39

Era una mañana fría y gris, de llovizna. Los coches alineados en el aparcamiento parecían bloques de madera, tan carentes de brillo como la propia luz del día, con regueros de agua resbalando por sus flancos. Aunque solo fueran poco más de las once ya se anunciaba un día pésimo para las ventas, cosa que a Corrie le iba como anillo al dedo. Se había retirado con los otros vendedores a la zona de descanso, donde bebían todos café malo y pegaban la hebra en espera de que apareciese algún cliente. Había cuatro vendedores con ella, todos hombres. No estaban ni Joe Ricco ni su hijo Joe, y el ambiente era relajado.

Corrie llevaba dos días familiarizándose con ellos. Eran todos unos gilipollas de primera. La única excepción era Charlie Foote, el hombre a quien había mencionado su padre: el más joven del grupo, un poco tímido, y poco amigo de participar en el humor asnal de colegiales que practicaban sus colegas. A diferencia de casi todos los demás había terminado la secundaria, y era el mejor vendedor del grupo. Su voz suave y su actitud, discreta y modesta, parecían obrar milagros.

En esos momentos el protagonismo lo tenía uno de los vendedores de mayor edad, que acabó de contar un chiste verde del que Corrie se rió a carcajadas. Bebió un poco de café y echó otro recipiente de falsa nata para intentar que no se notara tanto el gusto a quemado.

—¿A que es curioso —dijo— que haya sustituido a un vendedor con el mismo apellido?

Dirigió su comentario al que había contado el chiste. Se llamaba Miller y era todo un humorista. Corrie había hecho esfuerzos por reírse siempre de sus chistes malos. Hasta le había pasado a un buen cliente, fingiéndose necesitada de consejos, y le había dejado quedarse con la venta. Miller, a cambio, se había erigido en una especie de figura protectora. Seguro que esperaba tener suerte, porque ya empezaba a hacer comentarios sobre que a la salida del trabajo iba a un bar donde hacían unas margaritas brutales, y Corrie no lo había desengañado de la patética idea de poder acostarse con ella. Para eso esperaría a haber obtenido su rédito.

—Sí —dijo Miller mientras encendía un cigarrillo.

En principio solo se podía fumar fuera, pero como Joe Ricco era fumador no había protestas. Corpulento, pelirrojo y con el pelo muy corto, Miller tenía triple papada, barrigón cervecero, grandes labios y nariz chata. Su traje caro mitigaba un poco aquel aspecto. Todos iban bien vestidos. Corrie pensó que la época del comercial dicharachero y con traje de poliéster a cuadros pertenecía al pasado.

—¿Cómo era? —preguntó—. Jack Swanson, digo.

Miller expulsó el humo.

—Un imbécil.

—¿Ah, sí? ¿Y por eso lo echaron?

Miller se rió.

—No, qué va. Robó un banco.

—¿Qué?

Corrie fingió sorprenderse.

—Ojo, Miller, que tenemos prohibido hablar de eso en el trabajo —dijo otro de los vendedores, un tal Rivera.

—Que se jodan —replicó Miller—. Total, no hay clientes, y en algún momento se tiene que enterar.

—¡Que robó un banco! —intervino Corrie, deseosa de que no se desviara la conversación—. ¿Cómo?

Por lo visto a Miller también le hacía gracia.

—Era idiota, el tío. Como vendía que daba pena y no conseguía comisiones, un día se llevó un STS de aquí, fue a la sucursal del Delaware Trust, entró y la atracó.

Más risas.

—¿Cómo saben que fue él? —preguntó Corrie.

—Para empezar el coche era nuestro, ya te digo, con matrícula del concesionario. Segundo: llevaba el traje de mierda de siempre, que reconocíamos todos. Y el propio Ricco vio que se iba en coche.

Gestos generalizados de asentimiento.

—Tercero: encontraron un pelo suyo en el reposacabezas.

—Clarísimo —dijo Corrie.

Se apesadumbró. Iba a ser la hostia de difícil, suponiendo, claro estaba, que su padre fuera inocente de verdad.

—Y encima encontraron huellas dactilares suyas en el papel que le entregó al cajero.

Todo empezaba a sonar un poco demasiado fácil.

—¿Y ahora está en la cárcel?

—No, qué va; desapareció y todavía lo buscan.

Corrie esperó un momento.

—¿Y por qué dices que era un imbécil?

Miller dio otra calada y expulsó el humo por la nariz sin dejar de mirarla.

—Te interesa, ¿eh?

