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El coronel Souza y el grueso de sus hombres esperaban escondidos en la selva compacta que lindaba con el pueblo. Poco antes de la una Souza se había reunido con el grupo de reconocimiento y todo se ajustaba con exactitud a lo esperado. La única carretera y los tres senderos que daban acceso al pueblo estaban sometidos a cierta vigilancia, pero no parecía haber patrullas ni en el perímetro ni en ningún otro sitio. Los habitantes no se esperaban un ataque, y menos desde cualquier punto de la enorme selva que envolvía la localidad. Vivían con un falso sentido de seguridad, nacido sin duda de su extremo aislamiento.
Aun así el coronel no pensaba correr ni el más mínimo riesgo. Había organizado una maniobra de distracción en la cancela de la carretera. Faltaban exactamente… Miró su reloj: dos minutos para que se pusiera en marcha. Cabía la posibilidad de que en el pueblo hubiera un nutrido grupo de hombres armados, acuartelados y listos para entrar en acción en cualquier momento. No se podía dar nada por supuesto.
Sus hombres, camuflados de los pies a la cabeza, aguardaban en silencio. Souza los había dividido en tres batalhões de diez hombres: el rojo, el azul y el verde, y un integrante de cada uno fue asignado a la maniobra de distracción.
Iban pasando los segundos. De repente lo oyó: fuego automático seguido por otras explosiones más fuertes y potentes, de granadas. Había empezado la distracción.
Levantó el brazo en señal de que se prepararan, a la vez que escuchaba atentamente la maniobra. Se oían disparos de respuesta, pero menos de los esperados, y parecían dispersos, desorganizados. Por lo visto aquellos nazis, con su militarismo y su supuesta brillantez marcial, estaban lisa y llanamente desprevenidos.
Así y todo sopesó la posibilidad de que fueran ellos las víctimas de una falsa ostentación de debilidad y cayeran en una emboscada mortal por confiarse demasiado.
Pasaron los minutos mientras nuevas explosiones y disparos de sus hombres, ocultos en la selva junto a la cancela principal, incrementaban el ruido de la distracción. La respuesta, por su parte, seguía sonando débil.
Ajustó sus radioauriculares y vio transcurrir los segundos en su reloj. De repente bajó el brazo, instante en el que sus hombres se pusieron en marcha e, irrumpiendo en el claro desde la maleza, empezaron a desplegarse en tres pelotones. Las primeras casas del pueblo quedaban a unos cien metros, al otro lado de una carretera embarrada y de unos cuantos huertos: edificios alegres, con postigos de madera pintada, macetas en las ventanas y tejados en punta. Los hombres de Souza cruzaron la carretera y pisotearon un huerto. Dos niñas que cogían tomates soltaron las cestas con un grito y salieron corriendo.
Una vez divididos, los batalhões de Souza se propagaron por las calles más cercanas. El coronel mandaba la unidad azul, y Thiago, la roja. La clave era una táctica de guerra relámpago: bajar a la velocidad del rayo por las calles, evitando una acumulación que propiciase una granada catastrófica o un ataque con RPG. Tenían que llegar al puerto antes de que se pudiera formar una resistencia organizada. Lo que menos les convenía, siendo las calles tan estrechas, era un tiroteo.
El coronel hizo avanzar a sus unidades, mientras los pocos peatones con los que se topaban se quedaban petrificados de sorpresa o bien huían aterrorizados. A medida que se internaron en el pueblo, sin embargo, empezaron a encontrar fuego no organizado desde las ventanas, los tejados y las calles laterales.
—¡Fuego a discreción! —bramó el coronel por su micrófono.
Sus hombres comenzaron a devolver los disparos, apuntando a las calles y azoteas. El fuego disperso se apagó.
Cuando ya estaban cerca de la plaza central, y del ayuntamiento, se formó una resistencia más seria. Un grupo de jóvenes armados a toda prisa pero sin uniforme se congregó en la plaza y tomó posiciones detrás de varios carros de caballos. En el momento en que los tres pelotones de Souza irrumpieron en la plaza se encontraron con ráfagas que procedían de la propia glorieta y de las calles que desembocaban en ella.
