62
Los movimientos del doctor John Felder al pisar la moqueta mohosa y descolorida de la vieja mansión eran lentos y casi robóticos. Tenía la cabeza a punto de explotar, y un corte en la sien del que bajaba hasta el cuello un hilillo de sangre. Sus costillas rotas se rozaban entre sí con cada paso. De vez en cuando Dukchuk, que iba justo detrás, lo empujaba en la base de la espalda con su cachiporra. Los únicos sonidos procedentes del criado eran el susurro de su túnica y el impacto de sus grandes pies descalzos contra la moqueta. La anciana había desaparecido ya en las alturas de la casa.
Felder avanzó por el pasillo sin ver nada, en realidad. No era cierto. No le podía estar pasando. En cualquier momento se despertaría en su incómodo y pequeño camastro de la casa del portero; a menos… a menos que lo hiciera en su piso, en Nueva York, y que todo aquel viaje de locos a Southport resultara no ser más que una descabellada pesadilla…
Pero entonces Dukchuk lo empujó otra vez con el extremo redondeado de la cachiporra, y Felder supo (con toda claridad) que aunque fuera una pesadilla no era ningún sueño.
Aun así se resistía a creerlo. ¿De verdad que la anciana señorita Wintour había dado instrucciones de matarlo? ¿Lo decía en serio o solo para darle miedo? ¿Y lo de enterrarlo en la bodega, junto a los demás? ¿Qué podía significar?
Se detuvo. La luz eléctrica, débil y sórdida, le permitía distinguir un comedor, seguido aparentemente por una cocina, con una puerta al fondo que daba a la noche y a la libertad. Dukchuk, sin embargo, lo empujó una vez más, indicando con su cachiporra que Felder debía doblar a la izquierda por otro pasillo.
Mientras caminaba empezó a fijarse un poco en lo que lo rodeaba. En las paredes había litografías antiguas y con manchas de moscas. También se veían estatuillas de porcelana sobre mesitas repartidas aquí y allá, pero no había nada, nada en absoluto, que fuera concebible utilizar como arma. Se rozó los bolsillos con las manos al andar, palpando lo que contenían: el destornillador, el escalpelo y el sobre del mechón. La linterna estaba en el suelo de la biblioteca, en el primer sitio donde se había caído él. El escalpelo, y su cuchilla de dos o tres centímetros, serían motivo de risa para alguien tan diestro y musculoso como Dukchuk. Mejor decantarse por el destornillador. ¿Y si se lo clavaba en el ojo? Pero no, aquel monstruo era demasiado fuerte, musculoso y rápido para que pudiera salir bien la intentona. Solo serviría para que se enfadase.
No había solución. Peor que eso.
Dukchuk dio unos golpes con la cachiporra en una puerta cerrada e hizo señas a Felder de que la abriera. Al girar el pomo, la mano pegajosa del doctor resbaló en la bola blanca de mármol. Abrió la puerta. Al otro lado todo estaba oscuro. Dukchuk accionó un interruptor antiguo en la pared, que encendió una bombilla colgada de un cable. Delante había una escalera tosca que bajaba al sótano.
Felder se dio cuenta de que el miedo hacía temblar sus piernas, ese miedo que hasta entonces habían encubierto la desorientación, el dolor y la incredulidad. Lo que pasaba era verdad.
—No —dijo apartándose de la escalera—. No, por favor, no puede hacerme esto.
Dukchuk le clavó la cachiporra en la espalda.
—Le daré dinero —farfulló él—. En la casa del portero tengo ciento cincuenta o doscientos. Podríamos ir al cajero. Será un secreto entre los dos. No hace falta que se entere ella.
Dukchuk volvió a empujarlo en la espalda, mucho más fuerte esta vez. Felder perdió el equilibrio y tuvo que sujetarse a la baranda. Un poco más y se habría caído rodando por la escalera.
—No se puede matar a alguien así. La gente sabe que he alquilado la casa del portero. Vendrá la policía y registrará toda la mansión.
Mientras lo decía se dio cuenta de que no era verdad. ¿Quién iba a creer que una ancianita como ella fuera capaz de asesinar a sangre fría? La casa la había alquilado con un nombre falso, sin decírselo a nadie. Aunque viniera la policía, se limitaría a llamar a la puerta, hacer unas cuantas preguntas con educación e irse.
Otro fuerte empujón.
Intentó tragar saliva, pero se atragantó de miedo. Encadenó dos pasos, bajando por los escalones con la dificultad de un viejo. Dukchuk iba detrás, a varios peldaños de distancia.
Tuvo la impresión de que el tiempo pasaba más despacio. Cada paso hacia el sótano era como una pequeña agonía. «Mátalo. Luego puedes enterrar sus restos en la bodega.» Por Dios, por Dios… Se iba a morir. Era verdad. A menos que fuera una broma morbosa y macabra, para aterrorizarlo… Pero lo dudaba.
Se paró al llegar al pie de la escalera. Hacía un frío húmedo. La única luz era la de la bombilla de arriba, y unos tenues parpadeos procedentes de una sala a mano izquierda. Delante había un pasillo estrecho con puertas cerradas a ambos lados.
Era el final. Se hizo fuerte, esperando el golpe despiadado en la cabeza, la explosión cegadora de dolor en su cráneo y la luz blanca que sería el preludio de un rápido fundido en negro, pero lo que hizo Dukchuk fue obligarlo a avanzar con su cachiporra.
