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Al oír el grito ahogado, el coronel Souza dio media vuelta y enfocó su linterna en el soldado, que lo observó con el más absoluto desconcierto antes de doblarse y caer despacio al suelo con el pesado cuchillo en una mano.
—¡Todos a cubierto! —dijo Pendergast poniéndose en cuclillas.
Mientras Souza se arrimaba a la pared, Pendergast indagó en el pasadizo con la luz de su linterna, examinando las paredes, los techos, las celdas oscuras y las puertas podridas. El fino haz iluminaba las cintas de niebla que flotaban por el túnel. Todo era silencio, salvo el goteo del agua. La luz pasó por el esqueleto encadenado, cuyo cráneo conservaba un largo mechón de pelo negro.
—Nossa Senhora —susurró el coronel.
Al girarse hacia Pendergast topó con su mirada, la de unos ojos claros que volvieron a desconcertarlo, y que casi parecían brillar en la oscuridad.
Sintió un temblor en el labio inferior e intentó contenerlo. No podía pararse a pensar en lo mal que había salido la misión. Todavía no. Desde el desastre, su hijo Thiago no había dicho nada, nada en absoluto. Souza se resistía a mirarlo, pero lo notaba; sentía la presión de los ojos del joven en la nuca, la de su miedo y sus reproches, como si fuera algo tangible.
Agazapado en espera de algo, pero sin saber de qué ni qué salida les quedaba, vio que Pendergast tendía un brazo y buscaba el pulso en el cuello del soldado caído. El agente esperó un poco y sacudió ligeramente la cabeza al lanzar una mirada al coronel. Fue como si el cuchillo se le clavara a Souza. Perder a aquellos hombres, tantos hombres de primera… Pero no era el momento de pensarlo.
Pendergast desprendió suavemente el cuchillo ensangrentado de la mano muerta del soldado, lo examinó y se lo metió en el cinturón. Souza vio que era un viejo cuchillo nazi, un Eickhorn de hoja gruesa y pesada, difícil de arrojar pero bastante grande como para partir el esternón y llegar al corazón.
El coronel escuchó una vez más, y una vez más sintió sorpresa o incluso desconcierto al no oír ni ver nada en la oscuridad. Parecía que el cuchillo hubiera aparecido por arte de magia en el pecho del soldado.
Nadie decía nada. Por un momento todo estuvo en suspenso. Fue Pendergast quien rompió el terrible hechizo al incorporarse con cautela y meterse por el túnel, haciendo señas a los hombres que quedaban de que fueran tras él. La retaguardia estaba compuesta por el coronel y su hijo, que no se miraban. Sin saber cómo, Souza había cedido el mando a aquel civil, pero no tenía ánimos para reclamar su papel. Cuatro hombres contra una fortaleza de expertos combatientes nazis: ¿qué más podía pasar? Volvió a hacer el esfuerzo de pensar en otra cosa. ¿Pendergast tenía algún plan? Era tan callado, tan raro, aquel gringo…
El túnel descendía. El aire cada vez era más pútrido y maloliente, y el agua que cubría el suelo fue adquiriendo más profundidad a medida que bajaban por la cuesta, hasta que no tuvieron más remedio que vadearla. La bruma se espesaba. Los alientos añadían aún más vaho a un aire que ya estaba saturado. El ruido que hacían por el agua reverberaba tenue entre los muros del túnel. En un momento dado Pendergast hizo señas de que se detuvieran. Permanecieron en silencio, pero no oyeron que tras ellos se moviera nadie por el agua.
El túnel se alargaba, y el agua se hacía más profunda. En la superficie verdosa flotaban insectos muertos e hinchados. Pasaron varias veces junto a esqueletos humanos encadenados o parcialmente tapiados; esqueletos de tiempos de los españoles, con los huesos roídos por el tiempo. Pasó a su lado sin hacerles caso una serpiente, un mocasín de agua blanco.
En poco tiempo llegaron a una sala circular en la que confluían varios túneles. Ahora el agua les llegaba a la cintura. Descansaron un poco mientras Pendergast daba la impresión de examinar el agua en busca de corrientes: enfocó hacia abajo la linterna y dejó caer un hilo en la superficie, pero no hubo ningún movimiento que les indicase en qué dirección ir.
Cuando Pendergast estaba a punto de darse la vuelta el coronel observó un giro brusco en el hilo. Al mismo tiempo el haz de su linterna penetró en el agua turbia e iluminó una vaga silueta.
—¡Cuidado! —exclamó.
También gritó el soldado a quien tenía detrás: Thiago. El coronel se volvió, moviendo como loco la linterna, pero Thiago había desaparecido en el agua. Debajo de la superficie se produjo un violento forcejeo que acabó tan bruscamente como había empezado. El coronel dio tumbos hacia el punto en que aún quedaban remolinos en el agua sucia. Su linterna reveló algo bajo el agua, que subía, y subía… Del cuello de la forma que emergió brotaba una sustancia oscura y turbia que se iba extendiendo por el agua.
—Meu filho! —exclamó cogiendo el cuerpo—. Thiago! Meu filho!
Al dar la vuelta al cuerpo de su hijo y levantarlo con un grito informe, le horrorizó ver caer hacia atrás la cabeza y destaparse un corte hasta el hueso del cuello, debajo de unos ojos muy abiertos.
—Bastardos! —chilló al soltar el cuerpo y levantar el rifle, nublada la vista por la rabia.
