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El despacho del supervisor Peter S. Joyce era uno de los más abarrotados del gran edificio de Federal Plaza 26. Las estanterías abundaban en libros sobre historia de América, el sistema judicial penal y las tradiciones marineras, y las paredes estaban decoradas con fotos de su viejo balandro de diez metros de eslora, el Carga de la prueba. En cambio la mesa de Joyce estaba totalmente vacía, como la cubierta de un barco al prepararse para una tormenta. Por la única ventana del despacho se veía Lower Manhattan de noche; Joyce, trasnochador empedernido, siempre se reservaba el trabajo más importante del día para el final.
Llamaron suavemente a la puerta.
—Adelante —dijo.
Al abrirse entró el agente especial Aloysius Pendergast, que la cerró sin hacer ruido, dio unos pasos y se sentó en la única silla colocada delante de la mesa.
A Joyce lo irritó un poco que se hubiera sentado sin permiso, pero disimuló. Tenía cosas más importantes que decir.
—Agente Pendergast —fueron sus primeras palabras—, en los tres años que han pasado desde su traslado a la delegación de Nueva York he tolerado sus… ¿cómo le diría? Sus rarezas como agente, y a menudo lo he hecho desoyendo los consejos de otras personas. He intercedido más de una vez por usted y he respaldado sus métodos cuando otros querían llamarle la atención. Lo he hecho por varias razones. Yo no soy muy quisquilloso con el protocolo. No es que me encante la afición del FBI por la burocracia. Me interesan más los resultados, y en ese aspecto casi nunca me ha decepcionado usted. Será poco convencional, pero eficaz lo es de narices. Su experiencia militar es de lo más impresionante, al menos por lo que he visto en los informes no clasificados de su expediente. Este último también contiene una valoración sumamente elogiosa a cargo del difunto Michael Decker, uno de los agentes más condecorados y con más honores de los últimos tiempos. En esos elogios he pensado a menudo cuando llegaban a mi mesa quejas sobre su conducta.
Se inclinó y puso las manos en la mesa, unidas por la punta de los dedos.
—Pero ahora, agente Pendergast, ha hecho algo que no puedo ignorar ni tolerar. Se ha pasado usted mucho, pero mucho de la raya.
—¿Se refiere a la queja oficial del agente Gibbs? —preguntó Pendergast.
Joyce no dio ninguna muestra de sorpresa.
—Solo parcialmente. —Titubeó—. Yo no soy amigo ni del agente Gibbs ni de la UCC. Lo que dice Gibbs de que actúa usted por su cuenta, prescinde de enlaces entre departamentos, se aparta de los procedimientos consensuados y no sabe trabajar en equipo no me preocupa demasiado, la verdad. —Restó importancia a lo dicho con un gesto—. Lo que ya es más grave son las otras acusaciones; por ejemplo, que haya intervenido usted en la investigación sin esperar a ser autorizado de manera oficial. Si alguien debería saber que Gibbs solo trabaja en el caso porque la policía de Nueva York pidió ayuda específicamente a la UCC es usted. Ni está usted adscrito a la UCC, ni queda claro en qué lo atañe el caso. Por si fuera poco, sus esfuerzos por que lo asignasen a la investigación han levantado unas cuantas ampollas. De todos modos, hasta eso podría haberlo pasado por alto, pero lo que no puedo ignorar es una infracción mayúscula, la más grave de todas.
—¿Cuál? —preguntó Pendergast.
—Guardarse información decisiva sobre la investigación.
—¿Puedo preguntarle de qué información se trata?
—Que el Asesino de los Hoteles es hijo suyo.
Pendergast se puso tenso.
—Gibbs ya sospechaba que se guardaba usted información, agente Pendergast, y ahora la policía de Nueva York lo ha confirmado. Esta tarde, al enterarse por primera vez de que sospecha usted que el asesino es su hijo, no se lo han tomado en serio. Les ha parecido que no estaba usted… en plena posesión de sus facultades mentales; pero, claro, no tenían más remedio que hacer un seguimiento, y la comparación entre el ADN del Asesino de los Hoteles y el suyo (que tenemos en nuestro fichero, como sabe) lo ha confirmado. —Joyce suspiró—. Esta información, de una importancia absolutamente crucial, no la ha aportado usted a la investigación, lo cual carece de cualquier justificación posible. No es que parezca grave, es que lo es. Va mucho más allá de un simple conflicto de intereses. Raya con un delito penal de encubrimiento.
Pendergast no contestó. Sostuvo la mirada de Joyce con una expresión inescrutable.
—Agente Pendergast, no tengo la menor idea de cómo ni por qué se ha metido su hijo en todo esto, ni qué pensaba hacer usted al respecto. Es evidente que se encuentra en una situación personal intolerable, y en ese sentido merece mi más profunda compasión, pero le seré franco: en el mejor de los casos su intervención en este asunto ha sido contraria a la ética y en el peor, a la ley.
Joyce dejó el comentario un momento en el aire antes de continuar.
—Ya sabe que en lo que a medidas disciplinarias se refiere la burocracia establece pautas fijas. Yo, como supervisor primero, ni siquiera puedo amonestarle. Por lo tanto, he mandado un informe a la oficina del Agente Especial Responsable de la división de Nueva York en el que detallo sus infracciones y aconsejo que se les ponga fin de inmediato.
Otra pausa.
—La oficina del AER me lo ha devuelto. No han querido ni tocarlo, así que esta mañana he vuelto a presentar el informe pero a la Secretaría de Responsabilidad Profesional.
Joyce suspiró y dedicó una larga mirada de soslayo a Pendergast, como si tratase de formarse una idea sobre una caja puzle japonesa.
—Normalmente los de la SRP se le habrían echado encima como lapas. Habría interrogatorios, testimonios, se tomaría una decisión y se optaría por algún castigo; y a usted, durante todo ese proceso, lo machacarían a base de preguntas. En vez de eso ¿qué pasa? Pues que en cuestión de una hora recibo la respuesta: «Treinta días apartado de la calle».
Joyce sacudió la cabeza.
—Nada más. En vez de entre cinco y diez días en Leavenworth, se lo dejan en treinta días apartado de la calle: un mes sin paga. Y dado que el sueldo anual que le proporciona el FBI es de… ¿cuánto, un dólar al año en concepto de honorarios? Dudo que le escueza mucho. —Arqueó una ceja inquisitivamente—. No sé quién es su ángel guardián, agente especial Pendergast, pero le digo una cosa: tiene una suerte de cojones.
La habitación quedó en silencio. Finalmente Joyce movió la silla.
—¿Quiere añadir algo?
Pendergast sacudió casi imperceptiblemente la cabeza.
—Yo diría que ha expuesto usted la situación de manera admirable, agente especial Joyce.
—En ese caso tómese los treinta días. Y manténgase muy pero muy lejos de este caso.
Joyce dio la espalda a Pendergast para sacar de la estantería Yates al alcance del bolsillo, abrirlo encima de la mesa y empezar a leer.