30
Era mediodía. El médico había acudido y se había ido. La habitación estaba silenciosa, oscura. El muchacho, bañado y limpio de hollín, dormía con las cortinas echadas. En un rincón de la sala, pequeña y austera, había alguien sentado en la penumbra, alguien que no se movía, y cuyo rostro pálido flotaba en la oscuridad como una aparición fantasmal.
El muchacho se movió y se giró, suspirando. Llevaba dieciocho horas de sueño. Tenía una mano encima de la sábana, con un grillete y una cadena sujeta al bastidor metálico.
Después de otro suspiro, algo brilló en la oscuridad: un ojo abierto. El muchacho se volvió a girar, inquieto, y al final levantó la cabeza. Miró a su alrededor y se fijó en la silueta del rincón.
Se miraron mucho tiempo en la penumbra, hasta que él susurró algo.
—¿Agua?
La otra persona se levantó en silencio, salió de la habitación y regresó con un vaso de agua y una caña. Cuando el muchacho quiso cogerlo, la cadena detuvo el movimiento de su brazo. La miró con sorpresa, pero no dijo nada. Pendergast le sostuvo el vaso. Él bebió.
Al acabar apoyó otra vez la cabeza en la almohada.
—Gracias.
Su voz era débil, pero ya no deliraba. Su cerebro había vuelto a la racionalidad. La fiebre había bajado por efecto de los antibióticos. Al parecer le había sentado bien dormir tanto.
Siguió otro largo silencio, hasta que el chico alzó la muñeca donde llevaba la cadena.
—¿Por qué? —preguntó.
—Ya lo sabes. Lo que quiero saber yo es… por qué has venido.
—Porque… eres Padre.
—Padre —repitió Pendergast, como si desconociera la palabra—. ¿Y tú cómo lo sabes?
—Oí… que hablaban. De ti. Pendergast. Mi padre.
Pendergast no contestó. Al final el muchacho se movió otra vez en la cama.
—¿Saben… que estoy aquí?
Titubeaba al hablar, con un acento extraño, parcialmente alemán pero endulzado por la sonoridad meliflua de una entonación parecida al portugués. Limpia, su cara era tan pálida y tan fina que se le traslucían venas azules. Sus ojeras parecían cardenales, y el pelo se le pegaba a la cabeza a causa del sudor.
—Si te refieres a la policía —dijo Pendergast con una voz glacial—, yo no la he informado. Todavía.
—No, la policía no… —dijo el muchacho—. Ellos.
—¿Ellos?
—Los otros. Mi… mi hermano.
Sus palabras fueron acogidas por un profundo silencio, hasta que Pendergast contestó en un tono peculiar.
—¿Tu hermano?
El muchacho tosió y trató de incorporarse.
—Más agua, por favor.
Tras quitarse la pistola de calibre 45 y dejarla fuera del alcance del muchacho, Pendergast se acercó, lo ayudó a apoyarse en el cabezal con unos cuantos cojines y le dio otro sorbo de agua. Esta vez el chico bebió con avidez, acabándose el vaso.
—Tengo hambre —dijo.
—Se te proporcionará alimento a su debido tiempo —dijo Pendergast, mientras volvía a sentarse y se metía la pistola por dentro del traje—. Bueno, me estabas hablando de… ¿tu hermano?
—Mi hermano.
Pendergast lo miró con impaciencia.
—Exacto. Háblame de ese hermano.
—Es Alban. Somos… gemelos. Más o menos. Es el que mata. Me ha estado cortando. Le parece lustig, gracioso. Pero yo me he escapado. ¿Me ha seguido?
Ahora su tono era de miedo.
Cuando Pendergast se levantó, su esbelta silueta fue como una aparición en la penumbra de la sala. Dio unos pasos hacia la cortina y se giró.
—A ver si lo entiendo —dijo en voz baja—. Tienes un hermano gemelo que está matando a gente en hoteles de Nueva York. Te tenía prisionero y te ha estado cortando partes del cuerpo (un lóbulo, un dedo de la mano y otro del pie) para dejarlos en el lugar del crimen. —Sí.
—¿Y por qué acudes a mí?
—Eres… mi padre, ¿verdad? Lo dijo… Alban. Habla mucho de ti con los demás. Se creen que no escucho. O que no lo entiendo.
Pendergast, muy quieto, estuvo mucho rato sin decir nada. Después volvió a la silla y tomó asiento, casi como si le doliese.
—Quizá sea mejor que empieces por el principio —insistió Pendergast pasando por su frente una mano pálida—. Cuéntame todo lo que sepas: dónde naciste, en qué circunstancias, quién es tu hermano Alban y qué hacéis los dos en Nueva York.
