43
Proctor se volvió otra vez hacia Tristram, que estaba en la cama, sentado y con la cara blanca.
—Quédate aquí —dijo—. Voy a cerrar con llave. En esta habitación no correrás peligro.
Salió, cerró la puerta a cal y canto y corrió por el pasillo de piedra. Se apoyó contra la pared justo antes de que desembocase en la sala más cercana del subsótano.
Sacó su 45, metió una bala en la recámara y encendió la mira láser. Después dedicó un momento a despejarse la cabeza y aprehender las condiciones tácticas. Apartando de sí cualquier sorpresa, cualquier dolor en sus costillas magulladas y cualquier especulación sobre cómo podía haber entrado el joven, se centró en el problema más inmediato.
El asesino quería hacerlo salir al resto del subsótano. Alban quería que lo siguiese, estaba claro; tanto como que era lo que había que hacer. No había alternativa. Proctor no podía dejar ninguna libertad de acción al joven, que ahora estaba dentro de la seguridad de la casa. Tenía que cogerlo. Alban pretendía tenderle una emboscada, de eso estaba seguro. Por lo tanto, había que ser imprevisible. Había que formarse una estrategia.
Y había que entender la razón de que Alban no lo hubiera matado de buenas a primeras cuando estaba claro que tenía la oportunidad.
Todos aquellos pensamientos se concentraron en unas décimas de segundo.
Miró el suelo en busca de huellas del paso de Alban, pero no logró distinguir el rastro del joven entre el galimatías de pisadas recientes. Respiró hondo, y al cabo de un momento dobló la esquina y cubrió la sala con su arma. La única luz era la de una bombilla desnuda en la punta de un cable que recorría todo el subsótano y proyectaba largas sombras. Las vitrinas de las paredes exhibían una colección variopinta de reptiles disecados.
La sala parecía vacía.
La cruzó con rapidez y se puso a cubierto detrás de una vitrina vieja, que yacía de lado en el suelo y de la que salían alabardas herrumbrosas. Desde aquel observatorio escrutó la sala lo mejor que pudo. No hacía falta darse prisa. Lo que intentaba el asesino no era huir, sino seguirlo; eso estaba tan claro como que Proctor lo seguía a él.
Tras comprobar que la sala estuviera vacía, corrió hasta el otro extremo y se arrimó al arco que daba paso a la siguiente estancia, en dirección a la escalera de subida. Esta vez las estanterías no estaban solo en las paredes, sino en mitad de la sala, con frascos de colores que contenían objetos de lo más estrafalarios: insectos secos, lagartos, semillas, líquidos, polvos… Aquel laberinto de anaqueles ofrecía muchos escondites, y sitios en los que tender una emboscada.
Lástima, pero no había más remedio.
El armamento de Proctor era una Beretta Px4 Storm con cargador de 9 + 1, pero siempre llevaba encima dos cargadores más de veinte balas; en total, cincuenta balas. Tenía fobia a quedarse sin munición. No le había pasado nunca, ni le pasaría.
Extrajo el de diez balas e insertó uno de los de veinte. El peso del arma experimentó un aumento significativo, pero era necesario para lo que estaba a punto de hacer.
Imprevisible…
De repente empezó a disparar varias veces contra las hileras de vitrinas mientras corría de una punta a otra de la sala: primero disparó hacia un lado, y después hacia el otro. El resultado fue un gran estruendo y un caos de cristales, debido a que las balas penetraron por múltiples hileras de anaqueles y en su recorrido se fragmentaron y dejaron hechas trizas las estanterías. El espacio cerrado hizo que el ruido fuera ensordecedor. Como mínimo, quien se escondiera entre las estanterías quedaría cegado por los trozos de cristal, y era muy posible que recibiese alguna bala en fragmentación. Dicha persona no podría devolver el fuego de manera precisa.
Proctor siguió corriendo hasta llegar a la siguiente estancia, sin interrumpir su fulminante tiroteo, que convirtió cientos de frascos de cristal en chubascos de luz.
Las veinte balas lo llevaron hasta una sala más, la tercera: un espacio pequeño lleno de vitrinas con aves disecadas. Como tenía vacío el cargador, se puso a cubierto detrás de una vitrina de roble macizo que sobresalía de una pared. Contuvo la respiración y escuchó con gran intensidad, en cuclillas.
