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En la seguridad que procuraban las paredes de madera de la habitación 027, situada en el primer sótano del Hospital Mount Mercy para Delincuentes Psicóticos, estaba sentada, casi sin moverse, Constance Greene. La habitación 027 había sido en otros tiempos la de Tratamiento de Aguas, terapia curativa instituida por Bradford Tuke, uno de los primeros médicos alienistas de Mount Mercy. Los mosquetones para las esposas se habían retirado hacía mucho tiempo, pero un hundimiento perceptible en el centro de la sala delataba la ubicación del gran desagüe, ahora cubierto de cemento.
En la actualidad, la habitación solía usarse para sesiones psiquiátricas privadas entre los médicos y los reclusos poco peligrosos. Estaba amueblada de manera confortable, pero aunque ni las sillas ni las mesas estuvieran atornilladas al suelo llamaba la atención la falta de objetos cortantes o contundentes; y a pesar de que la puerta no estuviera cerrada con llave, dos hombres la custodiaban justo al otro lado.
Aparte de Constance, el único ocupante de la sala era el agente especial Pendergast, que con paso vacilante, y una gran palidez en el rostro, daba vueltas por la habitación.
Tras observarlo unos momentos Constance desvió la vista hacia los fajos de informes policiales, fotos en blanco y negro y con grano de las cámaras de seguridad, análisis forenses y resultados de ADN que ocupaban la mesa de delante, pulcramente ordenados. Tras leerlo todo con detenimiento, y grabar en su memoria todos los detalles (de una complejidad enorme), había sometido la información a una práctica meditativa que recibía el nombre de Tsan B'tsan y era la más ardua de las artes del Chongg Ran, antigua disciplina mental butanesa cuyas sutilezas solo conocía media docena de personas en todo el mundo occidental. Dos de esas personas estaban en la habitación.
Durante el estado de Tsan B'tsan, Constance había tenido una revelación inesperada.
Transcurridos varios minutos miró otra vez a Pendergast, que seguía dando vueltas lentamente por la habitación.
—Creo que lo mejor sería que analizásemos los acontecimientos que nos han traído a la presente situación —dijo en voz baja, con serenidad—. Tu mujer, Helen Esterhazy, descendiente de un médico nazi, fue el fruto de un experimento genético con gemelos organizado por un grupo que se hace llamar Der Bund, la Alianza. Hace doce años, cuando los amenazó con hacer públicos los experimentos, ellos organizaron su muerte, pero gracias a una elaborada estratagema perpetrada por su propio hermano, Judson, Helen sobrevivió y en su lugar murió su hermana gemela deficiente, Emma. Hace poco, al descubrir que Helen aún estaba viva, Der Bund la secuestró justo cuando pretendías custodiarla… y la mató.
Los pasos de Pendergast se volvieron aún más lentos.
—En los primeros tiempos de vuestro matrimonio, sin que lo supieras, tu mujer dio a luz a dos gemelos varones. Estos niños eran fruto de los experimentos de eugenesia y manipulación genética que seguía practicando Der Bund. Uno de ellos, Alban, recibió la educación necesaria para convertirse en un asesino de gran inteligencia, agresivo y sin remordimientos, un dechado de perfección teutónica, según la ideología nazi. El otro hijo, a quien has puesto tú el nombre de Tristram, se compone de lo que queda de su material genético conjunto, y es, por lo tanto, lo contrario de Alban: débil, tímido, empático, bondad oso y cándido. A ambos los han traído aquí, a Nueva York, para hacer algún tipo de prueba beta cuya finalidad aún es desconocida más allá de los asesinatos en serie que ha cometido Alban en varias habitaciones de hotel, dejando mensajes cuyo destinatario eras tú. ¿Es correcto lo que he dicho?
Pendergast asintió sin mirarla.
—Tristram huyó y acudió a ti. Anoche Alban lo encontró, lo raptó y se lo llevó, como se llevaron no hace mucho tiempo a Helen Esterhazy.
Fue como si la exposición directa y objetiva de los hechos, sin ninguna emoción, despejase el ambiente cargado de la sala. La expresión de Pendergast se relajó un poco. Ya no se le veía tan angustiado. Dejó de caminar y miró a Constance.
—Yo no me puedo poner en tu lugar, Aloysius —añadió ella—, porque sabes tan bien como yo que si me hubiera pasado, si me hubiera ocurrido esto a mí, mi reacción habría sido de una índole bastante más… dura e impulsiva que la tuya. Ahora bien, el hecho de que hayas recurrido a mí me resulta muy significativo. Sé que lo trágico del desenlace del secuestro de tu esposa debe de atormentarte, e intuyo que el cariz tan cruel que han tomado los acontecimientos (que se hayan llevado de forma similar a tu hijo, cuya existencia desconocías) te ha paralizado. Si te hubieras decidido por un plan no estarías ahora aquí conmigo.
