22

D'Agosta había visto mucha mierda, y mucho morbo: jamás olvidaría los dos cadáveres descuartizados de Waldo Falls, en Maine, pero aquello se llevaba la palma. Era la visión más siniestra de una serie de crímenes de truculencia excepcional. El cuerpo de la joven yacía desnudo boca arriba, formando una especie de esfera de reloj humano con sus extremidades seccionadas. Por debajo de todo irradiaba una corona de sangre como un sol, y en los bordes se distribuían órganos diversos, como en un maldito bodegón. Por no hablar del dedo pequeño del pie, el elemento extra, amorosamente colocado en la frente de la víctima.

Y para rematarlo todo, el mensaje escrito con el dedo en el torso: «¡Tú la llevas!».

Ya habían hecho todos su trabajo: el forense, la policía científica, los de identificación de huellas, el fotógrafo… Todos habían recogido sus pruebas y se habían ido. Habían tardado horas. Ahora les tocaba a él y Gibbs. D'Agosta tenía que reconocer que Gibbs se había tomado bastante bien la espera. No había enseñado la placa ni había irrumpido de cualquier manera, como había visto hacer a otros federales. Con el paso de los años la división de homicidios había procurado establecer una serie de pautas relativas a la intrusión de peces gordos en los lugares del crimen, con la correspondiente interrupción de la labor de los especialistas, y D'Agosta se tomaba muy en serio aquellas normas. Ya no llevaba la cuenta de las veces en que había visto a un mandamás ponerlo todo patas arriba en espera de una sesión de fotos, o para hacer de cicerone a sus amigos políticos, o solo por hacer valer su autoridad.

Hacía calor a causa de los focos y olía mal: un hedor de sangre, de materia fecal y de muerte. Caminó alrededor del cadáver fijándose en todos los detalles para grabárselos en la memoria y de construir y reconstruir la escena a la vez que la dejaba discurrir con libertad. Era otro asesinato meticuloso, planeado y ejecutado con la precisión de una campaña militar. Todo exudaba un aire de seguridad y hasta arrogancia por parte del asesino.

De hecho, al observar la escena tuvo una sensación de déja vu. Había algo en aquel lugar del crimen que le recordaba otra cosa. Al dar vueltas a la idea comprendió de qué se trataba: el aspecto, el ambiente, eran los de un diorama de museo. Todo estaba cuidadísimo, todo en su sitio, para crear una impresión, una ilusión, un impacto visual.

Pero ¿de qué? Y ¿por qué?

Miró a Gibbs, que examinaba en cuclillas la inscripción del torso. Los focos multiplicaban su sombra en el lugar del crimen.

—Esta vez —dijo Gibbs— el asesino ha usado un guante.

D'Agosta asintió con la cabeza. Interesante observación. Su opinión sobre Gibbs subió otro punto.

Francamente, tenía sus dudas de que detrás de aquello estuviera el hermano de Pendergast. El no veía ninguna relación entre el modus operandi de aquel asesino y lo que había hecho Diógenes en el pasado. En cuanto al móvil, esta vez, a diferencia de la anterior carnicería de Diógenes, el asesino carecía de un motivo discernible para matar a aquellas víctimas seleccionadas al azar. El hombre a quien había visto D'Agosta en las grabaciones de seguridad, aun coincidiendo aproximadamente en estatura, peso y constitución, no se movía con la fluidez que recordaba en Diógenes. Los ojos eran diferentes. Diógenes no le parecía el tipo de psicópata que pudiera empezar a descuartizarse a sí mismo y dejar las partes junto a los cadáveres. Por último estaba el pequeño detalle de su supuesta caída en un volcán siciliano. La único testigo de este hecho tenía la absoluta convicción de que Diógenes estaba muerto, y su testimonio era muy bueno, aunque tampoco anduviera muy bien de la cabeza.

Pendergast no había querido explicarle por qué creía que el asesino era su hermano, y en el fondo D'Agosta tenía la impresión de que la extraña idea nacía de la mezcla entre la honda depresión provocada por la muerte de su esposa y una sobredosis de drogas. Ahora se arrepentía de haber intentado meterlo en la investigación, y se sentía realmente aliviado de que el agente especial no se hubiera presentado en el lugar del crimen.

Gibbs se levantó, poniendo fin a su largo examen del cadáver.

—Teniente, empiezo a pensar que podría haber dos asesinos. Puede que sea una especie de equipo a lo Leopold y Loeb.

—¿En serio? Las grabaciones son de una sola persona, y solo tenemos huellas de sangre de unos pies y un único cuchillo.

—Sí, tiene razón, pero piénselo: los tres hoteles se caracterizan por la máxima seguridad y están repletos de empleados, pero en todos los casos el asesino ha entrado y ha salido sin que lo sorprenda, pare, interrumpa o interpele nadie. Una manera de explicarlo sería que tuviera un cómplice, algún centinela.

D'Agosta asintió despacio.

—Del trabajo sucio se encarga el asesino, que es a quien dedicamos todos nuestros análisis, el que saluda a la cámara diciendo: «¡Hola, mamá, estoy aquí!», pero en algún sitio tiene un socio que es todo lo contrario: alguien invisible, que desaparece por no se sabe dónde y lo ve y lo oye todo. Durante la ejecución del crimen el único contacto entre los dos es que están en comunicación de manera secreta y continua.

