74

Después de la zona del derrumbe el túnel dibujaba una amplia curva por el interior de la muralla de la fortaleza, con los laboratorios a la izquierda y el muro propiamente dicho a la derecha. Era la principal vía de circulación en aquel nivel de la fortificación, el más bajo de todos, y por lo tanto un lugar peligroso. Pendergast decidió que la clave sería bajar todavía más para poder huir por el laberinto de pasadizos, mazmorras, celdas y almacenes subterráneos. Era la zona donde había estado prisionero, pero durante su rápido reconocimiento de la fortaleza no la había explorado por considerarla irrelevante.

Ahora era imprescindible, tanto así que no tenían ninguna otra opción.

Ya oía correr a un grupo de hombres hacia ellos; el eco de sus rifles y el impacto acompasado de sus botas en el pasadizo de piedra. A la izquierda había otra puerta de laboratorio empotrada en un hueco de piedra, pero estaba cerrada con llave y no había tiempo para forzar la cerradura. Indicó por gestos al coronel y sus hombres que se apretasen contra las paredes, se pusieran de rodillas y levantasen sus rifles hacia los soldados que se aproximaban.

—Fuego a discreción —dijo en voz baja.

El coronel repitió la orden en portugués.

Los pasos se acercaban, resonando al otro lado de la curva del túnel. El pequeño grupo se preparó para una emboscada a quemarropa.

En respuesta a una orden brusca, los soldados alemanes se pararon justo donde no se los podía ver. Un silencio súbito dio paso a un momento de eléctrica intensidad, hasta que aparecieron por la curva dos granadas lanzadas con pericia que chocaron contra el suelo y rodaron hacia los brasileños.

Tomados por sorpresa, Pendergast y los demás saltaron raudos y, tras dar media vuelta, se arrojaron de nuevo hacia el lado de la puerta empotrada. Las dos granadas estallaron a la vez. La onda expansiva, enorme en un espacio tan pequeño, arrojó hacia atrás al grupo. A uno de los brasileños, no tan rápido como los otros, lo pilló sin protección y desapareció en una nube de sangre, carne, huesos y polvo.

Tras sacudir la cabeza para despejársela, Pendergast disparó en la nube de polvo que lo rodeaba. Cuando oyó que caían piedras, comprendió que los soldados no podían avanzar, al menos de inmediato, por culpa de los bloques desprendidos del techo.

—¡Retirada! —dijo disparando al polvo.

El coronel y los tres hombres restantes echaron a correr. Pendergast mantuvo el fuego a discreción, y cuando estuvieron a salvo al otro lado de la curva los siguió. Sabía que unos cientos de metros más allá existía un túnel lateral. No tenía ni idea de adonde conducía, y habría preferido no aventurarse, pero ya no tenían elección.

—¡A la derecha! —dijo—. Direita!

Se metieron por el túnel, dejando atrás el pasadizo irrespirable por el polvo. No había ningún tipo de iluminación. Los hombres del coronel sacaron linternas para ver lo que tenían delante. Era un túnel viejo y en desuso, con nitro incrustado en los sillares y un aire estancado que olía a moho y putrefacción. Llegaron a una vieja puerta de roble con refuerzos de hierro podrido, carcomida por el tiempo, que cedió a un solo golpe de culata de fusil.

Al otro lado había una escalera de caracol cuyas piedras descendían por una fétida oscuridad. Oyeron de nuevo el ruido de botas a sus espaldas.

La escalera se había deshecho parcialmente. Resbalando entre piedras rotas y viscosas, llegaron al nivel inferior de la fortificación y corrieron por un largo túnel que empezaba en la base de la escalera, seguidos a no mucha distancia por el sonido de sus perseguidores.

El túnel se bifurcaba y desembocaba en un espacio grande, abovedado. El centro de ese lugar lo ocupaba algo de lo más insólito: una jaula aislada de acero, de unos cinco metros de lado, cerrada con llave. En vez de fijarla al suelo la habían construido alrededor de una especie de profunda fisura natural en la base sin labrar del subsótano de la fortaleza, y tanto la fisura como la propia jaula contenían una infinidad de cajas de armas, granadas, proyectiles y recipientes de pólvora estampados con esvásticas y advertencias sobre la alta peligrosidad, SEHR GEFÄHRLICH, de su contenido. Parecía el almacén central de munición del fuerte, situado en lo más profundo de sus entrañas, como medida de protección.

