía ser del primer Constable. Helen, que se había llevado disimuladamente a la subasta una petaca de plata llena de coñac, empezó a recitar el poema «La playa de Dover» mientras cruzaban Park Crescent y entraban en el parque con tal fuerza que la oían todos: «El mar está calmo esta noche, la marea está alta, la luna se ve hermosa…».
Sin darse cuenta había dejado caer la pala, que estaba inclinada sobre sus zapatos, con la punta enterrada en la tierra suelta. Al agacharse para recogerla, se cayó de rodillas. Quiso interponer una mano, pero esta resbaló y se dio de bruces en el polvo.
Quedarse así, tendido encima del cadáver de Helen, habría sido fácil, sorprendentemente fácil; pero al oír el lento goteo de la sangre en la arena comprendió que no podía abandonarse hasta haber puesto el punto final a su labor, así que se incorporó y se quedó sentado. Al cabo de unos minutos se sintió bastante fuerte para levantarse. Se puso en pie con un esfuerzo ímprobo, usando la pala a modo de muleta: primero la pierna izquierda y después la derecha. Ya no le dolía la herida de la pantorrilla. No sentía nada en absoluto. Pese a la cruda intensidad del sol, la oscuridad invadía su visión periférica. Solo le quedaba una oportunidad para clavar de modo permanente la señal en el suelo antes de perder la conciencia. Respiró hondo y, sujetando como pudo el mango de la pala, la alzó con manos temblorosas y la descargó contra la tabla con la última pizca de energía que logró reunir.
¡Pam…!
… Una cálida noche de verano, con el chirrido de los grillos. Estaba sentado con Helen en el porche trasero de la plantación Penumbra. Los dos, con vasos altos en la mano, veían subir de las marismas una niebla iluminada por la luna: bancos de niebla que se deslizaron por los aledaños pantanosos de la finca, se encaramaron a la parte ajardinada y cubrieron el césped que bordeaba la mansión. La bruma formaba remolinos en la hierba y lamía los peldaños como una marea a cámara lenta, que el orbe de la luna emblanquecía de modo fantasmal.
Cerca, en una camarera, había una jarra de limonada con hielo medio llena, y los restos de una fuente de rémoulade de camarones. Desde la cocina llegaba un olor a pescado a la plancha: Maurice estaba preparando Pompano Pontchartrain para cenar.
Helen miró a Pendergast.
—¿No podría quedarse todo siempre así, Aloysius? —preguntó.
Él bebió un poco de limonada.
—¿Por qué? Tenemos toda la vida por delante. Podemos usarla para lo que queramos.
Ella sonrió mirando el cielo.
—Usarla para lo que queramos… ¿Me lo prometes por la luna?
Él fingió solemnidad al levantar la vista hacia la luna anaranjada y ponerse una mano en el pecho.
—Te doy mi palabra.
Estaba en medio de un desierto enorme, vacío, brutal, indiferente. La oscuridad seguía invadiendo su visión, como si delante de él hubiera un túnel oscuro cuyo extremo quedara cada vez más lejos. De sus dedos insensibles resbaló la pala, que hizo un ruido sordo al caer sobre la dura tierra. Con un último suspiro casi inaudible, se desplomó de rodillas y, tras oscilar unos momentos, quedó tendido encima de la tumba de su esposa.