—Por un auricular, o algún aparato parecido.

—Exacto.

A D'Agosta le gustó enseguida la idea.

—Pues hay que buscarlo; tiene que estar en nuestras grabaciones de seguridad.

—Es probable, pero, claro, disfrazado con muchísimo cuidado.

De pronto cayó sobre el cadáver una sombra alargada que surgió del dormitorio, sobresaltando a D'Agosta. Poco después apareció alguien alto y vestido de negro, que recibía la luz por detrás y cuyo pelo, de un rubio casi blanco, formaba un halo luminoso en torno a su rostro en penumbra, lo cual le daba el aspecto no de un ángel, sino de algún resucitado espeluznante, un espectro nocturno.

—¿Dos asesinos, dice? —pronunció una voz melosa.

—¡Pendergast! —dijo D'Agosta—. Pero ¿qué coño hace aquí? ¿Cómo ha entrado?

—Igual que usted, Vincent. Acabo de examinar el dormitorio.

Su tono no era exactamente amistoso, pero D'Agosta pensó que al menos traslucía una dureza ausente en su última conversación.

Echó un vistazo a Gibbs, que observaba fijamente a Pendergast sin poder disimular una mirada de reproche.

Con otro paso hacia delante, la intensa luz iluminó de lleno la cara de Pendergast y la barrió en sentido lateral, cincelando sus facciones con la perfección del mármol. La cara se giró.

—Se le saluda, agente Gibbs.

—Igualmente —dijo Gibbs.

—Confío en que haya quedado satisfecho con nuestro enlace.

Un silencio.

—Ya que lo comenta, todavía no me han confirmado su participación en el caso.

Pendergast hizo chasquear la lengua.

—Ah, la burocracia del FBI, siempre tan de fiar…

—Pero, claro —dijo Gibbs, disimulando a duras penas su mala voluntad—, siempre es bienvenida la ayuda de un compañero.

—Ayuda —repitió Pendergast.

De repente se puso en acción y se movió en torno al cadáver, inclinándose con rapidez, examinando artículos con una lupa y cogiendo algo con pinzas que quedó guardado en un tubo de ensayo. Tras otros movimientos a una velocidad casi frenética completó el circuito y volvió a quedar frente a frente con Gibbs.

—¿Dos, dice usted?

Gibbs asintió con la cabeza.

—Solo es una hipótesis de trabajo —dijo—. Obviamente, aún no estamos en una fase que nos permita sacar conclusiones.

—Me encantaría saber lo que piensa. Me interesa sobremanera.

A D'Agosta lo inquietó un poco el vocabulario empleado por Pendergast, pero no dijo nada.

—Bueno —dijo Gibbs—, no sé si el teniente le habrá dado a conocer nuestro informe provisional, pero nosotros lo consideramos como obra de un asesino (o asesinos) muy organizado que actúa como si fuera un ritual. Ya le conseguiré el informe si es que no lo tiene.

—Lo tengo, lo tengo, pero es que no hay nada mejor que… ¿Cómo se lo diría? Escucharlo de primera mano. ¿Y el móvil?

—Este tipo de asesinos —prosiguió Gibbs sin alterarse— suele matar por motivos de gratificación libidinosa que solo pueden ser satisfechos mediante el ejercicio de un control y un poder extremos sobre otras personas.

—¿Y las partes corporales suplementarias?

—De eso no conocemos precedentes. La hipótesis que están desarrollando nuestros psicólogos es que el agresor tiene sentimientos de autoodio e inutilidad que lo superan (debidos tal vez a abusos infantiles), y que está interpretando una especie de suicidio a cámara lenta. Es la conjetura de la que parten nuestros expertos.

—Qué suerte tenemos. ¿Y el mensaje «Tú la llevas»?

—Este tipo de asesinos se burla a menudo de las fuerzas del orden.

—Su base de datos tiene respuesta para todo.

No pareció que Gibbs supiera cómo interpretarlo. Tampoco D'Agosta.

—Reconozco que es una muy buena base de datos —concluyó Gibbs—. Seguro que sabe, agente Pendergast, que el sistema de perfil conjunto NCAVC/UCC consta de decenas de miles de entradas. Se basa en estadísticas, agregados y correlaciones. Eso no quiere decir que el asesino se ajuste necesariamente al patrón, pero sí nos da un punto de partida.

—En efecto. Cuando menos les da un rastro que seguir hasta lo más profundo del bosque.

La metáfora, bastante rara, quedó en el aire, mientras D'Agosta trataba de entender qué había querido decir exactamente Pendergast. Cayó sobre ellos un silencio tenso, durante el que Pendergast siguió mirando a Gibbs con la cabeza un poco ladeada, como si examinase un espécimen. Después se giró hacia D'Agosta y lo cogió por la mano.

—Bueno, Vincent —dijo—, ya somos de nuevo compañeros en una investigación. Quiero darle las gracias por… ¿Cómo se lo diría? Por contribuir a salvarme la vida.

Y después de esas palabras se giró y se fue rápidamente por la puerta con un revoloteo de faldones negros.

Dos tumbas
cubierta.xhtml
Khariel.htm
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
PrimeraParte.xhtml
SegundaParte.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Epilogo.xhtml
autor.xhtml