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El ala del hotel estaba acordonada y habían reubicado a todos los huéspedes. Al joven director, hecho un manojo de nervios, se lo habían tenido que llevar tras sufrir algún tipo de crisis, fenómeno que le ocurría por primera vez al teniente D'Agosta. La prensa estaba atrincherada delante, en la calle Cincuenta. Pese a encontrarse en el sexto piso, D'Agosta oía el rumor de las voces y veía filtrarse por las finas cortinas las luces de los coches de la policía; o quizá por fin amaneciera, tras una noche larga, larga…
Estaba en la parte del dormitorio, con patucos sobre los zapatos, viendo cómo recogían sus enseres los últimos de la unidad forense. Habían pasado más de ocho horas desde el asesinato. Ya se habían llevado el cadáver de la habitación, así como el dedo extra aparecido junto al cuerpo: la primera falange del índice derecho. En la moqueta había una mancha de sangre de casi un metro de diámetro, y la pared de enfrente estaba salpicada por manchas rojas, como si la hubieran rociado con una manguera. La habitación tenía el olor característico a hierro de las muertes violentas, que no encubría del todo el de los productos químicos usados por la policía científica.
El capitán Singleton había llegado hacía media hora para la parte final. Por un lado, D'Agosta agradecía su respaldo, ya que cuando el jefe intervenía, todos trabajaban más, pero a ello se añadía la inevitable sensación de que su súbita presencia podía ser un voto de desconfianza. Aquel segundo crimen había catapultado la investigación a la primera plana de todos los informativos nocturnos de la ciudad, haciendo olvidar a la gente el tiroteo con cinco víctimas en Central Park. Además, las cosas como eran: entre D'Agosta y Singleton no siempre había reinado la mayor amistad. Pocos años antes, durante un caso desastroso en el que habían participado D'Agosta y Pendergast, el apego de Singleton a la más estricta normativa había hecho que el teniente se enfrentase a un expediente disciplinario. De todos modos, en defensa de Singleton había que decir que siempre había procurado tratarlo con ecuanimidad. Siendo así, y teniendo en cuenta el gran respeto que sentía D'Agosta por el capitán, ¿cómo explicar el cosquilleo de rencor que le había provocado su aparición? Acaso por la negativa de Singleton a brindarle respaldo policial el día en que lo había consultado extraoficialmente sobre el encuentro de Pendergast y Helen en el embarcadero… «¿Nazis, aquí en Nueva York? —le había dicho Singleton—. Eso es una ridiculez hasta para el agente Pendergast. No puedo desplegar toda una brigada por un capricho.» D'Agosta, a quien de todos modos Pendergast había hecho jurar silencio, no había insistido. Y ahora Helen estaba muerta.
—«Cumpleaños feliz» —murmuró Singleton, repitiendo el mensaje que habían encontrado escrito con sangre en el cuerpo de la víctima—. ¿Usted cómo lo interpreta, teniente?
—Tenemos entre manos a un psicópata de tomo y lomo.
A la prensa no le habían dicho nada ni de los mensajes ni de los apéndices corporales suplementarios.
—Eso está claro —dijo Singleton.
Era un hombre alto, delgado, cuidado, que pese a aproximarse a los cincuenta años conservaba su físico de nadador. Su pelo, pulcramente cortado, cada vez era más blanco y menos gris, pero se le apreciaba al capitán cierta inquietud, una agilidad, que le quitaban años. Era uno de los miembros más condecorados de toda la policía de Nueva York, con fama de trabajador y de necesitar pocas horas de sueño. A diferencia de la mayoría de los detectives iba bien vestido, con preferencia por los trajes caros y de buen corte. Su presencia, por alguna razón, siempre inducía a los demás a darlo todo de sí. Era de esos hombres que no imponen disciplina por el miedo, ni levantando la voz; se limitaba a parecer «decepcionado». D'Agosta habría preferido media hora de gritos de otro capitán que sufrir por un minuto el grave y decepcionado semblante de Singleton.
—Le he estado dando vueltas —dijo Singleton en un tono que D'Agosta reconoció como el preludio de algún pronunciamiento polémico—, y los aspectos psicológicos de esta investigación se salen de lo común. Estamos fuera de la curva normal de las patologías corrientes. ¿No le parece, teniente?
—Estoy de acuerdo.
D'Agosta no se definió. Quería ver por dónde iba Singleton.
