79

En su elegante despacho, el Oberstgruppenführer Fischer se dio el gusto de otro cigarrillo y le ofreció uno a su segundo, Scheermann. Después se lo encendió, disfrutando de la inversión de papeles; un gesto que demostraba su confianza y su seguridad, así como la fiabilidad que le merecía su capitán.

Se acercó a la ventana que miraba al oeste y se puso los prismáticos. Veía los movimientos de la lancha de Alban, y la pequeña silueta de Pendergast a nado. Si Alban había tenido algún reparo en matar a su padre, ahora no se le notaba.

—¡Qué simpático! Eche un vistazo, Oberführer.

Fischer se apartó para que su segundo contemplase la escena. Durante la espera inhaló la mezcla de tabaco sirio de Latakia cultivado y curado en sus propias granjas: el mejor de toda Sudamérica.

—Muy simpático, sí —dijo Scheermann bajando los prismáticos—. Alban parece a la altura de la misión. Muy alentador.

Un silencio.

—Veremos si es capaz de matar.

—Yo estoy seguro de que sí, mein Oberstgruppenführer. Su educación y su instrucción han sido intachables.

Fischer no contestó. En realidad la auténtica prueba, la definitiva, aún estaba por llegar. Aspiró el humo y lo dejó salir por su nariz.

—Una cosa: ¿queda algún superviviente de la unidad invasora?

—No, ninguno. Han entrado cinco en la fortaleza, pero parece que Alban y nuestros soldados los han matado a todos. Hemos encontrado los cinco cadáveres.

—¿Alguna baja en la Brigada de Gemelos?

—Ninguna, aunque sí hemos perdido un número bastante alto de soldados regulares, por encima de las dos docenas. Todavía estoy esperando el recuento final.

—Una lástima.

Fischer volvió a coger los prismáticos y miró de nuevo. Casi parecían dos niños que jugasen en el lago: las vueltas perezosas de la lancha, las inmersiones del nadador, que de vez en cuando salía a respirar… Desde aquella distancia se veía todo como a cámara lenta. De pronto, sin embargo, ocurrió algo: el barco parecía haber sufrido una perforación, y Pendergast nadaba directamente hacia la orilla.

La lógica le dijo a Fischer que Pendergast no era rival para su hijo, un hijo que llevaba los mejores genes de su padre, perfeccionados y carentes del peso de los genes nocivos. Un hijo, además, criado desde la cuna justo para aquel tipo de retos.

—Menudo espectáculo —dijo manteniendo un tono confiado—. Lo envidiarían los romanos en el Coliseo.

—Sí, Oberstgruppenführer.

Y a pesar de todo el punto de intranquilidad, la sombra de la duda, persistía en no querer disiparse. De hecho, no hizo más que crecer a medida que se prolongaba la rivalidad en el agua. Finalmente Fischer volvió a tomar la palabra.

—Confío en que en caso de que Pendergast alcance la orilla se dirija al campo de los defectuosos. Naturalmente, Alban lo perseguirá, pero para asegurarnos de que no haya problemas quiero que movilice usted a un grupo de regulares y a la Brigada de Gemelos (ahora que ya está en marcha) y los traslade al otro lado del lago. Quiero que actúen como refuerzos de Alban. Por si acaso. Ya me entiende, como simple medida de precaución. Nada más que eso.

Procuró sonar natural.

—Ahora mismo, Oberstgruppenführer.

—Que sea ya.

El Oberführer Scheerman se despidió con un escueto saludo militar. Fischer se dirigió hacia la ventana y enfocó sus prismáticos en el pequeño drama del lago. Alban, de pie sobre la lancha, disparaba… y fallaba. Claro que era un disparo de gran dificultad, y muy precario: en constante movimiento, sin poder estabilizar el arma y con aquella luz…

Pero aun así…

Dos tumbas
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