20

Felder nunca había estado en Southport, Connecticut, y le sorprendió su inesperado encanto. Era un puerto atractivo y tranquilo, en un condado caracterizado por su dinamismo como era el de Fairfield. Al salir de Pequot Avenue por Center Street para ir al casco viejo pensó que había cosas bastante peores que vivir en un sitio así.

Se respiraba el típico ambiente de Nueva Inglaterra. Casi todas las casas eran de estilo colonial, y a juzgar por su aspecto databan de principios del siglo XX, con paredes de listones blancos, vallas de madera y jardines muy cuidados, llenos de árboles. También imponía respeto la biblioteca municipal, una amplia construcción neorrománica hecha con sillares y plagada de detalles caprichosos. Parecía que la única mancha en el blasón de la localidad fuera una vieja mansión situada a pocas casas de la biblioteca, una mole ruinosa, de estilo Reina Ana, que con sus postigos abiertos, tejas sueltas y jardín infestado de malas hierbas parecía salida de La familia Addams. Solo faltaba, pensó irónicamente al pasar con su coche, ver sonreír al tío Fétido en una de las ventanas del último piso.

Al entrar en lo que era el pueblo en sí volvió a animarse. Encontró una plaza de aparcamiento frente al club náutico, y tras consultar una nota escrita a mano cruzó con paso enérgico la carretera en dirección a un simpático edificio de madera de una sola planta, con vistas al puerto.

El interior del Museo de Historia de Southport desprendía un agradable olor a libros viejos y cera para muebles. Cobijaba una serie de objetos antiguos muy bien conservados, y no se veía a nadie más que a una mujer peinada con esmero, de cierta edad (también ella muy bien conservada), que bordaba en una mecedora.

—Buenas tardes —dijo—. ¿Puedo ayudarlo en algo?

—Pues la verdad es que sí —respondió Felder—. Había pensado que quizá pudiera contestarme unas preguntas.

—Estaré encantada. Siéntese, por favor.

La mujer indicó la mecedora que tenía delante. Felder tomó asiento.

—Estoy llevando a cabo una investigación sobre el pintor e ilustrador Alexander Wintour, y tengo entendido que su familia era de esta zona.

Ella asintió con la cabeza.

—Sí, es verdad.

—Me interesa su obra, concretamente sus cuadernos de dibujo. Quería saber si todavía existen y si usted me podría dar alguna pista para empezar a buscarlos.

La mujer dejó el bordado cuidadosamente sobre su regazo.

—Pues mire, joven, puedo decirle con bastante convicción que casi seguro que existen. Y sé dónde los puede encontrar.

—Me alegro mucho de oírlo —dijo Felder, con un hormigueo de emoción: iba a ser más fácil de lo que esperaba.

—Aquí sabemos bastante sobre la familia Wintour —añadió ella—. Podría decirse que Alexander Wintour no acabó de situarse nunca en la primera fila. Era un buen ilustrador, con muy buen ojo, pero artista, lo que se dice artista de verdad, no; ahora bien, desde una perspectiva histórica su obra no carece de interés. De todos modos, seguro que no le digo nada nuevo. —Sonrió afablemente.

—Al contrario —se apresuró a decir Felder—. Continúe hablando, por favor.

—Por lo que respecta a la familia, el hijo de su hermana, el sobrino de Alexander, encontró un muy buen partido: se casó con la hija de un magnate naviero de la zona. Alexander, que nunca se casó, se fue del bungalow de la familia, en Oíd South Road, y se instaló cerca, en la residencia de su sobrino, mucho más suntuosa.

Felder asintió con avidez.

—Siga.

—El magnate en cuestión era un coleccionista voraz de objetos literarios: libros, manuscritos, alguna que otra litografía y sobre todo material epistolar. Dicen que consiguió la colección completa de cartas de Albert Bierstadt a partir de su viaje de 1882 por California, con docenas de dibujos. También logró adquirir una serie de cartas de amor escritas por Grover Cleveland a Francés Folsom, antes de que se casaran. ¿Sabe que es el único presidente de la historia que contrajo matrimonio en la Casa Blanca?

