61

Esta vez Felder llevaba más de una hora a oscuras frente a las ventanas de la biblioteca, tenso y temeroso en una noche gélida. La casa se veía muerta, sin luces ni movimiento, pero sobre todo sin Dukchuk. Finalmente, convencido, abrió la ventana y entró, procurando que no le fallara el valor.

Tras dejarla abierta por si se imponía una huida rápida, permaneció un buen rato sin moverse y a la escucha en la fría sala. Nada. Tal como esperaba.

En esta oportunidad había tomado todas las precauciones posibles. Hacía unas cuantas noches que montaba guardia, vigilando la biblioteca desde la seguridad de las frondosas tuyas, y lo había visto todo en calma. El amago de encuentro a medianoche con Dukchuk debía de haber sido una coincidencia insólita, ya que el criado no parecía tener por costumbre merodear de noche por la casa. La tarde anterior la señorita Wintour había vuelto a invitar a Felder para tomar el té, y ni ella ni su aterrador sirviente habían dado la menor señal de que ocurriera algo. Al parecer no sospechaban nada.

Aun así, Felder sabía que no podía esperar eternamente. Tenía que actuar aquella misma noche. Si pasaba más tiempo se acobardaría sin remedio. De hecho, Constance y Mount Mercy ya empezaban a parecerle muy lejanos.

Se desplazó a ciegas por las estanterías, tanteando las superficies rugosas del cristal emplomado de las puertas. La W tenía que estar cerca del final de la colección. La carpeta de Alexander Wintour, por consiguiente, debía estar próxima a las puertas correderas de acceso al pasillo principal, que para su alivio estaban bien cerradas.

Al llegar a la penúltima estantería se paró a escuchar, pero la casa seguía tan silenciosa como antes. Sacó la linterna del bolsillo y la cubrió con cuidado para enfocarla en los libros que tenía delante. Trapp. Traven. Tremaine.

Apagó la luz y se acercó a la siguiente estantería, que era la última. Vaciló una vez más, atento a cualquier ruido. Después levantó la linterna hacia los estantes de arriba. Voltaire, en siete tomos de bonita encuadernación de piel; y al lado, media docena de legajos que parecían pergaminos doblados, rodeados por cintas rojas medio deshechas.

Dejó encendida la linterna para que barriese los siguientes dos estantes. La movió lateralmente por los títulos: El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y Jeeves, tú eres mi hombre, de P. G. Wodehouse, en lo que parecían dos primeras ediciones; y entre ambas obras, tres gruesas carpetas de piel negra, sencillas y gastadas, sin títulos ni marcas.

Su corazón empezó a latir bastante rápido.

Sujetando la linterna con los dientes, abrió la vitrina y cogió la primera carpeta. Estaba llena de polvo, y no parecía que la hubieran tocado en cien años. La abrió con cuidado, como si le diera miedo respirar. Dentro había docenas de bocetos y estudios preliminares para proyectos de cuadros. Manchados y descoloridos, su estilo se parecía bastante a los que había visto en la Historical Society.

El corazón de Felder latió aún más deprisa.

Le temblaron los dedos al empezar a mirar los estudios. Los dos primeros no estaban firmados, pero sí el tercero, en la esquina inferior derecha: WINTOUR, I 8 8 I.

Saltó al final de la carpeta. Había un sobre pegado en la parte interior mediante una fina línea de cola. Un sobre quebradizo, amarillento. Sacó el escalpelo del bolsillo y desprendió el sobre de la carpeta. Se sentía los dedos insensibles y torpes. No lo abrió hasta el segundo intento.

Dentro había un pequeño mechón de pelo oscuro.

Al principio lo único que hizo fue mirar, con una extraña mezcla de emociones: victoria, alivio y un poco de incredulidad. Así que era verdad. Era todo verdad.

Pero un momento… ¿Era el pelo que buscaba? Había dos carpetas más. ¿Y si Wintour había coleccionado pelo de otras chicas? Parecía improbable, pero había que verificarlo.

Después de guardarse el sobre en el bolsillo, puso la carpeta en su sitio y cogió la siguiente, que consultó con rapidez. Más bocetos y acuarelas. Notó que las ganas de acabar de una vez le hacían respirar más deprisa. Allá no había mechones. Volvió a colocar la carpeta en el estante y sacó la tercera, que hojeó con tal prisa que rompió varias páginas. Tampoco en esa había nada. La cerró y la dejó en su sitio, pero las prisas le hicieron ser menos cauto que antes y la carpeta hizo un ruido sordo al empujarla con demasiada fuerza contra el fondo de la estantería.

