21

El doctor John Felder conducía muy, muy lentamente por Center Street, levantando las hojas secas de diciembre. Bajaba la cabeza como si no quisiera ver gran cosa más allá del tablero de mandos de su Volvo. Su desaliento no parecía proporcionado a la decepción que acababa de sufrir. Comprendió que se había dejado convencer a sí mismo de que el viaje a Connecticut podía marcar el final de su búsqueda.

Aún era posible. Podía ocurrir cualquier cosa.

Las casas discurrían una tras otra, con sus fachadas de pintura impoluta y sus cuidadas plantas, protegidas del invierno con mantillo. Y de repente fue como si se oscureciera el panorama, como si pasara una nube por delante del sol; apareció la casona. Felder tuvo un escalofrío. Se fijó en la valla de hierro forjado, terminada en pinchos llenos de agujeros; en los hierbajos que alfombraban el patio, muertos y helados, y en la mansión en sí, lóbrega, de tejado a dos aguas que pendía exageradamente grávido sobre las piedras oscuras y descoloridas de la fachada. Casi creyó ver una grieta gigantesca desde los cimientos al tejado, como en la casa Usher. Bastaría un soplo de viento en la dirección equivocada para que todo se desmenuzase en un alud final.

Aparcó, apagó el motor y salió del coche. Al abrir la verja, que emitió un chirrido ahogado, cayeron en sus manos trozos rojos de herrumbre y escamas de pintura negra. Buscó algo que decir mientras pisaba el cemento agrietado y abombado del camino de entrada.

Era consciente del problema: aun siendo psiquiatra de profesión se le daba muy mal manipular a los demás. Mentía fatal y se engañaba con facilidad, como de sobra demostraba el pasado reciente.

¿Debía seguir con la misma artimaña académica que en la New-York Historical Society? No; si la señorita Wintour había echado a una delegación de Harvard no querría saber nada de un solo especialista que había extraviado su acreditación.

Quizá fuera mejor tocar la tecla del orgullo familiar y decirle a la anciana que quería resucitar la fama artística de su tío abuelo, sacarla del olvido y la soledad. Pero no, eso ya había tenido muchas ocasiones de hacerlo ella misma.

¿Qué demonios diría?

Llegó demasiado aprisa a la escalera, y empezó a subir. Las piedras unidas con mortero cedieron traicioneras al peso de su cuerpo. Frente a él se erguía una enorme puerta negra, llena de arañazos y desconchados. Una gran aldaba de latón en forma de cabeza de grifo miraba al visitante como si estuviese a punto de morderlo. Timbre no había. Respiró profundamente, cogió la aldaba con cuidado y dio un golpe.

Esperó. Nada.

El segundo aldabonazo fue un poco más fuerte. Lo oyó reverberar por las entrañas del caserón.

Nada.

Se humedeció los labios casi con alivio. Un intento más y se iría. Cogió la aldaba con firmeza y asestó un severo impacto.

Dentro se oyó una vaga voz. Esperó. Al cabo de un minuto se oyó el eco de unos pasos sobre mármol, preludio a un ruido de cadenas y cerrojos muy necesitados de aceite. Se abrió un resquicio.

Dentro reinaba una gran oscuridad, en la que Felder no vio nada. Después su vista descendió, y creyó discernir un ojo. Sí, tuvo la seguridad de que lo era: un ojo que lo examinaba de los pies a la cabeza, entornado de recelo, como si Felder pudiera ser un testigo de Jehová o un vendedor a domicilio.

—¿Qué pasa? —inquirió una vocecilla surgida de la oscuridad.

Felder movió la mandíbula.

—He…

—¿Qué, qué pasa?

Carraspeó. Iba a ser aún más difícil de lo previsto.

—¿Viene por lo de la casa del portero? —preguntó la voz.

—¿Perdón?

—Digo que si viene para alquilar la casa del portero.

«¡Aprovecha, tonto!», se dijo.

—¿La casa del portero? Ah, sí, a eso vengo.

Le cerraron la puerta en la cara.

Se quedó todo un minuto en el último escalón, perplejo, hasta que la puerta se abrió, esta vez algo más. Delante de él había una mujer diminuta, con una piel de zorro un poco apolillada y un sombrero de paja de ala ancha como los que se llevan en la playa. De un fino bracito colgaba un bolso de piel negra, con aspecto de ser caro.

Detrás de la mujer, la oscuridad onduló, y pareció que se moviese toda la puerta. Cuando se perfiló una forma en la luz, Felder vio que era un hombre, muy alto (al menos dos metros) y con cuerpo de defensa de fútbol americano. Por sus facciones y su color de piel pensó que podía ser de las islas Fiji o del sur del Pacífico. Vestía una prenda extraña, amorfa, con un dibujo de batik naranja y blanco. Llevaba el pelo muy corto, y la cara y los brazos recubiertos de tatuajes muy enrevesados. Miró incisivamente a Felder, pero no dijo nada. Felder pensó que debía de ser el criado. Tragó saliva, incómodo, intentando no mirar los tatuajes. Solo le faltaba un hueso en la nariz.

—Tiene suerte —dijo la mujer, a la vez que se ponía guantes blancos—. Ya iba a quitar el anuncio. Me había parecido buena idea, porque alquilar un sitio así sería un honor para cualquiera, ¿no?, pero está visto que no entiende una la mente moderna. Dos meses ya en la Gazette. Menudo derroche. —Pasó al lado de Felder, bajó por la escalera y se giró—. Venga, venga, acompáñeme.

