16

Cruzada la calle Setenta y siete, el doctor Felder dobló la esquina de Central Park Oeste, subió unos cuantos escalones anchos y fue acogido por la media luz de la New-York Historical Society. Hacía poco que habían reformado a fondo el austero edificio, de estilo Beaux-Arts. Miró con curiosidad la entrada para el público. A pesar de que las salas y la biblioteca hubieran sido sometidas a un minucioso lifting con criterios del siglo XXI, la institución en su conjunto parecía firmemente enraizada (o empantanada) en el pasado, como de sobra indicaba en su nombre el guión entre «New» y «York».

Se aproximó al mostrador de información para investigadores.

—Doctor Felder, para ver a Fenton Goodbody.

La mujer del otro lado consultó la pantalla de su ordenador.

—Un momento, voy a avisarle.

Descolgó un teléfono y marcó un número.

—Señor Goodbody, ha venido a verlo el doctor Felder. —Colgó—. Ahora mismo baja.

—Gracias.

Transcurrieron diez minutos. A Felder le sobró tiempo para examinar el vestíbulo en su integridad antes de que apareciese Goodbody, un hombre alto, con gafas, corpulento y rubicundo, que no aparentaba mucho más de sesenta años. Llevaba un traje peludo de tweed, con chaleco a juego.

—Doctor Felder —resopló, secándose las palmas en el chaleco antes del apretón de manos—. Perdone que lo haya hecho esperar.

—No pasa nada.

—Espero que no le importe que nos demos un poco de prisa; es que ya son las ocho y media y hoy cerramos a las nueve.

—Por mí no hay problema, gracias.

—Pues entonces sígame si es tan amable.

Goodbody pasó al lado del mostrador de investigadores y se internó por un ancho pasillo. Después de una puerta, de una estrecha escalera y de otro pasillo mucho más institucional, llegaron a una sala grande con todas las paredes recubiertas por estantes de metal abarrotados de documentación: archivadores grandes, papeles amarillentos atados con cintas llenas de polvo, rollos, tomos cuya encuadernación de piel se deshacía, carpetas de acordeón con etiquetas escritas en caligrafía antigua… Felder sintió un picor en la nariz al observarlo. Había oído contar muchas cosas sobre la sociedad histórica (sus colecciones infinitas y casi incatalogables de documentos y obras de arte, su crónica falta de dinero…), pero era la primera vez que la pisaba.

—Vamos a ver… —Goodbody extrajo un papel del bolsillo, se quitó las gafas, las plegó, se las metió en el bolsillo de la americana y se colocó el papel a dos o tres centímetros de los ojos—. Ah, sí: J-14-2140.

Volvió a guardarse el papel en el bolsillo. Después sacó las gafas, las limpió con la punta de la corbata, se las asentó con firmeza en la nariz y se dirigió a la pared del fondo. Buscó infructuosamente, primero por arriba y después por abajo, mientras Felder esperaba.

—Pero dónde diantre… Si las acabo de mirar… ¡Ah! Ya lo tengo.

Extendió el brazo para coger un fajo de hojas de gran tamaño que transportó a una mesa próxima. A duras penas se aguantaban entre las cubiertas, sueltas y atadas con una cuerda. Goodbody sonrió efusivamente a Felder mientras depositaba con cuidado la colección en la superficie de madera, levantando una nube de polvo.

—Bueno, doctor Felder —dijo, señalando una silla delante de la mesa—, ¿le interesa la obra de Alexander Wintour?

Felder asintió con la cabeza a la vez que se sentaba. Sentía formarse en su nariz una reacción alérgica de alerta máxima, y no quería abrir la boca hasta que el polvo se hubiera asentado.

—Pues probablemente sea el primero. Dudo que esto lo haya examinado alguien aparte de mí desde el momento de su donación.

Después de su solicitud he conseguido recabar algunos datos acerca del autor. —Goodbody hizo una pausa—. ¿Sobre qué era su tesis? ¿Sobre historia del arte?

—Ah… sí, exacto —se apresuró a decir Felder, que no tenía pensada en absoluto su coartada; ni siquiera se había planteado que fuera necesaria; se le había ocurrido la mentira sin pensar, y ahora ya no podía cambiarla.

—Pues si me enseña la acreditación ya estará todo listo.

Felder levantó la vista.

—¿La acreditación?

—Sí, la de investigador.

—Es que… lo siento, pero ahora mismo no la llevo encima.

Goodbody puso cara de sorpresa y pena.

—¿Que no ha traído la acreditación? ¡Vaya! Pues qué lástima. —Se quedó callado—. Bueno, yo aquí solo no le puedo dejar; con las colecciones, me refiero. Son las normas, ya me entiende.

—¿No hay ninguna manera de que pueda… examinarlo?

—Tendré que quedarme con usted. Le recuerdo que no podemos disponer de más de media hora, por mal que me sepa.

—Será suficiente.