Los sonidos residuales del tiroteo reverberaban por el subsótano: líquidos vertidos, cristales caídos, algo que de vez en cuando se estampaba contra el suelo… Detrás de Proctor el suelo de piedra estaba cubierto por miles de esquirlas de cristal. Nadie podía caminar sobre ellas sin hacer ruido. Si el asesino estaba detrás de él no podría seguirlo sin dar a conocer su presencia.
Aun así esperó. Los últimos ecos de la destrucción solo dejaron un monótono goteo de líquidos y un olor mixto y fétido a alcohol, formol, animales muertos e insectos disecados.
Proctor sabía que la estancia siguiente también estaba repleta de vitrinas que ofrecían copiosos escondites. Recordó que contenían herramientas antiguas e inventos de otras épocas. Personalmente ignoraba por completo el motivo por el que Enoch Leng se había hecho con colecciones tan extrañas, aunque tampoco le importaba. Lo único que sabía era que su adversario también permanecía a la espera, con toda probabilidad en alguna de las antiguas salas de delante.
Esperó mucho tiempo. A menudo el éxito se debía a algo tan simple como esperar más que el adversario. Tarde o temprano se movían, y entonces… ¡pum!
Esta vez, sin embargo, todo era silencio. El adversario no se presentó.
Existía la posibilidad de que el asesino estuviera en alguna de las salas por las que ya había pasado Proctor, muerto o gravemente herido, pero por alguna razón él lo dudaba. Su sexto sentido le decía que Alban estaba en una de las habitaciones que quedaban delante.
Esperando.
Sacó el cargador vacío e insertó el segundo de veinte balas. En ese momento oyó el ruido de un pie sobre cristales.
Dio media vuelta, pasmado por tener detrás al asesino, y se desplazo rápidamente a una posición más defendible, en un receso de la pared de mortero.
Volvió a esperar, todo oídos. El suelo de la estancia anterior estaba íntegramente recubierto de trozos de cristal. No era posible moverse sin hacer ruido. ¿O sí?
Se acercó con gran lentitud al borde del arco de piedra, pero por mucho que escuchase no oyó nada más. ¿Podía haber sido algún objeto caído sobre los cristales?
La incertidumbre empezaba a reconcomerlo. Tenía que verlo, averiguarlo. En un arranque de velocidad volvió a cruzar el arco y corrió por el centro de la sala disparando hacia ambos lados, como antes. Vio moverse algo a su derecha, a lo lejos, detrás de una hilera de frascos rotos a los que disparó repetidamente a través de las estanterías antes de ponerse a cubierto en un receso de la pared del fondo.
Arrimado a la hornacina, prestó oídos por enésima vez. Debía de haber dado al asesino, o como mínimo haberle echado encima esquirlas de cristal. Seguro que estaba herido, tal vez ciego, asustado y desorientado.
¿O lo engañaba su esperanza?
Otro fuerte crujido de cristales. Solo podía ser una pisada.
Proctor salió corriendo del receso en la pared y volvió a disparar hacia el origen del sonido a través de frascos que ya estaban rotos. El resultado fue otro caleidoscopio de esquirlas relucientes, más estantes caídos y más vasos de precipitados derramando lo que contenían. Sin embargo, al barrer la zona de donde provino el sonido se dio cuenta de que no había nadie. Nada. Siguió corriendo hasta llegar al otro extremo de la estancia y refugiarse en una esquina, desde donde lo observó todo con los ojos desorbitados.
De repente voló una piedra por los aires, y al chocar con la bombilla sumió la cámara en la oscuridad. Proctor disparó enseguida hacia el lugar desde donde habían tirado la piedra, aprovechando la poca luz que entraba desde la sala de al lado.
Bajó la pistola, jadeante. ¿Cuántas balas le quedaban? Normalmente llevaba la cuenta, pero aquella vez la había perdido. A las primeras veinte que había disparado había que sumarles quince o más; por lo tanto, podían quedarle cinco en aquel cargador y diez en el último.
Se empezaba a cumplir su pesadilla, quedarse sin munición.