Felder la siguió entre los hierbajos, zarandeados por el viento invernal. Por la descripción que le había hecho la encargada del museo de Southport se había llevado la impresión de que la señorita Wintour sería una mujer decrépita, llena de arrugas, pero lo cierto era que aparentaba poco más de sesenta años y que su cara le recordó un poco a Bette Davis en su madurez, bien conservada, e incluso atractiva. Su acento iba en la misma línea: de esos que en mejores tiempos se asociaban con la costa norte de Long Island, de donde procedía la familia del propio Felder, pero que casi ya no se oían. Siguió adelante, muy consciente de que los seguía en silencio el fornido criado.

—¿Cómo es? —preguntó ella de improviso.

—Perdone —contestó él—, pero ¿cómo es qué?

—¿Qué va a ser? ¡Su nombre!

—Ah… Perdone. Me llamo… Feldman, John Feldman.

—¿Y su profesión?

—Soy médico.

Al oírlo, la señorita Wintour se paró y se giró a mirarlo.

—¿Puede dar referencias?

—Sí, supongo que sí, si es necesario.

—Hay que cumplir ciertos trámites, joven. Tampoco es que sea una casa cualquiera. La diseñó Stanford White.

—¿Stanford White?

—Es la única vivienda de portero que diseñó. —La mirada volvía a ser recelosa—. Lo ponía en el anuncio. ¿No lo leyó?

—Ah, sí… —dijo rápidamente Felder—. Se me había olvidado. Perdone.

—Pff —dijo ella, como si fuera un dato que debiera grabarse en la memoria de cualquier persona, y siguió caminando entre los hierbajos y la hierba seca.

Al rodear la mansión por detrás apareció la casa del portero. Era de la misma piedra oscura que el edificio principal, y custodiaba una entrada y un acceso de vehículos que no parecía existir ya. Las ventanas estaban agrietadas, empañadas de mugre. Más de una había sido cerrada con tablones. Felder observó que la casa, de dos plantas, era en efecto de líneas elegantes, pero vencidas por el tiempo y el desgaste.

La señorita Wintour fue la primera en llegar a la única entrada del edificio, una puerta cerrada con candado. Tras una interminable búsqueda en su bolso, apareció una llave que fue introducida en la cerradura. La señorita Wintour empujó la puerta y señaló el interior con gesto teatral.

—¡Fíjese! —dijo, orgullosa.

Felder escrutó el interior. El aire estaba lleno de grandes motas de polvo que casi obstruían el paso de la luz del sol, dificultado de por sí por las ventanas. Lo único que vislumbró fueron vagos perfiles.

La señorita Wintour, que parecía molesta por no verlo entrar en éxtasis, traspasó el umbral y encendió un interruptor.

—¡Pase, pase! —dijo, irritada.

Felder entró. Tras ellos, el criado se quedó en el umbral (apenas cabía por la puerta), bloqueando la salida con los brazos cruzados en su fornido pecho.

Una sola bombilla pugnó por encenderse en las alturas. Felder oyó un correteo de ratones asustados por su irrupción. Miró a su alrededor. Colgaban tupidas telarañas de las vigas, y gran parte del espacio lo ocupaba un amasijo de restos de épocas pretéritas: cochecitos, baúles de viaje, un maniquí de sastre… Cada paso levantaba nubecitas de polvo. Las manchas de moho en las paredes, de un gris verdoso, formaban un dibujo como el de los leopardos.

—Stanford White —repitió la señorita Wintour con orgullo—. Nunca verá otra igual.

—Muy bonita —murmuró Felder.

—Ni que lo diga. —La señorita Wintour hizo un amplio gesto con la mano—. Bueno, está claro que en algunos sitios se tendría que pasar una bayeta, pero eso se resuelve en una sola tarde. Cinco mil al mes.

—Cinco mil —repitió Felder.

—Con muebles y todo. ¡Muy buen precio, se lo digo yo! Ahora bien, está prohibido desplazar el mobiliario. Gastos no incluidos, por supuesto. Tendría que pagar usted el carbón de la caldera, aunque es un edificio tan bien hecho que probablemente no le haga falta calefacción.

—Mmm —dijo Felder.

La temperatura no podía subir mucho de los cero grados.

—El dormitorio y el baño están en el piso de arriba y la cocina, aquí al lado. ¿Quiere verlos?

—No, creo que no, pero se lo agradezco.

La mujer echó un vistazo con un orgullo nada desdeñable, ciega al polvo, la mugre y el moho.

—Yo no dejo entrar a cualquiera. En eso soy muy quisquillosa. No admito conductas licenciosas, ni invitados del sexo opuesto. Es un edificio histórico; y claro, también tengo un apellido que proteger. Seguro que me entiende.

Felder asintió con aire ausente.

—De todos modos me parece usted un joven muy amable. Tal vez podamos tomar alguna tarde el té en el salón delantero. Ya veremos.

«El salón delantero.» Felder recordó las palabras de la encargada del museo de Southport: «Vino una delegación de Harvard y ofreció una buena suma, pero ella no dejó ni que cruzasen la puerta».

Se dio cuenta de que la señorita Wintour lo observaba, ceñuda y expectante.

—¿Y bien? No he salido de casa por gusto, ¿eh? Cinco mil al mes más gastos.

Increíblemente, Felder se oyó contestar como si fuera la voz de otra persona.

—Me la quedo.

Dos tumbas
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