—Pelotón rojo, mantened el fuego a discreción —ordenó el coronel—. ¡Azul, verde, seguid adelante!
El batalhão rojo de Thiago se puso a cubierto y lanzó una descarga salvaje, la de una ametralladora portátil de calibre 50 que barrió la plaza sin piedad con el respaldo de media docena de RPG bien colocados. El efecto fue el deseado: dispersar y aterrorizar a la resistencia. Una vez que la plaza estuvo despejada, la unidad roja la cruzó a la carga y siguió a los otros dos pelotones por las calles estrechas del lado opuesto. En aquel punto empezaba la bajada hacia el lago. Souza vio embarcaciones amarradas en los muelles de piedra y madera.
Ya había elegido dos de ellas durante su inspección con los prismáticos desde el borde del cráter: una barcaza grande a motor, con el casco de acero, y un transporte de pasajeros de perfil elegante. Sin embargo, los disparos se reiniciaron. Ahora no llegaban solo de los tejados, sino también del puerto, desde donde enfilaban las calles que bajaban al lago. De pronto, por una de las callejuelas del muelle, irrumpió disparando otro grupo de hombres.
—¡Contraataque! —gritó el coronel.
No hacía falta. Con su calibre 50, el ametrallador de Thiago ya estaba haciendo una descarga cerrada que abatió como mínimo a media docena de los atacantes e hizo batirse en retirada a los demás. Cerca de ellos explotaron dos granadas que destrozaron la fachada de una casa e hicieron llover cristales y cascotes sobre los hombres de Souza.
—¡No os paréis! —ordenó el coronel a sus hombres, aunque la orden era innecesaria: mientras la vanguardia de los tres pelotones acribillaba las calles de delante con sus armas de mano y RPG, el artillero de la ametralladora del calibre 50 disparaba por detrás.
Salieron al muelle, espacioso, abierto a los cuatro vientos. Hubo otra descarga, que hizo gruñir y tambalearse a uno de los hombres del coronel, pero una vez más el fuego defensivo obtuvo una respuesta abrumadora de los tres pelotones, una serie de andanadas ensordecedoras de los RPG, que arrancaron del suelo a sus objetivos y los hicieron volar por los aires.
—¡Todos a bordo! —ordenó Souza.
Siguiendo lo planeado, los esquadrões subieron a las dos embarcaciones y cortaron los cabos que las sujetaban a los norayes. Los dos especialistas náuticos del coronel se apostaron en las cabinas y encendieron los motores, mientras el resto de sus hombres ocupaba posiciones defensivas a lo largo y ancho del puente. Dos minutos después las dos embarcaciones ya estaban lejos del muelle y aceleraban por el lago mientras los pelotones sometían la orilla a un duro fuego a discreción.
—¡Relación de bajas! —vociferó el coronel.
Se la facilitaron enseguida. El médico de la compañía estaba administrando sus cuidados a dos heridos, ambos por armas de pequeño calibre y sin gravedad. Los dos seguían más o menos en servicio.
El coronel sintió un alivio enorme al alejarse de la orilla. La operación no se había apartado ni un milímetro del plan. Si hubiera llegado con cien hombres quizá a esas horas aún siguieran en las calles, con más heridos y rezagados y con el inevitable idiota que se perdía por haber girado donde no debía y forzaba un rescate. Eso habría comportado más embarcaciones, más logística y más posibilidades de fallar.
Los disparos esporádicos desde la orilla se apagaron a medida que los barcos, con la pesada barcaza en cabeza, quedaban fuera de su alcance. Los hombres de Souza disparaban con gran precisión, evitando que sus adversarios se reagrupasen y embarcasen para perseguirlos. El coronel cogió un pañuelo de seda, se quitó el casco y se secó escrupulosamente la calva y la cara. Ya habían culminado la primera fase con el mínimo de bajas. Volvió la vista con cierta reticencia hacia delante, hacia la oscura isla que emergía de las aguas y en la que no se veía gente ni movimiento. Al examinar la fortaleza que remataba el gran cono de toba volcánica, su sensación de victoria flaqueó un poco. A sus experimentados ojos parecía inexpugnable. Todo dependía del gringo, y a Souza no le gustaba depender del éxito de una sola persona, por muy capaz que fuese; sobre todo una persona a quien apenas conocía.