Agazapado en la negrura de la esquina, comprendió que su estrategia había fracasado. Se enfrentaba a un adversario de enorme previsión y habilidad.
Necesitaba una nueva maniobra. Probablemente el asesino esperara que siguiese e insistiera en buscarlo, como hasta entonces, así que en vez de eso daría media vuelta y regresaría por donde había venido. Obligaría al asesino a ir en su busca.
Avanzó hasta la puerta apoyado contra la pared. En la siguiente sala manaba la luz de una bombilla. Este recinto también había estado lleno de frascos, y el suelo se había cubierto de cristales rotos. Ahora Proctor se enfrentaba al mismo problema que le había puesto a su adversario: no poder moverse sin hacer ruido.
O sí… Se puso en cuclillas, se quitó los zapatos y, sin levantarse, cruzó muy lentamente el arco y entró en la sala de al lado, todo ello en calcetines y sin salir de la tupida sombra de detrás de las vitrinas reventadas. Se movía con suma lentitud, en el más absoluto silencio, ignorando los cristales clavados en las plantas de sus pies, y entre paso y paso se paraba a escuchar.
Oyó una pequeña inhalación a su derecha, tras una gran hilera de estanterías rotas. Inconfundible. También el asesino debía de moverse en calcetines.
¿Lo había visto? Imposible saberlo.
Imprevisible. Era la consigna que no había que olvidar.
En una súbita explosión de movimiento, corrió en línea recta hacia la larga y alta fila de anaqueles hasta que la derribó con el impacto. Los estantes cayeron contra la siguiente fila, y esta contra otra, como fichas de dominó. Los marcos, ya rotos y acribillados, se vinieron abajo como un castillo de naipes atraparon a la persona de dentro en una vorágine de cristales rotos, sustancias químicas, especímenes y baldas retorcidas.
Al retroceder, Proctor sintió un golpe repentino en el brazo. La pistola salió disparada. Se giró golpeando a ciegas con el puño, pero la silueta negra ya se había apartado y lo alcanzó en las costillas. Hizo que Proctor cayera sobre los cristales.
Rodó y se puso en pie con un solo movimiento. Enseguida cogió el cuello roto de un vaso de precipitados. El asesino dio un salto hacia atrás y cogió igualmente un cristal roto. Se rondaron con cautela.
Proctor, experto en el manejo del cuchillo, quiso dar una estocada, pero el asesino la esquivó y lo atacó a su vez, provocándole un corte en el antebrazo. Proctor contraatacó y logró desgarrarle la camisa, pero una vez más el asesino, con una rapidez sobrenatural, se volvió y evitó el grueso de la cuchillada.
Proctor nunca había visto moverse a nadie tan deprisa, ni adelantarse tan bien a su adversario. Se acercó al asesino, cortando el aire, pero aunque lo obligó a batirse en retirada no acertó ni una vez. Al topar de espaldas con una mesa, el asesino soltó su esquirla de cristal y cogió una pesada retorta. Aprovechando su ventaja, Proctor siguió avanzando y asestando estocadas, pero de pronto, inopinadamente, el asesino, que simuló retroceder, como si se retirase, ejecutó el giro más insólito posible y estampó la retorta en un lado de la cabeza de Proctor, que cayó aturdido al suelo mientras saltaban gruesos trozos de cristal.
El asesino no tardó nada en echarse encima de él, clavarlo al suelo y apretarle en el cuello el perfil serrado de la retorta, justo a la altura de la carótida y con la presión justa para no cortar más que la piel.
Aturdido, anonadado de sorpresa y de dolor, Proctor no daba crédito a haber sido vencido. Parecía imposible, pero sí, lo habían derrotado, y en lo que más dominaba.
—Venga —dijo con voz ronca—, acaba ya.
El asesino se rió, dejando a la vista unos dientes blancos y brillantes.
—Sabes perfectamente que si quisiera matarte ya estarías muerto. No, no, tienes que entregarle un mensaje a tu amo. Además, tengo un hermano a quien debo… atender.
Mientras hablaba apareció un largo brazo que sacó del bolsillo de Proctor la llave de la habitación de Tristram.
—Y ahora buenas noches.
Un golpe súbito y contundente en un lado de la cabeza de Proctor hizo que todo se volviera negro.