13

Al consultar su móvil, D'Agosta vio que faltaban sesenta segundos para la una. Si era cierto lo que le habían contado del agente especial Conrad Gibbs, llegaría con una puntualidad absoluta.

Estaba nervioso. Casi toda su experiencia anterior con el FBI se reducía a Pendergast. Se dio cuenta de que probablemente fuera peor que carecer de cualquier preparación. Los métodos, la forma de actuar y la mentalidad de Pendergast eran completamente ajenos, por no decir hostiles, a la cultura estándar del FBI.

Miró de reojo el café de Starbucks y la docena de donuts de Krispy Kreme repartidos por la pequeña zona de estar de su despacho y echó una última ojeada al reloj.

—¿El teniente D'Agosta?

Ahí estaba, en la puerta. D'Agosta sonrió al levantarse. La primera impresión fue buena. El agente especial Gibbs estaba cortado por el típico patrón, no se podía negar: convencional, fiel a las normas, de facciones armoniosas y afiladas, con un traje de confección que cubría un físico bien trabajado, el pelo corto y castaño, los labios finos y el rostro alargado, bronceado por su anterior misión en el noroeste de Florida (D'Agosta se había informado concienzudamente). Al mismo tiempo tenía un aire de persona abierta y agradable, y más valía ir de serio que de listillo, o de superior.

Se dieron la mano: un apretón que D'Agosta juzgó firme pero sin excesos, breve, de ir al grano. Rodeando su mesa, condujo al agente a la zona de descanso, donde se sentaron.

Empezaron conversando un poco sobre el tiempo y las diferencias entre Nueva York y Florida. D'Agosta preguntó por el último caso del agente, concluido con gran éxito: un asesino en serie de los del montón, que repartía por las dunas los trozos de sus víctimas. Gibbs hablaba con voz suave, y se notaba que era inteligente. D'Agosta valoraba en grado sumo la primera de ambas cualidades, ya que aparte de facilitar el trabajo en equipo sería de gran utilidad de cara a la brigada (aunque la mayoría de sus miembros hicieran gala de esa fanfarronería tan típica neoyorquina).

El único problema era que Gibbs empezaba a dar muestras de una prolijidad un poco sospechosa al hablar de su caso. Encima no comía nada… mientras que D'Agosta se moría por un Caramel Kreme Crunch.

—Como sabrá usted, teniente —iba diciendo—, en Quantico tenemos una base de datos de asesinos en serie muy completa, integrada en el Centro Nacional de Análisis de Delitos Violentos. Nuestra definición de asesino en serie es la siguiente: alguien que elige a sus víctimas entre desconocidos, que ha matado a tres o más personas por motivos de gratificación psicológica y cuyos crímenes llevan una firma constante o en evolución.

D'Agosta asintió sabiamente.

—En este caso los asesinatos solo han sido dos, es decir, que no se cumple la definición, al menos de momento, aunque creo que estaremos todos de acuerdo en que es probable que se produzca alguno más.

—Totalmente.

Gibbs sacó del maletín una carpeta delgada.

—Ayer por la mañana, al recibir la primera llamada del capitán Singleton, hicimos una consulta rápida a la base de datos.

D'Agosta se inclinó. La cosa se ponía interesante.

—Queríamos saber si había algún otro asesino en serie que dejara partes de su propio cuerpo en el lugar del crimen, coincidiera en su modus operandi, etcétera. —Depositó la carpeta en la mesa de centro—. Son conclusiones preliminares, claro, pero, en fin, que quede entre nosotros. Se lo resumiré si no le importa.

—En absoluto.

—Se trata de un asesino organizado, muy organizado. Es culto, con dinero, y se encuentra a gusto en ambientes lujosos. El modus operandi del descuartizamiento no es tan poco habitual como podría parecer; hay decenas de asesinos en serie que se ajustan al perfil, aunque lo normal es que se lleven partes del cuerpo. Este no. De hecho, lo que hace es dejar partes de su propio cuerpo en el lugar del crimen, algo del todo excepcional.

—Qué interesante… —dijo D'Agosta—. ¿Tiene usted alguna idea al respecto?

—Es una faceta que está analizando el responsable de nuestra unidad de psicología forense. Según él, el asesino se identifica con la víctima, y básicamente se suicida en serie. Es una persona con muy poca autoestima, que casi seguro que en su infancia sufrió abusos sexuales y psicológicos, oyó decir que no valía nada, que mejor estar muerto o no haber nacido… Cosas así.

—Tiene su lógica.

—A simple vista el agresor parece una persona normal. Al carecer de inhibiciones y estar dispuesto a decir cualquier cosa para conseguir sus fines, con mucho poder de convicción, puede resultar simpático, y hasta carismático, pero en el fondo es una persona profundamente enferma, sin el menor asomo de empatia.