—Sabemos que el lóbulo lo cortaron varias horas antes del primer asesinato, y ahora el forense nos dice que el dedo también lo cortaron varias horas antes de este crimen. En las primeras grabaciones de seguridad aparece un vendaje en el lóbulo de la oreja, y en las nuevas se ve que lleva una gorra muy curiosa y un dedo vendado. ¿Qué clase de asesino puede lesionarse así? ¿Y qué significan los mensajes? ¿Quién cumple años, y quién tiene que enorgullecerse? Y, por último, ¿por qué un asesino tan organizado e inteligente, como salta a la vista que es, descuida tanto su identidad?
—Yo no estoy seguro de que la descuide —dijo D'Agosta—. Dese cuenta de que esta vez en las grabaciones de seguridad se le ve muy distinto.
—Ya, pero deja huellas dactilares. Le da igual que sepamos que ha sido él, post facto. De hecho, las partes corporales dan a entender que quiere que lo sepamos.
—A mí lo que no me cuadra es cómo interceptó a la camarera —dijo D'Agosta—. Durante la entrevista ella ha insistido en que sabía que habían pedido una almohada y conocía el número de habitación. ¿Cómo podía saberlo?
—Quizá tuviera un contacto dentro del hotel —dijo Singleton—, en recepción o en centralita. Son aspectos que tendrá que investigar.
D'Agosta asintió, sobresaltado. Cómo deseaba que Pendergast estuviera allí… Era el tipo exacto de preguntas al que podía ser capaz de responder.
—¿Sabe qué me hace pensar a mí, teniente?
Algo se avecinaba. D'Agosta se armó de valor.
—¿Qué, señor?
—Nunca me gusta tener que decirlo, pero ahora mismo esto nos supera. Tendremos que llamar a la Unidad de Ciencias Conductuales del FBI.
D'Agosta se llevó una sorpresa. Pero tras un momento no se sorprendió tanto. Con un asesino en serie como aquel, que presentaba una patología extrema, tal vez única, era un paso lógico.
Vio que Singleton lo miraba muy serio, buscando su aquiescencia. Era otra novedad. ¿Desde cuándo le pedía su opinión el capitán?
—Jefe —dijo D'Agosta—, me parece una idea estupenda.
Singleton puso cara de alivio.
—Supongo que se da usted cuenta de que a nuestros hombres y mujeres no les gustará… Para empezar, en estos crímenes no existe ningún elemento que requiera la intervención del FBI; no hay indicios de terrorismo ni vínculos con otro estado. También sabe lo repelente que puede ser, y lo será, el FBI; pero es que en toda mi carrera no había visto a un asesino así. La UCC tiene acceso a muchas más bases de datos y mucho más material de investigación que nosotros. Aun así, resultará difícil que los nuestros no se reboten.
D'Agosta conocía de sobra lo mal que trabajaban juntos la policía de Nueva York y el FBI.
—Me doy cuenta —dijo—. Se lo comentaré a la brigada. Ya sabe que he colaborado otras veces con el FBI y no tengo problemas personales con ellos.
Los ojos de Singleton brillaron al oírlo. Por unos momentos D'Agosta temió que sacara a relucir a Pendergast, pero no; el capitán tenía demasiado tacto, y se limitó a asentir con la cabeza.
—Como jefe, estableceré el primer contacto con Quantico. Después lo dejaré en manos de usted. Es la mejor manera, sobre todo con el FBI, tan puntilloso en cuestiones de rango.
D'Agosta asintió. Ahora sí que lamentaba no tener a Pendergast al lado.
Observaron en silencio cómo se movía lentamente por el suelo el investigador de fibras, a gatas y con pinzas en la mano, escrutando los recuadros de la cuadrícula dibujada con hilos. Vaya trabajo…
—Ah, casi se me olvida —dijo Singleton—. ¿Qué hemos obtenido en las pruebas de ADN del lóbulo?
—Aún no las hemos recibido.
Singleton se volvió lentamente.
—Ya hace sesenta horas.
D'Agosta sintió que le subía toda la sangre a la cara. Desde que la unidad de ADN ya no pertenecía a los servicios forenses, sino que constituía un departamento por sí mismo, dirigido por el doctor Wayne Heffler, estaban intratables. Hacía unos años D'Agosta y Pendergast habían tenido un encontronazo con Heffler, y desde entonces el teniente sospechaba que este último retrasaba por sistema los resultados del laboratorio el tiempo justo para cabrearlo, pero sin meterse en líos.
—Me ocuparé del tema —dijo con serenidad—. Me ocuparé enseguida.
—Se lo agradecería —dijo Singleton—. Uno de sus deberes como jefe de brigada es patear culos; y en este caso puede que tenga que… esto… emplearse a fondo, no sé si me explico.
Y, con una palmada amistosa en la espalda de D'Agosta, se volvió y se fue.