7

Haciendo equilibrios para que no se le cayera de la mano la bandejita metálica de las bebidas, Vincent D'Agosta abrió la puerta corredera y salió al microscópico balcón del piso. Cabían justo dos sillas y una mesa. Una de las sillas la ocupaba la capitana Laura Hayward, que cruzando sus bonitas piernas consultaba el informe patológico que D'Agosta se había llevado a casa. Llegaba hasta ellos el ruido del tráfico de la Primera Avenida, y aunque todavía hiciera mucho calor para ser el último día de noviembre estaba claro que el aire ya era otro. Probablemente fuera la última vez que salieran juntos al balcón hasta la primavera.

Dejó la bandeja en la mesa. Hayward levantó la vista de las fotos como si su sordidez no la afectase.

—Mmm… Qué buena pinta. ¿Qué es?

D'Agosta le dio uno de los vasos.

—Pruébalo y verás.

Hayward dio un sorbo, frunció el ceño y repitió, pero menos cantidad que antes.

—¿Qué es esto, Vinnie?

—Un spritz italiano —dijo él, sentándose—. Hielo, Prosecco, un chorrito de agua con gas y Aperol. Adornado con una rodaja de unas naranjas sanguinas que he comprado en Greenwich Produce, en la estación Grand Central, de camino a casa.

Hayward bebió otro sorbo y dejó el vaso.

—Mmm. —Vaciló—. Ojalá pudiera decir que me ha gustado.

—¿No te gusta?

—Sabe a almendras amargas. —Se rió—. Me siento como Sócrates. Perdona. Con lo que te has esforzado…

Cogió su mano y la apretó.

—Pues es una bebida muy popular.

Ella volvió a coger el vaso y lo sostuvo con el brazo extendido para examinar el líquido, de un naranja velado.

—Me recuerda al Campari. ¿Lo conoces?

—¿Bromeas? Lo bebían mis padres cuando vivían en Queens y tenían la esperanza de pasarse a Manhattan.

—De todos modos, gracias, Vinnie, amor mío; aunque si no te importa me tomaré lo de siempre.

—Sí, claro.

Después de un sorbo de su vaso, D'Agosta decidió que él también se tomaría lo de siempre. Cruzó la puerta abierta para entrar en la cocina, vaciar los vasos en el fregadero y servir dos copas más: para él una Michelob muy fría, y para ella una copa del Pouilly-Fumé de sabor silíceo, pero nada caro, que tenían siempre en la nevera. Se las llevó al balcón y volvió a sentarse.

Estuvieron varios minutos sin decirse nada, atentos a la pulsación de Nueva York y disfrutando mutuamente de su compañía. D'Agosta miró con disimulo a Hayward. Hacía unos diez días que tenía planeado hasta el último detalle de la velada: la cena, el postre, las copas… y la pregunta. Ahora que gozaba de buena salud, con el trabajo bien encarrilado, y que su divorcio no era más que un desagradable recuerdo, por fin estaba preparado para pedirle a Laura que se casara con él. Y confiaba bastante en que ella le dijera que sí.

Lo malo era que desde entonces se había complicado todo un poco. Aquel asesinato tan insólito, que absorbería sin remedio hasta el último minuto de su tiempo… Y por encima de todo las alucinantes noticias sobre Pendergast.

Los planes de cena seguían en pie, pero no era el momento de hacer ninguna petición de mano.

Hayward volvió a mirar el informe y lo hojeó.

—¿Qué tal la gran reunión de esta tarde?

—Bien. Me ha parecido que a Singleton le gustaba.

—¿Ya tienes los resultados de ADN?

—Qué va. Es el laboratorio más lento de toda la ciudad.

—Lo interesante es que el asesino no intentara disfrazarse ni evitar las cámaras de seguridad. Casi parece que os desafíe a encontrarlo, ¿no?

D'Agosta dio un trago a su cerveza. Hayward lo observaba.

—¿Qué pasa, Vinnie?

El suspiró.

—Pendergast. Esta tarde he conseguido hablar con él por teléfono y me ha dicho que su mujer está muerta.

Laura dejó la copa y lo miró, conmocionada.

—¿Muerta? ¿Cómo?

—Los que la secuestraron. Le pegaron un tiro en México, parece que para distraer a Pendergast y poder escapar.

—Dios mío…

Laura suspiró y sacudió la cabeza.

—Es espantoso, una tragedia. Y yo nunca lo había oído así. Sonaba como… —D'Agosta hizo una pausa—. No sé, como si no le importase. Como si estuviera muerto. Y luego me ha colgado.

Hayward asintió, compadecida.

—Me preocupa su estado mental. Habiéndola perdido así… —D'Agosta respiró profundamente y miró su cerveza—. Me estoy preparando para una reacción.

—¿Qué tipo de reacción?

—No lo sé. Por los antecedentes, puede que una explosión de violencia. Es tan imprevisible… Puede ocurrir cualquier cosa. Tengo la sensación de estar viendo un accidente de tren a cámara lenta.

—Quizá estuviera bien que hicieras algo.

—Me ha dejado claro que no quiere compasión ni ayuda. ¿Y sabes qué? Que por una vez cumpliré sus deseos y no interferiré.

Se quedó callado.

Al principio Hayward no contestó. Después carraspeó.

—Vinnie, lo está pasando mal. No creía que fuera a decirlo nunca, pero este sí que podría ser el momento de interferir.

D'Agosta la miró.

—Te voy a explicar cómo lo veo. Hasta ahora Pendergast nunca había fallado, al menos así. Tan y tan enfrascado como estaba en descubrir la verdad sobre lo que le sucedió a su mujer… En esa búsqueda casi te matan a ti, y yo casi sufro una violación colectiva. Y luego, justo cuando empezaba a creerse que sí, que estaba viva… —Hayward hizo una pausa—. La cuestión es que en el fondo dudo que le pasara por la cabeza la idea de fallar. Ya conoces a Pendergast. Ya sabes cómo trabaja. Era lo que más le preocupaba en el mundo, más que cualquiera de sus investigaciones, y ahora se ha acabado. Punto final. Ha fallado. No me puedo imaginar lo que estará sintiendo. —Hizo una nueva pausa—. Tú dices que habrá una explosión de violencia, pero en ese caso ¿por qué no ha salido en tromba a por los asesinos? ¿Por qué no echa abajo nuestra puerta y te pide ayuda?

D'Agosta sacudió la cabeza.

—Buenas preguntas.

—Yo creo que está totalmente desesperado —explicó Hayward—. Estoy segura.

Se quedaron en silencio. D'Agosta bebía cerveza, taciturno.

Al final fue Hayward quien volvió a salir de su inmovilidad.

—Vinnie, te lo digo sabiendo que hago mal, pero quizá lo que necesite Pendergast para salir del pozo sea una investigación de las buenas. ¿Y sabes qué? Que tenemos una en las narices —dijo dando unos golpecitos al informe forense.

D'Agosta suspiró.

—Te agradezco lo que dices, de verdad, pero esta vez… Paso. Es que no me corresponde inmiscuirme así.

Miró a Hayward por encima de la mesa. Después sonrió con cierta pesadumbre y contempló las fachadas del otro lado de la Primera Avenida, que el sol poniente bruñía de rosa y oro.

Dos tumbas
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