Al mirar a su alrededor vio que sus hombres también contemplaban la fortaleza con expresión seria, circunspecta. Pensaban lo mismo que él. Las dos embarcaciones ya iban por la mitad de la travesía, y cuanto más crecía la isla de tamaño más se acercaba el momento de la verdad.
Miró su reloj. Todo dependía una vez más de la velocidad y la sorpresa. Desde la fortaleza se veían los barcos, y seguro que los defensores de la isla estaban informados del ataque al pueblo. Ya no disfrutaban del efecto sorpresa. Claro que eso lo tenía previsto.
Al analizar la situación empezó a reevaluar su estrategia. Cada vez veía menos lógico tomarse el tiempo de rodear la isla para asaltar la fortaleza desde la cala trasera. ¿Qué había dicho el almirante británico lord Nelson? «Cinco minutos marcan la diferencia entre la victoria y la derrota.» Y algo aún más pertinente: «No pienses en maniobras y ve directamente a por ellos». La vuelta a la isla no supondría cinco, sino diez o más minutos, además de exponerlos a una línea de costa y unos puntos de desembarco que desconocían. En cambio delante había unos muelles abiertos y vacíos que daba gusto verlos, y sin defensa.
Volvió a consultar su reloj. Era la hora de la señal de Pendergast, pero no había ningún indicio. La desazón empezó a hacer mella en el coronel. Había hecho mal en fiarse de aquel hombre. Craso error. Si desembarcaban en la isla antes de la señal sus esperanzas de penetrar en la fortaleza serían nulas, pura futilidad. En cuanto a regresar al pueblo, ya no era posible.
La señal ya llevaba cinco minutos de retraso. Mientras tanto la isla no dejaba de acercarse. Empezaban a estar a tiro de fusil. Souza habló por el micro.
—¡Parad los barcos! ¡Del todo!
Nadie cuestionó la orden, aunque sabía que estarían preguntándose «o que diabos agora». La barcaza redujo su velocidad hasta quedar completamente detenida en el agua, con un cambio brusco de sentido del motor. También el transporte puso marcha atrás. El lago estaba en calma, y el cielo despejado. Tras ellos, en el pueblo, se levantaba el humo de varios fuegos, y una nube de polvo daba testimonio de la corta batalla. Delante, la isla seguía oscura y silenciosa.
Mientras estaban parados en el agua pareció que en la barcaza cundiera un sentimiento de desasosiego, la idea de que podía estar cerca la derrota. El coronel, centro de todas las miradas, no delataba ni uno solo de sus pensamientos y dudas, sino que miraba la isla fijamente, aparentando la máxima neutralidad. Los barcos se mecían con el oleaje.
De pronto se vio una nube de humo, seguida por un fogonazo. Pocos segundos después llegó el sonido, una estampida atronadora que cruzó las aguas. Del muro externo de la fortaleza se desgajó un gran pedazo que cayó desde lo alto como a cámara lenta. Después de los sillares de piedra lo que se desmoronó fue el hormigón armado, en medio de una columna de humo gigantesca. En el flanco de la fortaleza había quedado una gran herida abierta.
La señal de Pendergast. No era la que esperaba el coronel, no; era mejor. Y parecía brindarles una vía de acceso.
—¡Adelante a toda máquina! —exclamó por su micro—. ¡Hacia el muelle!
Todos los hombres gritaron a la vez en un estimulante vítor de respuesta al fragor de los motores diésel y al salto que dieron las dos embarcaciones al ponerse en marcha hacia los muelles indefensos.
—Estão prontos! Ataque! —exclamó el coronel cuando los barcos se acercaron a su destino.