—Lo intentaré. No sé mucho.
—Esfuérzate.
—Nací en… Brasil. El sitio lo llaman Nova Godói.
Pendergast se quedó de piedra.
—¿Tu madre era…?
—No he conocido a Madre. Alban era el gemelo bueno. Yo… el gemelo malo.
—¿Y cómo te llamas?
—No tengo nombre. Solo ponen nombre a los gemelos buenos. Los gemelos buenos van al colegio, hacen deporte y se entrenan. Comen bien. Nosotros… trabajamos en el campo.
Pendergast se levantó despacio de la silla, como una sombra mudamente atónita.
—¿O sea, que Nova Godói está lleno de gemelos?
El joven asintió con la cabeza.
—Y el tuyo, ese tal Alban… ¿es el que asesina?
—Le… encanta.
—¿Por qué mata?
Se encogió de hombros.
—¿Y tú te has escapado? ¿Cómo?
—Se creen que soy más tonto de lo que soy. Los he engañado y me he fugado. —Siguió un breve sollozo, parecido al hipo—. Espero que no me sigan.
—¿Dónde te tenían prisionero?
—Estaba… debajo del suelo. Había un túnel largo, viejo, muy frío. Me tenían en un… horno gigante y frío, grande como una habitación. Con los ladrillos sucios, y el suelo también sucio. Una puerta grande de metal. La última vez… se olvidaron de cerrar con llave.
—¿Y?
—Empecé a correr y no paré.
—¿Cómo me has encontrado?
—Les oí decir que vivías en un sitio muy elegante, Dakota, y pregunté. Alguien me lo dijo, me ayudó y me metió en un coche amarillo. También me dio esto.
Señaló unos cuantos billetes enrollados, que la señorita Ishimura había sacado del bolsillo de sus téjanos.
Guardó silencio. Pendergast metió la mano en el bolsillo, sacó una llave y abrió el grillete de la muñeca del muchacho.
—Lo siento —dijo—. Lo había entendido mal.
El chico sonrió.
—No me importa. Estoy… acostumbrado.
Pendergast pulsó un botón al lado de la puerta. Al cabo de un momento entró la señorita Ishimura. Pendergast se giró hacia ella y fue al grano.
—¿Tendría la amabilidad de prepararle a nuestro invitado un desayuno americano completo? Huevos, salchichas, tostadas y zumo de naranja. Gracias.
Volvió a mirar al chico.
—¿Así que alguien te metió en un taxi? ¿Cuánto duró el trayecto?
—Mucho. Pasamos muchos, muchos coches.
—¿De qué te acuerdas? ¿Cruzaste algún puente? ¿Pasaste por túneles?
—Cruzamos un puente grande sobre un río. —El recuerdo hizo que el joven sacudiera la cabeza—. Cuántos edificios, y qué altos…
Pendergast cogió inmediatamente un teléfono interno.
—¿Charles? El taxi que ha traído al chico. Necesito el número de licencia. Consulta los vídeos de seguridad del edificio y llámame enseguida. Gracias.
Colgó y se giró otra vez hacia el muchacho, tan perdido, confundido y vulnerable.
—A ver si entiendo lo que me has contado —dijo—. Tú y tu hermano sois gemelos, nacidos y criados en Brasil. Al parecer formáis parte de algún tipo de programa que hizo que él se quedara con todas las cualidades deseables, el material genético bueno, mientras que el material no deseado te lo quedaste tú, por decirlo de alguna manera. ¿Es así?
—Dicen que somos un vertedero. Basura.
—Y recibís cada uno un número. Tú eres el Cuarenta y Siete.
—El Cuarenta y Siete.
—O sea, que debéis de ser muchos.
El joven asintió.
—¿Podrías abrir las cortinas, por favor? Es que quiero ver luz.
Pendergast fue a la ventana y descorrió las cortinas, dejando entrar al bies la larga luz amarilla de principios de invierno, que acariciaba los tejados de pizarra, hastiales y torretas del célebre edificio. El muchacho se volvió agradecido hacia la luz, que recayó en su cara pálida.
Pendergast habló con suavidad.
—Lo primero es ponerte un nombre, uno de verdad.
—No sé cómo llamarme.
—Pues te lo pondré yo. ¿Qué te parece… Tristram?
—Me parece perfecto. ¿Y yo a ti te llamaré… padre?
—Sí —dijo Pendergast—. Sí, por favor, llámame… —Le costó pronunciar la palabra—. Padre.