Pasaron al lado de una puerta abierta a la izquierda. Felder vio con el rabillo del rojo varias velas altas, de luz temblorosa, colgaduras de tela con pinturas extrañas y pequeñas figuras de piedra sobre pedestales, dispuestas en un semicírculo. La guarida de Dukchuk.
Iban derechos al fondo del pasillo, hacia una puerta cerrada. Al mirarla fijamente, Felder empezó a respirar más deprisa y se oyó sollozar.
—Por favor —murmuró—. Por favor, por favor, por favor…
Se detuvieron al final del pasadizo. Dukchuk le hizo señas de que abriese la última puerta. Felder levantó la mano, que temblaba. Sus piernas casi no lo sostenían. Tuvo que hacer tres intentos antes de poder coger el pomo con bastante fuerza para girarlo.
Al otro lado todo estaba oscuro. La luz indirecta de las velas solo reveló unas cuantas formas imprecisas: barriles de manzanas, cajas medio llenas de nabos y zanahorias podridas y estantes de madera con tarros de conserva, muchos de los cuales, al reventarse, habían manchado las baldas con su contenido oscuro y pútrido y habían formado hilos solidificados.
La bodega.
Oyó crecer la intensidad de sus propios sollozos. Casi parecía que llorase otra persona. Dukchuk lo empujó una vez más, pero esta vez Felder no pudo o no quiso moverse. En vez de eso deslizó una mano en el bolsillo y la cerró maquinalmente en torno al pequeño sobre.
—Constance —murmuró.
En aquel momento de máxima crisis, comprendió de golpe (aunque probablemente hubiera debido saberlo mucho antes) que estaba locamente enamorado de ella. Tal vez ya lo supiera. Tal vez solo le faltara reconocerlo de manera consciente. Era la causa de todo. Y ahora llegaba el final. Constance no llegaría a enterarse de que había encontrado su mechón de pelo. No sabría tampoco a qué precio lo había pagado.
Dukchuk lo empujó otra vez, y Felder volvió a quedarse donde estaba, incapaz de moverse, en el umbral de la bodega.
Recibió en su hombro derecho un golpe brutal que lo hizo gritar y tropezar hacia delante. El siguiente impacto de la cachiporra fue por detrás de una rodilla. Al venirse abajo se dio un golpe en la cabeza con el suelo de tierra.
Era el final.
De repente (por algo relacionado con la revelación de lo que sentía por Constance) se dio cuenta de que se disipaba el miedo. El sentimiento que lo reemplazó fue una especie de sorpresa, y de rabia: sorpresa por irse así del mundo y por que lo último que fuera a ver en la tierra fuese aquel suelo desnivelado y polvoriento, y los enormes pies de Dukchuck, que eran como dos tablones de uñas negras y rotas, algo apartadas de él. Rabia por lo enormemente injusto que era todo. Se había pasado la vida haciendo el bien, ayudando a gente enferma e intentando ser lo mejor que pudiera, una persona seria, bondadosa… ¿Y ahora tenía que ser víctima de una loca asesina, sin poder defenderse?
La mano que cogía el sobre sintió la presión de algo más, de un objeto frío y recto. El escalpelo. Soltó el sobre y asió el mango de la cuchilla. De pronto sabía lo que tenía que hacer.
De un solo movimiento extrajo la mano del bolsillo y apoyó el dedo índice en el borde superior del mango del escalpelo, como le habían enseñado en las clases de disección de la facultad de medicina.
De esa manera, lo clavó con todas las fuerzas que pudo reunir en el gran tendón de Aquiles del tobillo más próximo de Dukchuk.
Con un húmedo ruido de succión, el tendón, cortado limpiamente, y habiendo perdido su tensión, se disparó hacia arriba como una gruesa cinta elástica y desapareció en los músculos de la pantorrilla de Dukchuk. El criado cayó inmediatamente de rodillas, abriendo mucho los ojos y formando una O perfecta con la boca. Fue la primera vez que emitió algún sonido: un bramido ensordecedor de puro sufrimiento, como el de un ternero.
Felder se levantó, inestable, sin soltar el escalpelo ensangrentado. Dukchuk aulló otra vez y quiso cogerlo con sus garras, pero el psiquiatra se apartó de un salto a la vez que lanzaba una dura estocada hacia su mano y le abría la palma como un melón maduro.
—¿Quieres más, hijo de puta? —exclamó, sorprendido por su propia rabia.
Dukchuk, sin embargo, abrumado de dolor, se había encogido en el suelo, sujetándose el tobillo mientras le salía sangre de la mano, y desgañitándose como un bebé. No parecía acordarse de Felder.
Con un esfuerzo sobrehumano Felder dio media vuelta, voló escaleras arriba y dio tumbos por el comedor, derribando una silla. Oyó la voz impaciente de la anciana en algún punto del piso de arriba.
—¡Dukchuk, por amor de Dios! ¡Diviértete, pero sin hacer tanto ruido!
Cruzó cojeando lo más deprisa que pudo la cocina a oscuras. Oía los salvajes aullidos de Dukchuk en el piso de abajo, pero con menos fuerza. Al llegar a la puerta del fondo descorrió a tientas los pestillos y la abrió de par en par. Ignorando el dolor de sus costillas rotas y su pierna lesionada, se lanzó por la maleza de detrás de la mansión, llegó a la casa del portero, entró el tiempo justo para recoger el maletín y las llaves, subió a trompicones a su Volvo, arrancó, salió disparado a Center Street y se alejó de la mansión de pesadilla a toda la velocidad que pudo.