Pendergast siguió mirándola hasta que se sentó al otro lado de la mesa, en una silla.
—Todo lo que dices es correcto —contestó—. Me encuentro inmerso en una paradoja. Si no hago nada no volveré a ver nunca más a Tristram, mientras que si lo busco podría precipitar su muerte, como hice con la de mi mujer.
Durante varios minutos no habló ninguno de los dos. Al final Constance cambió de postura.
—Yo la situación la veo clara. No tienes elección. Es tu hijo. La guerra que libras se ha desarrollado demasiado tiempo de modo tangencial, al margen de tu auténtico adversario. Debes atacar directamente el centro neurálgico, el lugar de origen, el nido de víboras. Tienes que ir a Nova Godói.
La mirada de Pendergast se posó en los papeles de la mesa. Respiró profundamente, de forma entrecortada.
—Acuérdate de mi hijo —añadió Constance—. Al saber del peligro que corría no vacilamos en actuar, aunque fuera a costa de que me acusaran de infanticidio. Ahora eres tú quien tiene que proceder con determinación… y con violencia.
Las cejas de Pendergast se arquearon.
—Sí, violencia; mucha, y firme. A veces es la única solución. Lo sé por experiencia.
La voz de Constance se diluyó en un silencio que solo interrumpía el tictac de un antiguo reloj.
—Perdona —dijo él en voz baja—. Estoy tan angustiado que no me he acordado de preguntarte por tu hijo. A estas alturas ya deberías saber algo.
—Solo hace cinco días que recibí la señal. Ya está en la India, lejos del Tíbet, en lo más profundo de las montañas al norte de Dharamsala. A salvo.
—Buena noticia —murmuró Pendergast.
Volvieron a quedarse en silencio, pero justo cuando Pendergast empezaba a levantarse de la silla Constance tomó de nuevo la palabra.
—Quería decirte otra cosa. —Indicó con un gesto de la mano las fotografías y los documentos—. Detecto algo insólito en el tal Alban, algo único en su manera de percibir la realidad.
—¿De qué se trata?
—No estoy segura. Es como si viera… como si supiera… más que nosotros.
Pendergast frunció el entrecejo.
—No sé si te entiendo.
—Yo tampoco lo entiendo del todo, pero intuyo que tiene algún poder, una especie de sentido adicional, que en los seres humanos normales no ha alcanzado su pleno desarrollo o bien no existe.
—¿Sentido? ¿Como cuando se habla de sexto sentido? ¿De clarividencia, o percepción extrasensorial?
—Tan claro no; algo más sutil, pero tal vez aún más poderoso.
Pendergast reflexionó un momento.
—Han llegado a mi poder documentos antiguos procedentes de una casa franca nazi de Upper East Side. Pertenecen a la familia Esterhazy y en ellos se menciona algo llamado Kopenhagener Fenster.
—La Ventana de Copenhague —tradujo Constance.
—Sí. Los documentos se refieren a ello con frecuencia, pero no llegan a explicarlo. Parece que tiene algo que ver con la manipulación genética, o con la mecánica cuántica, o con una mezcla de ambas. En todo caso está claro que los científicos que trabajaban en la Ventana de Copenhague estaban convencidos de que era muy prometedora para el futuro de la raza superior. Puede que esté relacionada con el poder al que te has referido.
Constance no contestó. Pendergast encogió y alargó los dedos en silencio.
—Seguiré tu consejo. —Consultó su reloj de pulsera—. Puedo estar en Brasil a la hora de comer. Acabaré con todo esto sea como sea.
—Extrema la prudencia. Y acuérdate de lo que te he dicho: a veces la única solución es la violencia.
Pendergast hizo una reverencia. Cuando volvió a levantar la cabeza fijó en Constance sus ojos brillantes y plateados.
—Una cosa debes saber: si no logro regresar con Tristram sano y salvo, no regresaré. Te quedarás sola.
La expresión desapegada y casi oracular de antes se borró del rostro de Constance, dejando en su lugar un leve sonrojo. Durante un momento ambos se miraron, cada uno a un lado de la mesa. Al final Constance levantó una mano y acarició la mejilla de Pendergast.
—En ese caso me despido provisionalmente de ti.
Pendergast cogió su mano y la estrechó con suavidad. Después se levantó para marcharse.
—Espera —murmuró ella.
Pendergast dio media vuelta. La cara de Constance estaba aún más sonrojada y bajaba la vista para no mirarlo.
—Queridísimo tutor —dijo en voz baja, tan baja que casi no se oía—. Espero… espero que encuentres la paz.