41

Proctor caminaba en silencio por la biblioteca, mirando los libros. Al no ser una persona leída le resultaban desconocidos la mayoría de los títulos, que en muchos casos, además, estaban escritos en otro idioma. El no tenía la menor idea de cómo «educar» a alguien, y menos a un chico raro y débil como Tristram, pero un encargo era un encargo, y él conocía su deber. Tenía que reconocer que era un muchacho fácil de cuidar, modesto en sus necesidades y agradecido con cualquier atención y comida, por sencillas que fuesen. Al principio, basándose en su escaso dominio del idioma y la extrañez de sus costumbres, había supuesto que tenía alguna minusvalía mental, pero era evidente que se había equivocado. Aprendía muy deprisa.

Su vista se detuvo al reconocer un título: Animal acorralado, de Geoffrey Household. Buen libro, muy buen libro.

Cogió el ejemplar por el lomo y se detuvo a escuchar. El ama de llaves ya se había ido a casa. La mansión estaba en silencio.

¿O no?

Con movimientos reposados, se puso el libro bajo el brazo y se volvió para mirar la biblioteca. Hacía frío (en ausencia de Pendergast no se molestaba en encender la chimenea), y la mayoría de las luces estaban apagadas. Eran las nueve de la noche. Se había levantado un viento invernal, el que soplaba desde el río Hudson.

Se mantuvo a la escucha. Sus oídos captaban los ruidos de la casa, el gemido sofocado y gutural del viento y los vagos crujidos de la vieja mansión. El olor era el de siempre: a cera de muebles, cuero y madera. A pesar de todo le pareció oír algo, algo casi inaudible en el piso de arriba.

Sin perder el sosiego de sus movimientos fue al fondo de la biblioteca y abrió un panel de roble tras el que había un tablero de seguridad informático y un monitor LCD. Toda la hilera estaba verde, las alarmas encendidas, las puertas y ventanas cerradas a cal y canto y los sensores de movimiento en reposo.

Apretando un botón desactivó temporalmente los sensores. Después pasó tranquilamente de la biblioteca al recibidor por un arco de mármol y entró en lo que llamaban «gabinete»: varias salas reformadas por Pendergast para albergar un pequeño museo cuyas piezas procedían de las colecciones, aparentemente infinitas, de su tío bisabuelo, Enoch Leng. El centro de la primera sala lo ocupaba un dinosaurio fosilizado, pequeño pero de maligno aspecto, todo dientes y garras, rodeado por un sinfín de vitrinas con especímenes insólitos y extraños, desde cráneos hasta diamantes, meteoritos o pájaros disecados.

Los movimientos de Proctor respiraban una paz que distaba mucho de sentir en su interior. Tenía un radar interno aguzado por sus años en las fuerzas especiales, y ese radar acababa de ponerse en marcha. El porqué no lo sabía. No conseguía identificar nada en concreto. Todo parecía seguro. Era su intuición.

Y Proctor siempre le hacía caso a su instinto.

Subió a la primera planta y, tras dejar atrás el chimpancé disecado y sin labios, lleno de agujeros hechos por las polillas, examinó todas las puertas que daban al pasillo. Cerradas. Detuvo un momento la vista en un cuadro de un ciervo devorado por los lobos. Después reanudó su camino.

Todo estaba en su sitio.

Volvió a la planta baja, y a la biblioteca, donde reactivó los sensores de movimiento, cogió Animal acorralado y se sentó en un sillón estratégicamente orientado a un espejo que le permitía ver todo el recibidor.

Abrió el libro y simuló leer.

Sus sentidos, mientras tanto, seguían en alerta máxima, sobre todo el olfato. El olfato de Proctor era de una finura sobrenatural, digna casi del de un ciervo. No era algo que entrase dentro de las previsiones de la mayoría de los seres humanos. Más de una vez le había salvado la vida.

Transcurrió media hora sin que nada despertase sus sospechas.

Comprendió que debía de haber sido una falsa alarma. Aun así, como nunca daba nada por sentado, cerró el libro, bostezó y se acercó a la parte de las estanterías que daba acceso secreto al ascensor del sótano. Bajó y recorrió el estrecho pasadizo subterráneo de piedra sin labrar, con manchas de nitrio, humedad y cal en las paredes.

A la vuelta de una esquina se arrimó sin hacer ruido a una hornacina y esperó.

Nada.

Aspiró despacio, indagando con su olfato en las corrientes de aire, pero no eran portadoras de ningún olor humano, remolino extraño o calor inesperado. Todo era frío y humedad.

Empezaba a tener la sensación de hacer el tonto. Su aislamiento, y un papel tan desacostumbrado como el de protector y tutor, lo habían puesto de los nervios. No era posible que lo siguiera nadie. La entrada de la estantería se había cerrado tras él, y obviamente no había vuelto a abrirse. El ascensor seguía en el sótano. Nadie lo había hecho subir de nuevo hasta la planta baja; y aunque en esta última hubiera alguien, era imposible que lo hubiera seguido al sótano.

Con estos pensamientos se empezó a disipar la sensación de alarma. No había peligro en bajar al subsótano.

Cruzó el pasillo, y al llegar a la cámara de piedra presionó el blasón de los Pendergast. Se abrió la puerta secreta. La atravesó y esperó a que hubiera vuelto a su sitio para descender por la larga escalera de caracol y recorrer las múltiples y extrañas salas que componían el subsótano, llenas de frascos de cristal, tapices medio descompuestos, insectos resecos, medicamentos y otras extrañas colecciones de Enoch Leng. No eran de su gusto. Se apresuró a llegar a la pesada puerta con bandas de hierro por la que se accedía a la vivienda de Tristram.

El chico lo esperaba con paciencia. Era una de sus grandes virtudes: sabía quedarse varias horas sentado, sin moverse ni ocuparse en nada. Proctor admiraba aquella cualidad.

—Te he traído un libro —dijo.

—¡Gracias! —El joven se levantó y lo cogió con avidez para mirarlo y darle vueltas—. ¿Sobre qué va?

De repente Proctor tuvo sus dudas. ¿Era el libro más indicado para el hermano de un asesino en serie? No se le había ocurrido pensarlo. Carraspeó.

—Va de un hombre que sigue a un dictador para matarlo. Lo cogen y se escapa. —Hizo una pausa. Tal como lo había descrito no parecía muy interesante—. Te leeré el primer capítulo.

—¡Sí, por favor!

Tristram se sentó a esperar en la cama.

—Si hay alguna palabra que no entiendas, me dices. Cuando acabe hablaremos del capítulo. Seguro que tienes preguntas. No dejes de hacérmelas.

Proctor se acomodó en una silla, abrió el libro, se aclaró la garganta y empezó a leer: «No puedo reprocharles nada. A fin de cuentas, nadie necesita un teleobjetivo para disparar contra osos y jabalíes».

Bruscamente sintió algo a sus espaldas: una presencia. Se giró y se levantó como un resorte, cerrando la mano alrededor de su pistola, pero la presencia había desaparecido en la oscuridad del pasadizo sin darle tiempo de tocar el arma. Aun así, Proctor tenía grabada la imagen del rostro que había visto. Era el de Tristram, pero más agudo y afilado.

Alban.

Dos tumbas
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