Felder no tenía muchas ganas de quedarse más tiempo de lo necesario.

Viéndolo tan dócil, Goodbody pareció recuperar su anterior serenidad.

—¡Bueno, bueno! Pues vamos a ver qué hay.

Desató la cuerda y apartó la tapa. Debajo había una hoja de papel grueso y con textura, cuya superficie cubría casi por completo el polvo.

—¡Apártese! —dijo.

Respiró hondo y sopló hacia la hoja en sentido lateral. Por unos momentos, una nube gris en forma de seta ocultó al archivero.

—Pues lo que le decía: he encontrado algunos datos sobre Wintour —dijo la voz sin cuerpo de Goodbody—. Notas en las fichas de ingreso de cuando se aceptó esta donación. Se ve que era el principal ilustrador del Bowery Illustrated News, un semanario que se publicaba en las últimas décadas del siglo XIX. Era como se ganaba la vida, aunque él en realidad quería ser pintor. Parece que lo fascinaban las clases bajas de Manhattan.

La polvareda se había vuelto a despejar. Felder pudo distinguir la imagen del papel. Por su aspecto, parecía un retrato al óleo de un niño sentado en los escalones de una casa. Tenía una pelota en una mano y un palo en la otra, y la expresión con que miraba al espectador era un tanto hostil.

—Ah, sí —murmuró Goodbody al mirar la pintura.

Felder la manipuló con cautela y la depositó a un lado. Detrás había otra imagen, de un gran escaparate sobre el que ponía R & N MORTENSON ARTÍCULOS DE MADERA Y MIMBRE. Por la hilera inferior de ventanas se asomaban cuatro niños que también parecían enfadados.

Pasó a la siguiente: un niño sentado en la parte trasera de un carrito de cerveza. La calle estaba llena de baches, escombros y trozos de gres. En el dorso, alguien (probablemente Wintour) había escrito CALLES WORTH & BAXTER, 1879.

Había varias ilustraciones en la misma línea, sobre todo estudios de muchachos de ambos sexos con trasfondos del Manhattan más humilde. En algunos aparecían hombres trabajando o niños jugando. Otros eran retratos más formales, de busto o cuerpo entero.

—Wintour no consiguió vender ninguna obra —dijo Goodbody—. Después de su muerte, ante la imposibilidad de colocar el material en otro sitio, su familia se lo ofreció a la sociedad. Los esbozos, estudios y álbumes no podíamos aceptarlos por cuestiones de espacio, ya me entiende, pero sí nos quedamos las pinturas. A fin de cuentas era un artista neoyorquino, aunque fuera un segundón.

Felder estaba mirando una imagen de dos niños que jugaban al aro delante de un escaparate en cuyo letrero ponía COLA COPPER. A GRANEL. PRECIOS AJUSTADOS. No le sorprendía que Wintour hubiera tenido tan poco éxito a la hora de vender su obra, porque eran pinturas bastante mediocres. Pensó que más que por los escenarios era por una especie de indiferencia artística, de falta de vitalidad en las caras y posturas.

Cambió de lámina… y quedó hipnotizado.

Quien clavaba en él la vista era Constance Greene; o mejor dicho, Constance Greene con el aspecto que presentaría con seis años de edad. Esta vez Wintour había estado a la altura de su modelo. Se parecía al grabado que había visto Felder en el periódico, Pilluelos jugando, pero con un realismo infinitamente mayor: la curva de las cejas resultaba tan inconfundible como el ligero mohín de los labios y la caída del pelo. Lo único distinto eran los ojos. Aquellos eran intrínsecamente infantiles: inocentes, quizá un poco asustados, sin ningún parecido con los que habían mirado los de Felder esa misma mañana, en la sala de lectura de Mount Mercy.

—Vaya, esta sí que es bonita —dijo Goodbody—. Bastante, por cierto. Hasta se podría plantear su exposición.

Felder giró a toda prisa la página, como si saliera de un trance. No quería que Goodbody viera cuánto lo había afectado el retrato, y por alguna misteriosa razón tampoco le gustaba la idea de que fuera expuesto en público.

El resto lo consultó con bastante rapidez, pero no había ninguna otra imagen de Constance, ni apareció ningún mechón de pelo.

—¿Sabe dónde podría encontrar más obras suyas, señor Goodbody? —preguntó—. Me interesan especialmente los álbumes y esbozos que ha mencionado.

—Lo siento, pero no tengo la menor idea. Según nuestros archivos, su familia vivía en Southport, Connecticut. Podría probar por ahí.

—Probaré. —Felder se levantó y tuvo que apoyarse en el soporte de una estantería para no perder el equilibrio. El retrato lo había conmocionado—. Muchas gracias por su tiempo y su ayuda.

Goodbody sonrió de oreja a oreja.

—La sociedad siempre está encantada de ayudar a los historiadores del arte en sus investigaciones. Ah, las nueve en punto. Venga, lo acompaño al piso de arriba.

Dos tumbas
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