—Sí. Bueno, es que al tener el mismo apellido…

Un gesto de aquiescencia.

—Ya te digo que vender no vendía una mierda. Y… tampoco seguía la corriente.

—¿Qué corriente?

—Es que aquí los negocios los hacemos de una determinada manera.

—¿Y yo tendría que saberla, esa manera?

Miller apagó el cigarrillo y se levantó mirando la zona de exposición, en la que había entrado una pareja que estaba cerrando los paraguas. El hombre llevaba una carpeta.

—Ahora mismo lo verás. En días así, tan asquerosos, el que entra es porque compra. Ven.

Le guiñó un ojo a Corrie, mirándole las tetas.

Se acercaron a la pareja. Después de un saludo campechano, Miller, que hablaba sin levantar la voz, presentó a Corrie como una aprendiz de vendedora y les pidió permiso para que participase. Era una buena técnica, a la que se prestaron.

—Igual se saca su primera comisión —dijo Miller—. Para ella podría ser un día de los que hacen historia, ¿verdad, Corrie?

—¡Y tanto! —dijo ella alegremente.

Miró a la pareja. Él casi seguro que era médico: un hombre con muy poco tiempo y acostumbrado a las decisiones rápidas. Su mujer, delgada, nerviosa y con chándal, quería un Escalade negro. El marido se embarcó sin preliminares en un discurso ensayado al milímetro. Se había pasado horas mirando en internet. De hecho, ya tenía identificado el coche que le interesaba entre todos los del aparcamiento. El modelo tenía una larga lista de accesorios opcionales, que él se había impreso. Sabía el precio de fábrica y estaba dispuesto a pagar doscientos dólares más. Si no conseguían cerrar el trato a la primera, con las condiciones que enumeró, iría a otro concesionario, el del pueblo de al lado, donde había un coche casi idéntico en exposición. Ah, y otra cosa: no quería fundas para la tapicería, ni protección contra la herrumbre, ni ningún otro timo de esos; solo el coche.

Jadeó un poco al terminar de hablar. Para él debía de ser tan estresante como tener que atender una urgencia, pensó Corrie, curiosa por saber cómo lo enfocaría Miller.

Se sorprendió al ver que no se molestaba. No entró en negociaciones ni intentó polemizar, sino todo lo contrario: felicitó al médico por sus indagaciones y expuso el parecer de que él también agradecía poder llevar a cabo una operación rápida y eficaz, aunque no reportase muchos beneficios. Una venta era una venta. Por supuesto, no tenía la seguridad de que se pudiera vender el coche a un precio tan bajo, pero se lo consultaría al dueño del concesionario. ¿Cómo pensaba pagar el médico, en efectivo o con financiación?

Financiación, quería el médico: diez mil de entrada y el resto a plazos.

Miller se anotó el número de la seguridad social del buen doctor y otros detalles financieros. Después los acompañó a la lujosa sala de espera, con cafés para ambos, y él regresó a su cubículo, seguido por Corrie, que al mirar por encima del hombro de su compañero vio que verificaba la solvencia del médico en el ordenador y empezaba a redactar una oferta.

—¿No se lo tienes que preguntar al señor Ricco? —dijo.

—Y una mierda le voy a preguntar —dijo Miller.

—¿En serio que vas a venderles el coche al precio que te ha pedido?

Miller sonrió.

—Pues claro.

—¿Y cómo sacas beneficios? Lo digo porque por doscientos billetes no parece que valga demasiado la pena…

Miller siguió escribiendo y firmó al final, con rúbrica.

—Hay muchas maneras de matar pulgas —dijo.

—¿Por ejemplo?

—Tú mira y aprende.

Corrie lo siguió otra vez a la sala de espera. Miller enseñó los papeles.

—Ya está todo listo —dijo a la pareja—. El señor Ricco, que es el jefe, ha dado el visto bueno, aunque he tenido que insistir bastante. Muy contento no estaba, con franqueza se lo digo, aunque repito que una venta es una venta, y con el tiempo de perros que hace hoy suerte tenemos si vendemos algo. Lo único que le quería comentar es que con su solvencia no se ha podido conseguir el interés más competitivo del mercado. De todos modos le he conseguido un interés fantástico, prácticamente igual de bueno; el mejor posible, dadas las circunstancias…

El médico frunció el entrecejo.

—¿Cómo? ¿Que no tengo solvencia?

Miller le sonrió tranquilamente.