Lanzó una ráfaga en modo automático. Mientras Souza disparaba al agua como loco, el pánico se apoderó del otro soldado, que empezó a pegar tiros a la ponzoñosa oscuridad.
—Bastardos! —gritó de nuevo Souza.
—Basta —dijo Pendergast sin levantar la voz, pero con gran dureza—. Pare.
El coronel se quedó quieto al sentir en el hombro el tacto frío de la mano del agente. Temblaba de los pies a la cabeza.
—Mi hijo —dijo, desesperado.
—Está jugando con nosotros —dijo Pendergast—. Tenemos que encontrar una salida.
—¿Quién? —exclamó el coronel—. ¿De quién habla? ¿Quién es? —Sintió otro ataque de rabia que le hizo gritar hacia la oscuridad—. ¿Quién eres? Quem é você?
Pendergast no contestó. Señaló al último soldado.
—Tú, ponte al final. —Volvió a girarse hacia el coronel—. Usted quédese a mi lado. Tenemos que continuar.
Souza siguió a Pendergast por un túnel elegido por motivos que ni conocía ni le interesaban ya. El estadounidense se movía deprisa por el agua, deslizándose como un tiburón, mientras el coronel a duras penas conseguía mantener el ritmo. Souza vio que cogía una granada y le arrancaba el pasador pero sin soltarla, con la espoleta apretada.
Prosiguieron hasta otra confluencia de túneles, otra zona de peligro. De repente, para sorpresa del coronel, Pendergast se giró y lanzó la granada por el túnel del que acababan de emerger.
—¡Al suelo! —exclamó.
Se sumergieron en el agua justo cuando la explosión estremeció el túnel como un cañón de agua. Después oyeron circular el eco sordo de la detonación por el laberinto de pasadizos.
Pendergast señaló un túnel.
—¿Cómo sabe que es por donde se sale? —dijo sin aliento el coronel.
—Porque es el que no tiene eco —respondió en voz baja.
Al principio el agua se volvía más profunda, pero al poco rato apareció una plataforma de piedra junto a la pared, con unos escalones. Pendergast había elegido bien: era una salida, un antiguo túnel que debía de llevar al lago, una vía de agua secreta para entrar y salir de la fortaleza.
—Agora eu esto satisfeito… —dijo de pronto una voz entre la niebla, distorsionada y espantosa.
El coronel se echó al suelo y disparó casi sin pensar. La ráfaga quedó truncada al vaciarse el cargador. Aun así siguió apretando el gatillo, mientras gritaba:
—¿Quién está ahí? ¿Quién es?
La única respuesta fue un solo disparo en la oscuridad. Después de un breve fogonazo, el último soldado que le quedaba al coronel cayó al agua con un ruido gutural.
Pendergast se agazapó al lado de Souza, usando el muelle de piedra como parapeto, y escrutó la oscuridad con sus ojos plateados.
Souza extrajo con torpeza el cargador, lo tiró al agua y sacó otro de la mochila. Intentó ponerlo en su sitio, pero le temblaban las manos. Pendergast le sujetó el arma. Finalmente el coronel logró encajar la munición.
—Ahórrese las balas —dijo Pendergast en voz baja—, es lo que pretende.
—Os fantasmas? —puntualizó el coronel temblando de los pies a la cabeza.
—Por desgracia es real.
Después de su enigmática respuesta, Pendergast trepó por los peldaños de piedra, seguido a trancas y barrancas por el coronel; y así, entre resbalones, llegaron a una estrecha pasarela y la recorrieron a gran velocidad para refugiarse en un nicho.
—Agora eu esto satisfeito… —repitió la misma voz en aquel aire lleno de efluvios.
Su sonido fue como un picahielos en el oído del coronel. Dentro del túnel era imposible averiguar su procedencia. Llegaba de todas partes y de ninguna, grave pero extrañamente penetrante.
—¿Qué quiere decir? —susurró Pendergast.
—Qué horror… Quiere decir «satisfacción, plenitud»…
Souza no podía respirar ni pensar. A duras penas lograba asimilar lo que había ocurrido y seguía ocurriendo. Aquella pesadilla iba mucho más allá de lo que hubiera imaginado.
—Tenemos que continuar, coronel.
La voz serena del agente tuvo la virtud de sosegarlo un poco. Cogió su MI6, y una vez en pie siguió la silueta huidiza de Pendergast por el pasillo. Pasaron al lado de conductos y túneles que en algunos casos supuraban agua negra.
Los siguió una risa grave. El coronel no lo aguantaba más. Volvió a tener la sensación de que todo se venía abajo. Su mundo destruido, y ahora aquello… ¿Cómo podía ser? ¿Quién era aquel demonio?
—Você está satisfeito, Coronel? —dijo la voz, más cerca, entre la niebla: «¿Está satisfecho, coronel?».
Fue como si de golpe desapareciera el mundo. El coronel Souza se volvió rugiendo y corrió hacia la voz. El ruido que emanaba de su boca no era totalmente humano, sino un alarido de furia animal. Con el dedo pegado al gatillo, y el arma en modo automático, movía el cañón de un lado a otro y descargaba en la bruma el cargador de treinta balas.
Al final se acabaron las balas, y en el brusco silencio fue como si Souza despertase: se detuvo y esperó, esperó el final, que de repente deseaba como nunca había deseado nada en toda su vida.