—¿Por qué mata?

—Ahí está el quid de la cuestión. Casi seguro que recibe una gratificación libidinosa.

—¿Libidinosa? Pero si no se ha encontrado semen, ni parece que haya ningún componente sexual… Además, la segunda víctima era un hombre maduro.

—Correcto. Le voy a explicar una cosa: nuestra base de datos se centra en lo que llamamos agregados y correlaciones. Lo que le estoy diciendo sobre el asesino se fundamenta en un alto grado de correlación con decenas de otros asesinos cuyo perfil y modus operandi se parecen a los suyos. También se basa en entrevistas con más de dos mil asesinos en serie que contestaron a preguntas sobre el porqué y el cómo de sus actos. No es infalible, pero poco le falta. Todo indica que este asesino experimenta un subidón sexual al hacer lo que hace.

D'Agosta asintió, pese a no estar muy convencido.

—Sigamos. Los crímenes tenían un componente de gratificación sexual debido a la excitación generada por dos cosas: la sensación de control y poder sobre la víctima y la presencia de sangre. El sexo de la víctima tiene menos importancia. La no presencia de semen podría significar que el asesino no llegó al orgasmo, o lo hizo vestido. Esto último es habitual.

D'Agosta cambió de postura en la silla. El donut ya no se veía tan apetitoso.

—También es usual que en este tipo de homicidio en serie exista un alto componente ritual. Al asesino lo gratifica matar siempre de la misma manera, con la misma secuencia y el mismo cuchillo, e infligiendo las mismas mutilaciones al cadáver.

D'Agosta volvió a asentir con la cabeza.

—Trabaja, probablemente con un buen empleo. Este tipo de asesinos solo actúan en entornos que conocen bien, es decir, que es muy posible que descubramos que se trata de un antiguo empleado de los dos hoteles o, con más probabilidad, de un antiguo huésped.

—Ya estamos cotejando las listas de huéspedes y de empleados, y comparándolas con una descripción del asesino.

—Estupendo. —Gibbs respiró hondo. Era locuaz, estaba claro, pero no sería D'Agosta quien lo hiciera callar—. Su gran dominio del cuchillo podría indicar que los usa en su profesión, o simplemente que es aficionado a ellos. Está muy seguro de sí mismo. Es arrogante. Se trata de otra de las principales características de este tipo de asesinos. Le da igual ser grabado por las cámaras de seguridad. Provoca a la policía, y cree poder controlar la investigación; de ahí los mensajes que deja.

—En eso pensaba, en los mensajes; en si tenía usted alguna teoría concreta.

—Como le he dicho, son para provocar.

—¿Alguna idea sobre su destinatario?

En el rostro de Gibbs apareció una sonrisa.

—No van dirigidos a nadie en concreto.

—¿«Cumpleaños feliz»? ¿No le parece dirigido a nadie?

—No. Este tipo de asesino en serie se burla de la policía, pero en principio no elige a investigadores concretos, y menos al principio. Nos ven a todos igual, como un enemigo anónimo. Probablemente el cumpleaños sea genérico o se refiera a cualquier aniversario, incluso el del propio asesino. Eso también podrían investigarlo.

—Buena idea, pero ¿no es posible que los mensajes se dirijan a alguien que no sea policía?

—Muy improbable. —Gibbs dio unas palmadas a la carpeta—. Aquí hay algunas cosas más: quizá el asesino fuera abandonado por su madre; vive solo; se relaciona mal con el sexo opuesto, o en caso de ser homosexual, el propio. Y el último dato es que hace muy poco tiempo ocurrió algo que lo hizo entrar en acción: quedarse sin pareja, sin trabajo… o sin madre, que es lo más posible.

Gibbs se apoyó en el respaldo con cara de satisfacción.

—¿Y eso es el previo? —preguntó D'Agosta.

—Lo refinaremos considerablemente a medida que introduzcamos más información. La base de datos tiene una potencia enorme. —Gibbs miró a D'Agosta a los ojos—. Teniente, tengo que decirle que ha hecho bien en remitirnos el problema, no le quepa duda. En estos temas la UCC es lo mejor del mundo. Le prometo una colaboración estrecha, en la que iremos con pies de plomo, respetaremos a los suyos y se lo haremos saber todo en tiempo real.

D'Agosta asintió. Más no se podía pedir.

Después de que se fuera Gibbs, D'Agosta se quedó sentado mucho tiempo en el sillón, masticando pensativo el Caramel Kreme Crunch mientras pensaba en lo que había dicho Gibbs sobre el asesino y su móvil. Cuadraba. Demasiado, tal vez.

Por Dios, pero qué bien le habría ido tener cerca a Pendergast…

Sacudió la cabeza, se zampó el donut, se chupó los dedos y cerró la caja con un esfuerzo ímprobo de voluntad.

Dos tumbas
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