—No, no lo sabía —dijo Felder acercándose algo más.

—Pues ya lo ve. También están las cartas que mandó Henry James a su editor en Houghton Mifflin mientras escribía Retrato de una dama. La verdad es que es una colección impresionante. —Juntó las manos encima del bordado—. Pero en fin, el caso es que Alexander Wintour murió joven, que no llegó a casarse y que dicen que su hermana heredó gran parte de su colección artística, a excepción de una serie de pinturas que si no me equivoco fueron donadas a la New-York Historical Society. Los álbumes y los cuadernos debieron de pasar a manos del hijo de la hermana, que también tuvo descendencia con su rica esposa: una hija, que todavía vive, aquí en Southport. En el museo no nos cabe duda de que los cuadernos de Wintour siguen en su biblioteca, junto con las colecciones de cartas y manuscritos de su abuelo. Como comprenderá, estaríamos más que encantados de tenerlos, pero…

La mujer sonrió. Felder prácticamente dio una palmada de entusiasmo.

—Es estupendo lo que me ha contado. Dígame dónde vive, por favor, para ir a verla.

La sonrisa de la mujer se borró.

—Oh, vaya… —Titubeó un poco—. Bueno, es un poco problemático. No pretendía alimentar sus esperanzas.

—¿Por qué lo dice?

Ella volvió a titubear.

—Yo le he dicho que sé dónde puede encontrar los cuadernos, pero no he dicho que vaya a poder verlos.

Felder se la quedó mirando.

—¿Por qué no?

—La señorita Wintour… Hablando en plata, siempre ha sido rara, desde pequeña. No sale nunca, no recibe nunca, no ve nunca a nadie… Desde que se murieron sus padres ha vivido enclaustrada. Y ese criado tan horrible que tiene… —La mujer sacudió la cabeza—. La verdad es que es una tragedia. Con lo activos que eran sus padres en la comunidad…

—Pero ¿y la biblioteca…? —empezó a preguntar Felder.

—Bueno, ha intentado consultarla mucha gente, especialistas y gente así… Sobre todo por las cartas de Henry James y Grover Cleveland, que tienen importancia histórica y literaria, pero ella no ha dado permiso a nadie, a nadie en absoluto. Vino una delegación de Harvard expresamente para examinar las cartas de Bierstadt, y se dice que ofrecieron una buena suma, pero ella no dejó ni que cruzasen la puerta. —La mujer se inclinó y acercó el dedo índice a un lado de la cabeza—. Está chalada —susurró confidencialmente.

—¿Y no puedo hacer… nada de nada? Es que es importantísimo.

—Francamente, si lo deja entrar será un milagro. Lamento decirlo, pero me consta que hay bastantes estudiosos, y otra gente… —bajó la voz— que esperan el día en que ya no esté ella para negarles el acceso.

Felder se levantó.

—Siento no poder ayudarlo más.

—Ya que he hecho expresamente el viaje desde la ciudad será mejor que intente verla, ya que estoy aquí —dijo con un suspiro.

El rostro de la mujer dibujó una expresión compasiva.

—¿Puede decirme dónde queda la casa, por favor? —pidió Felder—. No pierdo nada por llamar a la puerta, ¿no?

—No, perder no pierde nada, pero yo de usted no esperaría gran cosa.

—Descuide. Si tuviera la dirección…

Sacó su nota manuscrita, dispuesto a anotarla.

—Uy, no, si no hace falta, no tiene pérdida: es la casona que hay en Center Street, al lado de la biblioteca.

—La… ¿la que se cae a trozos? —preguntó Felder, más desanimado aún.

—La misma. Es una lástima que haya echado a perder la finca familiar. Afea el pueblo. Ya le digo que aquí hay más de uno esperando…

Dejó la frase inacabada, por decoro, y se dispuso a seguir bordando.

Dos tumbas
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