—¡No, no, en absoluto! Tiene usted bastante solvencia; no la máxima, pero tranquilo. Puede que se haya atrasado alguna vez con la hipoteca, o que haya pasado la deuda de la tarjeta de crédito de un mes a otro sin pagar el mínimo. Pequeñeces. Le aseguro que le he conseguido el mejor interés posible.

El médico se puso rojo. Miró a su mujer, que parecía disgustada.

—¿Nos hemos atrasado alguna vez con la hipoteca?

Esta vez fue ella quien se ruborizó.

—Bueno, hace unos meses me atrasé una semana… ¿Te acuerdas de cuando estábamos de vacaciones?

El médico, ceñudo, miró a Miller.

—¿Y qué interés nos ha puesto? No pienso pagar nada exorbitante.

—Solo tres cuartos de punto más que el mejor. También he conseguido alargarlo hasta setenta y dos meses, para que no aumente la mensualidad.

Miller expuso la cuota mensual, que a Corrie le pareció la mar de razonable, sobre todo por un Escalade de ochenta mil dólares con todos los accesorios. Empezó a preguntarse cómo podían ganar dinero vendiendo coches de ese modo.

Veinte minutos después el bueno del médico y su esposa se fueron del concesionario a bordo de su coche nuevo. En cuanto se marcharon Miller se puso a reír como un loco. Se retiró a la zona de descanso, llenó otra vez la taza de café y acomodó sus carnes en un asiento.

—Le acabo de vender un Escalade a un tarugo —anunció a los reunidos—. Doscientos dólares por encima del precio de fábrica. El tarugo estaba resuelto a conseguir un trato de cojones y es lo que le he dado, un trato de cojones.

—Me lo imagino —dijo uno de los demás—. Problemas de crédito, ¿no?

—Eso mismo. Le he dicho que no tenía la máxima solvencia… ¡y él ha financiado al siete y medio por ciento en setenta y dos meses!

Risas y gestos con la cabeza.

—No lo pillo —dijo Corrie.

Miller contestó sin dejar de reírse.

—Con esas condiciones de financiación el beneficio será de unos… ocho mil dólares. Es como ganamos dinero, con la financiación. Es lo primero que hay que aprender al vender coches.

—¿Ocho mil de beneficio? —preguntó Corrie.

—De puro beneficio, sí señora.

—¿Y eso cómo funciona?

Miller encendió un cigarrillo, llenó de humo sus pulmones y siguió hablando mientras lo expulsaba poco a poco.

—Está claro que antes de venir el tarugo se ha estado informando mucho tiempo en internet, pero se le ha olvidado consultar lo más importante de todo: su solvencia. Solo por subir tres cuartos de punto el interés durante setenta y dos meses ya te salen más de tres mil. Y eso se lo tienes que sumar a que el interés de partida ya era alto. Coño, si antes de venir hubiera pasado por el banco le podrían haber hecho un préstamo por la misma cantidad al cinco y medio, o hasta puede que menos.

—¿O sea, que no era verdad lo de que no tuviera solvencia?

Miller negó con la cabeza.

—¿Por qué, no te parece bien?

—Sí, sí —se apresuró a decir Corrie. Vio con el rabillo del ojo que Charlie ponía los ojos en blanco con cara de fastidio—. Me parece perfecto.

—Me alegro, porque tu predecesor, Jack, no acabó de pillarlo. Hasta cuando vendía algún coche, que era casi nunca, les daba de verdad el mejor interés, y luego, si se lo reprochábamos, nos amenazaba con acudir al fiscal, el muy hijo de puta. Decía que denunciaría al concesionario.

—Suena grave. ¿Qué habría pasado?

—¡Pero si lo hacen todos los concesionarios, joder! De todos modos no llegó la sangre al río, porque al muy subnormal se le ocurrió atracar el banco. ¡Problema resuelto! —Miller se volvió para mirar a Charlie—. ¿A que sí, Charlie?

—Ya sabes que a mí no me gusta esa manera de hacer negocios —dijo Charlie en voz baja—. Tarde o temprano saldrá el tiro por la culata.

—Ahora no te pongas tú en plan Jack —dijo Miller, cuyo tono de repente ya no era tan afable.

Charlie no dijo nada.

Entró otra pareja en el concesionario.

—Son míos —dijo otro vendedor con una palmada. Se frotó las manos—. ¡Prepárate, siete y medio por ciento!

Corrie miró a su alrededor. Ya lo tenía todo de una claridad meridiana. Uno de ellos había tendido una trampa a su padre para impedir que pusiera una denuncia.

Pero ¿cuál? A menos que lo hubieran hecho todos…

Dos tumbas
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