8

Para Alban Lorimer, la recepción del hotel Vanderbilt fue una agradable sorpresa. No se parecía casi nada a la del Marlborough. Era un recinto más pequeño, más tranquilo e íntimo. El sosegado espacio del vestíbulo, que si a algo recordaba era a una elegante sala de estar, estaba presidido por una enorme urna de flores frescas. Había lujosas alfombras, y sofás y sillones mullidos y cómodos en torno a mesas de ébano con el tablero de cristal. Las paredes estaban revestidas de roble oscuro, y los apliques eran de cristal soplado a mano, Victoriano quizá.

Tomó asiento frente a una mesita de la recepción. Un camarero se acercó y le preguntó si le apetecía un té. Alban pensó un momento, echó una ojeada a la carta de tés de la tarde y dijo que sí, que con mucho gusto se tomaría uno, preferiblemente un Assam o alguna otra mezcla suave, preparada a la inglesa, en la tetera, con leche entera y azúcar. Fue muy prolijo al pedir, asegurándose de que captaba la atención del camarero.

Tras retirarse este, Alban se puso cómodo y se impregnó del ambiente. Lo primero que le llamó la atención fue que la clientela parecía distinta. Mientras que el Marlborough era simplemente «Grand», como su nombre indicaba, aquel hotel parecía más bien un club discreto de clase alta, que atendía a los ricos y privilegiados del país, y a sus huéspedes.

Las diferencias lo intrigaron. ¿Tenía cada hotel su personalidad? El Grand Hotel Marlborough era como una rubia joven, vistosa y con estilo, algo ruidosa, por no decir vulgar, pero guapa, sexy y divertida. La imagen mental que se formó del Vanderbilt, en cambio, fue la de un caballero distinguido y canoso, de buen gusto y buena cuna: apuesto, encantador, pero ligeramente aburrido. Pensó en cuál de los dos prefería. Difícil decisión. No tenía bastante experiencia.

Le apetecía visitar otros hoteles neoyorquinos y hacer un estudio. Crearía un personaje completo para cada hotel. Sería divertido.

Mientras esperaba el té, se alisó la parte delantera del traje. Le molestaba la venda del índice derecho. Le escocía. De todos modos ya no podía remediarlo. Al menos se sentía seguro sabiendo que su aspecto se diferenciaba bastante del individuo cuya imagen había aparecido en todos los periódicos con la más absoluta nitidez. Qué curioso que nadie se hubiera dado cuenta de la ironía… Aunque siempre era posible que la policía sí, por descontado. Tenía que ser prudente.

Ahora era el señor Brown. Tenía el pelo marrón, como su nombre. También los ojos. Su piel, sin ser exactamente marrón, era aceitunada. Lo único que no era marrón era su atuendo (no le gustaban los trajes marrones); gris más bien, y de Brooks Brothers, desde los zapatos hasta la corbata. Hasta aquel día Alban nunca había oído hablar de Brooks Brothers. Se trataba de un sastre neoyorquino cuyos trajes eran lo bastante banales para ayudarlo a encajar aún más. A pesar de que la noche hubiera traído cierta bajada de temperaturas, la gorra de cachemir que llevaba, y que tapaba sus orejas, podía parecer un poco rara. Quizá algunos la atribuyeran a un cáncer y a la voluntad de disimular la pérdida de pelo.

Dos grandes trozos de cera de abeja moldeada entre los molares superiores y las mejillas redondeaban sus marcados pómulos, confiriéndole un rostro más ancho y afable, acaso algo más bonachón. Naturalmente, también había modificado sus andares rebajando los tacones de sus nuevos zapatos, a fin de que el exterior del tacón fuera un centímetro más bajo que el interior, detalle que tenía el efecto de cambiar el ritmo de sus pasos. Le habían enseñado que el modo de caminar de una persona era una de las características clave que usaban los especialistas en identificación.

El té era excelente. No esperaba otra cosa. Dejó un par de billetes nuevos y tersos en la mesa, y al levantarse apoyó la mano izquierda en el tablero de cristal, dejando que sus dedos se asieran al borde, donde menos posibilidades había de que limpiase el camarero.