Su plan inicial de volar el almacén de municiones habría estado condenado al fracaso en cualquier circunstancia: el depósito estaba demasiado hundido en la fortaleza para que hubiera sido posible practicar una vía de acceso para el coronel y sus hombres.

Pero no tenían tiempo para una inspección más pormenorizada. Cruzaron la sala y se metieron por el pasadizo que arrancaba al otro lado.

Pronto se encontraron con dos bifurcaciones seguidas. El pasadizo estaba bordeado de celdas vacías, con restos podridos de puertas de madera en el suelo húmedo. Había un esqueleto antiguo encadenado a una pared, con regueros de sales de cobre. Los muros supuraban agua, que formaba charcos en el suelo de ceniza; un suelo que, según observó Pendergast, por desgracia, retenía las huellas de su paso.

Los jadeos de los soldados alemanes al correr, y el impacto de las botas, estaban cada vez más cerca.

—Tenemos que matarlos —dijo el coronel.

—Excelente propuesta —contestó Pendergast—. Granadas, por favor.

Sacó la última que le quedaba y le hizo una señal con la cabeza al coronel. Mientras corrían, este último y sus tres únicos hombres siguieron el ejemplo de Pendergast y sacaron el pasador de su granada, pero sin quitar la espoleta. Al ver un recodo, Pendergast hizo un gesto seco con la cabeza. Todos quitaron a la vez las espoletas y tiraron las granadas a la ceniza blanda antes de doblar la esquina y poner cuerpo a tierra.

—¿Cómo se dice en inglés? —murmuró el coronel—. La venganza es muy puta.

—Apaguen todas las luces —susurró en respuesta Pendergast.

Segundos después, justo a la vuelta de la esquina, el túnel tembló con una serie de explosiones que estuvieron a punto de dejarlos sordos. Pendergast se levantó de inmediato, haciendo señas de que lo siguieran los demás. Doblando el recodo a la carrera, vieron algunas vagas luces de linterna entre la lluvia de cascotes y abrieron fuego como locos contra la enorme nube de polvo, apuntando a las luces, mientras el caótico fuego de respuesta no conseguía ningún resultado.

Fue todo muy rápido. Pronto sus perseguidores estaban todos muertos, y el humo se asentó en el aire húmedo. Pendergast encendió su linterna y la enfocó en los cadáveres: seis soldados en cuyo sencillo uniforme gris solo había una pequeña insignia. En cambio el séptimo, sin duda el cabecilla, llevaba un viejo uniforme nazi, el uniforme de campo feldgraue de las Waffen-SS, con algunas adiciones más modernas.

—Babaca! —dijo el coronel dándole una patada—. Fíjese en este hijo de la gran puta, jugando a nazis. Que bastardo.

Tras un breve examen del oficial uniformado, Pendergast centró su atención en los otros muertos: media docena de jóvenes de buen aspecto, destrozados por las explosiones y los disparos, cuyos ojos azules miraban ciega y fijamente varios puntos abriendo la boca de sorpresa y sujetando las armas con manos delicadas. Se agachó para coger otro cargador y una granada. También los otros se reabastecieron.

A partir de entonces todo fue silencio, a excepción del cadencioso gotear del agua. El olor a sangre y muerte se mezclaba a los de cieno, moho y putrefacción. De pronto, sin embargo, se filtró en el silencio una especie de susurro. La explosión había hecho desprenderse una parte de la enorme pared, de la que empezaban a salir insectos que, desalojados de sus lugares de descanso, reptaban por el techo y caían de él en más de una ocasión: grasos ciempiés, escorpiones látigo blancos con puntas en los pedipalpos, tijeretas gigantes de pinzas aceitosas, escorpiones albinos que hacían ruido con sus pinzas y arañas saltadoras peludas.

El coronel dijo una palabrota al quitarse un insecto del hombro.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Pendergast—. Ahora mismo.

En ese momento sucedió algo extraño: a uno de los soldados del coronel se le cortó el aliento. Después se volvió y se arrancó del pecho un puñal ensangrentado, que contempló con estupor antes de caer de rodillas.

Dos tumbas
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