Se quedó muy quieto, con el corazón alborotado. En el vasto y frío silencio de la casa aquel pequeño ruido era como un trueno.

Esperó.

En la gélida casa, sin embargo, no se oía ni un susurro. Sintió que se le relajaban poco a poco los músculos y se le acompasaba la respiración. Nadie había oído nada. Era simple paranoia.

Palpó el sobre que tenía en el bolsillo, que emitió un crujido seco. Solo entonces, disipado el miedo, asimiló todas las consecuencias del descubrimiento. Ya no quedaban dudas: Constance tenía ciento cuarenta años, en efecto. No estaba loca. Siempre había dicho la verdad.

Lo curioso fue que entenderlo no lo chocó tanto como creía que lo haría. De alguna manera ya sabía que era cierto: por la calma y naturalidad con las que Constance siempre había sostenido su versión, por haber sabido describir con gran detalle el aspecto de Water Street en la década de 1880 y por la sinceridad intrínseca a su modo de ser. De hecho era lo que Felder deseaba creer, porque…

Las puertas correderas de la biblioteca armaron un gran estrépito al abrirse, revelando la presencia de Dukchuk, que con la misma túnica amorfa de batik y la misma arma cruel que ya había visto Felder lo miraba fijamente con sus malvados ojos negros.

Corrió hacia la ventana con un grito de miedo, pero Dukchuk, más rápido, cruzó la sala en cuatro saltos y cerró la ventana, moviéndose con un silencio casi más terrible que cualquier alarido, a la vez que mostraba los dientes con una mueca de animal feroz. Felder observó por vez primera que estaban afilados. Intentó defenderse, gritando, pero Dukchuk se le echó encima y le pasó por el cuello un brazo con tatuajes, que contrajo a la manera de un garrote, ahogando los chillidos de su víctima.

Mientras Felder forcejeaba como loco sintió una explosión brusca y candente de dolor. Era el impacto de la cachiporra en un lado de su cabeza. Le fallaron las piernas. Dukchuk lo arrojó al suelo y lo golpeó en el pecho, un golpe terrible que lo dejó retorciéndose, sin poder respirar.

Apareció ante sus ojos una bruma roja. Luchó por mantenerse consciente, con las manos aferradas al pecho, y al final logró llenarse los pulmones de una enorme bocanada de aire. Al disiparse la neblina, y aclarársele la vista, vio a Dukchuk erguido frente a él bajo la débil luz del pasillo, con sus descomunales y tatuados antebrazos el uno sobre el otro y unos ojos como trozos de carbón, menores de lo normal. Tenía detrás la diminuta silueta de la señorita Wintour.

—¡Vaya! —dijo esta última—. Tenías razón, Dukchuk. ¡Este señor es un simple y vulgar ladrón que está aquí so pretexto de alquilar la casa! —Fulminó a Felder con la mirada—. Qué cara más dura hay que tener para tomarse el té bajo mi propio techo y disfrutar de mi amable hospitalidad a la vez que se planea robar a una mujer débil e indefensa como yo, de tan escasas posesiones… ¡Es usted un individuo odioso!

—Por favor… —dijo Felder intentando ponerse de rodillas. Le dolía la cabeza. Seguro que tenía las costillas rotas. El sabor de su boca era una mezcla metálica de sangre y miedo—. Por favor, no he cogido nada. Solo tenía curiosidad. Quería echar un vistazo. Al haber oído tantas cosas…

Se calló al ver que Dukchuk lo amenazaba con la cachiporra en alto. Ahora la señorita Wintour llamaría a la policía, que detendría y encarcelaría a Felder. Era el final de su carrera. Pero ¿cómo se le había ocurrido?

El criado miró por encima del hombro a la señorita Wintour con una expresión interrogante, portadora de una inequívoca pregunta: ¿qué hago con él?

A Felder le dolió tragar saliva. Se acabó. Una llamada a la policía y empezaría el rosario de desastres. Más valía aceptarlo. Y empezar a inventarse alguna buena excusa.

La señorita Wintour prolongó un poco más su mirada hostil hasta que se volvió hacia Dukchuk.

—Mátalo —dijo—. Luego puedes enterrar sus restos en la bodega. Con los demás.

Dio media vuelta y salió de la biblioteca sin mirar atrás.

Dos tumbas
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