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Cuando Alban Lorimer entró en el vestíbulo del Grand Hotel Marlborough de Nueva York, sus ojos claros no perdieron detalle. Lo absorbían todo, ávidos: las grandes superficies de mármol rojo italiano, la discreta iluminación, la pared de agua que se derramaba murmurando en un estanque de lotos en flor y los grupos que iban y venían por un espacio que era todo amplitud y sosiego.

Se paró en el centro del vestíbulo, estimulado por el ajetreo matinal, y prestó atención a varias personas elegidas al azar, cuyas trayectorias siguió de punta a punta. Muchos iban hacia la fila del puesto de Starbucks, del que emanaba un aroma embriagador a infusiones y café en grano.

«Nueva York…», se dijo.

Su tersa mano acarició la solapa de su traje de lana de raya diplomática, regodeándose en el tacto y la textura del tejido de lujo con sus dedos finos pero llenos de fuerza. Era la primera vez que se ponía un traje así. También sus zapatos eran de primera calidad. Se había acicalado para sacar el máximo partido a su apariencia, como si fuera a presentarse a la entrevista de su vida; y en cierto modo sí era una entrevista: un día importante, una fecha especial, organizada no sin cierta prisa, claro estaba, pero aun así esencial. Respiró hondo. Qué maravilla… Qué sensación tan placentera de seguridad ir bien vestido, tener dinero en el bolsillo y hallarse en un vestíbulo de hotel de la principal ciudad del mundo… La única mácula en su aspecto era la pequeña venda blanca que tapaba su lóbulo izquierdo, pero eso no tenía remedio.

¿Un café? Más tarde, quizá.

Tras alisarse por última vez la pechera, recorrió el suelo de mármol hacia los ascensores, entró en uno y pulsó el botón del piso catorce. Echó un vistazo al reloj Breitling que le habían dado para que lo estrenase, y que tanto le gustaba: las siete y media de la mañana.

En el ascensor había más gente, la mayoría con enormes vasos de café en la mano. Alban se sorprendió del tamaño de los vasos. Por lo visto en Nueva York se bebía café a espuertas. Él, personalmente, lo prefería al estilo que llamaban italiano: fuerte, corto y negro. Otro motivo de sorpresa, e incluso de cierta indignación, fue la cantidad de turistas que no vestían con decoro. Hasta en aquel hotel tan bonito y tan caro, al lado mismo de la Quinta Avenida, iban como si fueran a buscar a sus hijos al parque, o a hacer jogging: ropa de deporte, zapatillas, camisetas, téjanos… En realidad, visto su estado físico, pocos podrían aspirar al jogging; a muchos hombres les colgaba la tripa, y las mujeres eran lánguidas, informes, con kilos de maquillaje encima. Nunca había visto a tanta gente que no estuviera en forma; pero, claro, se le olvidaba que eran del rebaño.

Al llegar al piso catorce, giró a la izquierda y recorrió el pasillo con paso firme y rápido hasta llegar al fondo, donde había una puerta de emergencia que daba a una escalera. Se volvió y miró hacia atrás. A la derecha había ocho puertas, y también a la izquierda. Aproximadamente la mitad tenían enfrente un periódico doblado. Algunos huéspedes leían el Times, otros el Journal, y los menos el USA Today.

Juntó las manos por delante y esperó, con todos los sentidos en alerta máxima. Su inmovilidad era total. Sabía que desde su entrada en el hotel hasta aquel momento su imagen había sido grabada por cámaras ocultas de seguridad, una idea que no le desagradaba, sino todo lo contrario. Más tarde, al mirar las imágenes, la gente diría cosas como «¡Qué hombre más superior!», y «¡Qué buen gusto para vestirse!». Despertaría un enorme interés. Hasta era posible que la prensa publicara su foto.

En ese instante, sin embargo, en el lugar concreto que ocupaba, la cámara enfocada en aquel tramo del pasillo estaba justo sobre su cabeza y no captaba su imagen.

Siguió esperando. En el momento preciso, ni un segundo antes, recorrió de nuevo el pasillo con paso decidido. Justo al llegar a la altura de la habitación 1422, se abrió la puerta y una mujer con albornoz se agachó a recoger el The Wall Street Journal. Sin cambiar el paso ni hacer ningún movimiento brusco, Alban se giró y la empujó a la habitación, al mismo tiempo que pasaba el brazo derecho por su cuello y apretaba de tal forma que no pudiera emitir sonido alguno. Después cerró suavemente la puerta con la mano izquierda y echó el pestillo.

La mujer se resistió con todas sus fuerzas mientras Alban la arrastraba al centro de la habitación por la moqueta. Le encantó cómo flexionaba los músculos al forcejear, cómo hinchaba el diafragma al intentar gritar y cómo retorcía un torso atlético al tratar de liberarse. Era una luchadora, una mujer atlética, no una de esas gordas viejas del ascensor. En ese aspecto era una suerte. Tendría unos treinta años, el pelo rubio y lustroso, y no llevaba anillo de casada. Con el forcejeo se le abrió el albornoz, y Alban pudo verla como Dios la había traído al mundo. Siguió apretando y asfixiándola cada vez más, hasta que ella comprendió y dejó de ofrecer resistencia.

Entonces Alban la soltó un poco, lo justo para que pudiera respirar pero no chillar. Dejó que se llenara dos veces la boca de aire antes de apretar de nuevo.

Siguieron así, enlazados, con el pecho de él contra la espalda de ella, que temblaba de los pies a la cabeza. Al final la mujer empezó a derrumbarse, y se le doblaron las rodillas de puro pánico.

—Ponte derecha —le ordenó él.

Ella, que era buena chica, obedeció.

—Tardaré muy poco —dijo él.

Necesitaba hacerlo, y lo quería hacer, pero algo en él también quería prolongar aquel momento delicioso de poder sobre otro ser humano, aquel regodearse en la emoción vicaria de su miedo. Tenía que ser la sensación más maravillosa del mundo. En todo caso era su preferida, eso seguro.

Pero era hora de ponerse a trabajar.

Con cierto pesar, sacó de su bolsillo una navaja pequeña y especialmente afilada. Movió el brazo hacia un lado y, mediante un gesto rápido, casi ritual, insertó hábilmente la cuchilla en el cuello de la mujer. La dejó clavada un buen rato, con deleite, mientras escuchaba el borboteo de la tráquea perforada. Después ejecutó un veloz movimiento lateral que seccionó la tráquea y la arteria carótida, exactamente igual que como se sacrifican los cerdos. Cuando el cuerpo empezó a convulsionar, Alban se apresuró a soltarlo y apartarse, mientras la víctima caía hacia delante, y la sangre manaba en la dirección prevista. No habría estado nada pero nada bien mancharse el traje de sangre. A ellos no les habría gustado.

La mujer cayó de cara en la moqueta. No fue una caída muy fuerte, sino un golpe sordo que los del piso de abajo podían atribuir al vuelco de algún mueble. Mientras esperaba, Alban observó con gran interés los estertores finales y el desangramiento.

Volvió a mirar su reloj de pulsera: las ocho menos veinte. Schön.

Arrodillado, como si rezara, extrajo de su bolsillo un paquetito envuelto en piel, lo abrió sobre la moqueta y sacó sus herramientas básicas. Después puso manos a la obra.

A las ocho estaría en el vestíbulo, disfrutando de un buen café doble de Starbucks.

Dos tumbas
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