58

Pendergast oyó el sonido del motor de la lancha al irse por el río; fue un sonido casi inaudible, que tardó poco tiempo en desvanecerse. Siguió adelante, esbozando una sonrisa. La pista de jeeps serpenteaba por el bosque, del que no cesaban ni un momento de caer las gotas que sobrecargaban las extrañas y espinosas ramas de las araucarias. Prosiguió su ardua marcha con alguna que otra pausa para seguir a alguna mariposa, mientras la pista ascendía por el denso bosque en una serie de vueltas y revueltas que acabaron por llegar hasta las nubes bajas.

Media hora después la pista perdió desnivel, al recorrer lo alto de una cresta que constituía el borde de un antiguo cráter volcánico. A partir de ahí el camino bajaba por la niebla. La visibilidad se había reducido a pocos cientos de metros.

Pendergast miró con atención el cráter. Después metió la mano en el bolsillo y sacó un papel doblado: el dibujo que había hecho Tristram de una montaña, ese rasgo característico de Nova Godói que no había sabido describir con palabras. Coincidía plenamente con el cráter que se abría ante sus ojos.

Emprendió el descenso. Donde la pista se volvía a nivelar encontró dos pilares de lava tallada, uno a cada lado del camino, con una tela metálica entre ellos y un muro de piedra que se internaba a ambos lados en el bosque. Al otro lado de la cancela había un puesto de vigilancia. Al ver que se acercaba salieron dos guardias con rifles en la mano y le gritaron algo en alemán, apuntándole.

—¡Solo hablo inglés! —exclamó Pendergast levantando las manos—. ¡Soy naturalista! ¡He venido a buscar mariposas!

Se notaba que era la primera vez que se veían en aquella situación. Uno de ellos, que parecía el que mandaba, se acercó y pasó al inglés, que hablaba estupendamente.

—¿Quién es? ¿Cómo ha llegado?

—Me llamo Percival Fawcett —dijo Pendergast sacando un pasaporte británico de su mochila—. Miembro de la Royal Society. He venido en lancha, por el río. ¡Y les puedo decir que no ha sido un viaje fácil!

Los guardias dieron muestras de relajarse un poco y bajaron los rifles.

—Esto es propiedad privada —dijo el jefe—. No puede entrar.

—He venido desde la otra punta del mundo —protestó Pendergast en un tono en el que se mezclaba la súplica estridente con cierto mal humor— para encontrar la mariposa Reina Beatriz, y no pienso dar media vuelta. —Sacó un papel—. Llevo cartas de presentación del gobernador de la provincia y de Santa Catarina. —Enseñó los documentos, debidamente sellados, con membrete y fecha de registro—. También traigo una carta de la Royal Society en la que se insta a quien la lea a colaborar con mi importante misión, y otra del departamento de lepidopterología del Museo Británico, avalada por la Sociedade Entomológica do Brasil. —Aparecieron más papeles—. ¡Como ve, mi misión es de la máxima importancia científica!

Su voz aumentó de volumen. El jefe cogió el fajo de papeles y los miró por encima con una expresión ceñuda que desfiguraba sus facciones afiladas y nórdicas.

—No dejamos entrar por ninguna razón —dijo—. Ya le he dicho que es propiedad privada.

—Si me niegan el paso —se exaltó Pendergast— habrá un escándalo. Ya me aseguraré yo de que lo haya. ¡Un escándalo!

Con cierta inquietud en su expresión, el vigilante se alejó y habló con su subordinado. Después entró en el puesto de vigilancia y se le vio hacer una llamada por radio. Después de hablar un rato regresó a la cancela.

—Espere aquí —dijo.

En cuestión de minutos llegó un jeep por la pista, con un hombre de uniforme verde aceituna al volante y otro vestido de gris en el asiento trasero. El jeep se paró. Quien bajó fue el hombre de detrás, que no iba exactamente de uniforme pero tenía porte militar.

—Abrid la cancela —dijo.

Los vigilantes la hicieron rodar hacia un lado. El hombre de gris avanzó con la mano tendida.

—Soy el capitán Scheermann —dijo al estrechar la de Pendergast, con levísimo acento alemán—. ¿Usted es el señor Fawcett?

—El doctor Fawcett.

—Por supuesto. Tengo entendido que es naturalista.

—Exacto —dijo Pendergast levantando la voz con beligerancia—. Como les estaba diciendo a estos hombres, vengo del otro lado del mundo por una misión de gran importancia científica avalada por los gobernadores de dos estados brasileños, así como por el Museo Británico y la Royal Society, en colaboración con la Sociedade Entomológica do Brasil. —Lo pronunció fatal—. ¡Insisto en que se me trate con educación! ¡Como me hagan dar media vuelta, señor, le prometo que habrá una investigación, una investigación a fondo!

—Claro, claro —lo tranquilizó el capitán—. Si me permite…

Pendergast no se dejó amilanar.

—Estoy buscando la mariposa Reina Beatriz, Lycaena regina, que hace tiempo que se considera extinguida. La última vez que se observó fue en la caldera de Nova Godói, en 1932. Mis veinte años de investigación…

—Sí, sí —lo interrumpió el capitán con amabilidad no exenta de impaciencia—, ya lo entiendo. No hace falta que se ponga así. Tampoco es necesaria una investigación. Tiene usted permiso para entrar. Aquí tenemos nuestras reglas, pero en su caso haremos una excepción. Una excepción temporal.

Una pausa.

—Ah —dijo Pendergast—, pues muy amable de su parte. ¡Muy amable! Si hay algún gasto, o cuota…

El capitán levantó la mano.

—No, no. Lo único que le pediremos es que acepte ir acompañado.

—¿Acompañado?

Pendergast frunció el entrecejo.

—Aquí estamos acostumbrados a la intimidad, y a algunos podría asustarlos la presencia de un extraño. Necesitará usted a un acompañante, más que nada para su propia comodidad y seguridad. Lo siento, pero eso no está abierto a negociaciones.

Pendergast carraspeó.

—Si no hay más remedio, por mí perfecto, aunque iré por el bosque haga el tiempo que haga. Más vale que el o la acompañante sean capaces de seguir mi ritmo.

—Por supuesto. Bueno, si me permite lo acompañaré al ayuntamiento, donde podremos ocuparnos de los trámites.

—Eso ya me gusta más —dijo Pendergast subiendo al jeep, cuya puerta le abría el capitán—. De hecho es fundamental, fundamental.

Dos tumbas
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