34
Sentado en el salón de la casa del portero de los Wintour, el doctor John Felder se encontraba un poco alicaído. Tras muchas horas invertidas en adecentarla un poco (lavar con lejía las paredes y el suelo, quitar las telarañas, limpiar de polvo todas las superficies y guardar los trastos en un pequeño altillo) ya podía dormir por las noches sin imaginarse que le correteaban cosas por la cara y las manos. Se había traído pocos enseres: un colchón inflable, un saco de dormir, cuatro muebles, un portátil, un calefactor eléctrico, libros, comida y un hornillo (porque con la cocina ya ni se atrevía), y no es que se sintiera muy en casa.
Durante sus esfuerzos se había preguntado una y mil veces: «¿Por qué lo hago?», pero en realidad ya lo sabía.
Se levantó de la silla, la única que había, y se acercó a la ventana. Limpia de mugre ofrecía una buena perspectiva de la mansión Wintour al caer la tarde: bajo el manto de la oscuridad, los muros de ladrillo pugnaban por no ceder al peso de un tejado excesivo, y las innumerables ventanas negras eran como agujeros en una dentadura. El día antes, al ser invitado a tomar el té, había descubierto que la casa era tan escalofriante por dentro como por fuera. Parecía que se hubiera detenido todo en la década de 1890: sillas incómodas, con el respaldo recto y antimacasares de encaje, mesitas de madera con tapetes, figurillas de cristal, antiguas bagatelas… La moqueta era oscura, al igual que el papel de pared; también era oscura la madera de las paredes, y parecía imposible que aquellos espacios resonantes los alegrase alguna vez la luz. Olía todo un poco a naftalina. No es que hubiera polvo, pero Felder había sentido ganas constantes de rascarse la nariz. La vieja y maléfica mansión parecía observarlos y escucharlos, mientras la señorita Wintour, sentada con Felder en el lúgubre salón delantero, alternaba sus invectivas contra los próceres del pueblo con lamentos sobre cuánto mejor había sido el mundo de su infancia.
Eran más de las ocho, y la oscuridad ya permitía dar un paseo por la finca sin ser visto. Se abrigó con su chaqueta, abrió la puerta, salió y la cerró sin hacer ruido. Fue como si al caminar por la maraña de hierbajos helados e invernales la casa lo observara con mirada hostil.
Había llegado a la conclusión de que la vieja no sufría ninguna demencia más allá de la excentricidad. Por otro lado, era dueña de un carácter espinoso como un cardo: la única vez que Felder, con todo el tacto y la naturalidad posibles, había sacado a relucir el tema de su biblioteca ella casi se le había echado encima, inquiriendo el motivo de su interés. A Felder le había costado lo suyo encarrilar por otros derroteros la conversación y atenuar las sospechas de la anciana, aunque ahora ya sabía dónde estaban los libros: al otro lado de unas puertas correderas que siempre se cerraban con llave. Lo sabía gracias a la visión diurna de la biblioteca por las ventanas de la mansión, que le habían permitido ver múltiples estanterías repletas de tesoros, tanto conocidos como por descubrir.
Fue ese el rumbo que tomaron sus pasos sigilosos por las hierbas altas. Pese a la luz de la luna, las ventanas de la biblioteca eran rectángulos completamente negros. La casa no tenía ningún sistema de seguridad. Se había dado cuenta enseguida. Claro que tampoco lo necesitaba.
Tenía a Dukchuk.
Dukchuk era el gigante que sin decir nada abría la puerta de la casa, traía un té tibio y aguado y permanecía siempre tras la silla de la señorita Wintour, observando inescrutable a Felder mientras ella hablaba. A Felder sus tatuajes le provocaban pesadillas.
Volvió a fijarse en las ventanas de la biblioteca. Cabía la posibilidad de que no estuvieran cerradas con llave, como había observado en las del salón delantero. Nada más propio de la señorita Wintour que tener cuatro cerraduras en la puerta de la casa pero ninguna en las ventanas. Aun así estaba Dukchuk, que parecía tener su propio sistema, al margen de la ley, de librarse de los invasores. Felder sabía que tendría que extremar al máximo las precauciones si…
¿Si qué? ¿Podía estar pensando lo que pensaba?
Pues lo pensaba, sí. Cayó en la cuenta de que la señorita Wintour jamás le mostraría la biblioteca por su voluntad. Para entrar, y encontrar la carpeta, tendría que buscar otra manera.
Se humedeció los labios. El día siguiente estaba prevista una noche nublada y sin luna. Entonces. Lo haría entonces.