Se acercó tranquilamente al ascensor, subió y pulsó el botón del sexto piso. Al salir se paseó hasta el final del pasillo, donde volvió a encontrar un punto ciego, bajo una discreta cámara de seguridad, y se quedó a la espera. Al no ser un corredor tan largo como el del Marlborough, temió que la espera fuera larga, pero no: a los cinco minutos exactos regresó por el pasillo, esta vez a paso rápido, y cuando la camarera apareció en la esquina con una almohada en las manos, redujo el paso y compuso una sonrisa cálida en su rostro. La interceptó a medio camino y le tendió los brazos con un brillo en la mirada.

—Oiga, ¿es para mí la almohada? ¿Para la 614?

—Sí, señor.

—Gracias.

Cogió la almohada, le dio un billete de cinco dólares a la empleada y se giró para ir a la habitación 614. Mientras caminaba, comprobó la consistencia del cojín. Una espuma firme, que retenía las formas. Al parecer al ocupante de esa habitación no le gustaba la sensación de ahogo provocada por las almohadas blandas y mullidas de plumón. Eso era algo que tenían en común.

Se acercó a la puerta 614 y llamó educadamente con dos golpes. En respuesta a la pregunta estándar, pronunciada por una voz hosca y masculina, dijo:

—Su almohada, señor.

Se abrió la puerta. Alban tendió la almohada, y en el momento en que el hombre de la habitación se disponía a cogerla se lanzó bruscamente hacia delante, lo empujó un poco hacia dentro, para su sorpresa, y lo silenció de inmediato con una llave alrededor del cuello, mientras cerraba la puerta silenciosamente con la mano libre. Aquel no ofreció casi resistencia, a diferencia de la mujer, y cuando lo hizo fue algo débil, penoso. Era mayor, más gordo y fofo, menos resistente. Alban lo empujó hacia el centro de la habitación. El hombre hizo un par de tentativas abúlicas de dar puñetazos por el lado y por detrás, pero paró enseguida al aumentar de golpe la presión en su cuello. Alban notó que empezaban a temblarle las rodillas, bien de miedo, bien por falta de oxígeno. El pelo ralo y graso del hombre (que, peinado por encima de una calva con manchas, apestaba a tónico de lima) quedaba justo bajo la nariz de su agresor, que se irritó por ello. Distaba mucho de ser tan divertido como con la chica. Adolecía de cierta falta de dificultad, y quizá hasta de estilo. Tendría que recordarlo.

Aflojó la presión. El hombre respiró de forma entrecortada, con desesperación.

—¿Qué está…?

Alban volvió a apretar. No quería discutir.

Cuando la víctima volvió a resistirse, Alban le dijo amablemente:

—Chis… Si colabora no pasará nada.

El hombre se quedó quieto. Parecía mentira que se lo creyeran. Aun así Alban dejó el brazo alrededor de su cuello, por si acaso.

Colocó al individuo en posición correcta, se preparó y sacó la navaja por donde no fuera visible. Después extendió mucho el brazo hacia la derecha… y dio una rápida estocada que clavó profundamente la navaja en la garganta, seguida por un giro brusco (practicado cientos de veces, casi siempre en cerdos). A continuación impulsó al hombre hacia delante, mientras él retrocedía al mismo tiempo.

La sangre y el aire brotaron a chorro, como una enorme exhalación, pero a Alban no le tocó una sola gota. Esta vez la caída fue más ruidosa, más pesada, dato que inquietó en cierto modo a Alban y le hizo tener presente la hipotética necesidad de refinar su técnica. Miró su reloj, observó los estertores y sacó sus herramientas para empezar cuanto antes su labor.

Sí, pensó, jadeando un poco a causa del esfuerzo; ya tenía ganas de seguir con su pequeño estudio de los hoteles neoyorquinos, y de los personajes que crearía mentalmente para cada uno.

Dos tumbas
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