3

Ya hacía mucho tiempo que el teniente Vincent D'Agosta había aprendido a llegar tarde a cualquier cita en la sede de los servicios forenses, situada en la calle Veintiséis Este. Había descubierto de la peor manera posible que llegar temprano tenía claras desventajas, relacionadas en su mayoría con aparecer en plena autopsia y verse obligado a presenciar las últimas fases, inevitablemente las peores. Le habían dicho que se acabaría acostumbrando.

Pero no.

Era consciente de que lo esperaba un hueso especialmente duro de roer: una joven consultora informática de Boston a la que en el transcurso de un viaje de trabajo habían asesinado y descuartizado en un hotel de lujo de Nueva York. Las cámaras de seguridad mostraban a un asesino con aires de modelo, y a una víctima no menos atractiva. Las características del crimen (que llevaba el sello de los asesinatos hechos al azar, por placer, y que tal vez tuviera un componente libidinoso) aseguraban el máximo interés por parte de la opinión pública. Hasta el Times se había hecho eco de la noticia.

Aunque no le gustase nada admitirlo para sus adentros, no le desagradaba del todo la visita. El capitán le había asignado el caso, nombrándolo jefe de brigada. Era su crimen, la niña de sus ojos.

Cruzó la puerta, con su célebre inscripción: TACEAT COLLOQUIA. EFFUGIAT RISUS. HIC LOCUS EST UBI MORS GAUDET SUCCURRERE VITAE; «Que cese la conversación. Que huya la risa. Este es el sitio donde la muerte goza ayudando a los vivos». Aquello le hizo pensar, con cierta satisfacción, en lo bien que marchaba todo en su vida. Su lesión cardíaca estaba curada casi al cien por cien, su relación con Hayward seguía por el buen camino, su ex mujer estaba desaparecida, mantenía un contacto regular con su hijo, y sus vaivenes laborales y expedientes disciplinarios quedaban claramente atrás. El único tema por zanjar era Pendergast, en busca de su esposa secuestrada; pero si había alguien capaz de cuidar de sí mismo era el agente del FBI.

Se concentró de nuevo en el caso. Era más que una oportunidad: marcaba un hito en su carrera, un nuevo principio. Hasta podía ser el primer paso para llegar a capitán.

En eso pensaba al entrar en el pasillo principal del edificio, mostrar su placa a guisa de saludo a una enfermera y dirigirse a la sala de autopsias 113. Se puso la bata, y al entrar descubrió que llegaba justo a tiempo.

El cuerpo descuartizado estaba en una camilla. Al lado había otra en la que se alineaban con precisión militar las partes, grandes y pequeñas, que habían sido seccionadas del cadáver, así como los recipientes que contenían los órganos extraídos por el patólogo.

El patólogo forense tenía en la mano el último órgano en ser retirado de la cavidad corporal, el hígado, y lo estaba trasladando a su correspondiente recipiente.

Rodeaban al cadáver dos miembros del recién formado equipo de D'Agosta: Barber, el investigador asignado por el distrito, y el tío del departamento de identificación, ese del apellido tan raro que siempre se le olvidaba. Barber, hecho unas pascuas, con su buen humor de siempre, no perdía detalle con sus ojos marrones. El tipo alto especialista en huellas latentes (¿cómo narices se llamaba?) ponía cara de tener que explicar grandes cosas. A D'Agosta lo irritó que a ninguno de los dos se le apreciaran indicios de náuseas. ¿Cómo lo conseguían?

Intentó no fijarse en los detalles, desplazando la vista sin detenerla en nada concreto. Dadas las circunstancias, la verdad es que no se encontraba demasiado mal; por la mañana, para disgusto de su novia, Laura, había prescindido de su desayuno favorito (tostadas de pan challah), de zumo de naranja y hasta de café, y se había conformado con un vaso alto de agua mineral italiana.

Hubo un murmullo de saludos y gestos con la cabeza. No reconoció al patólogo forense, que iba con ropa de hospital y aún dictaba datos por un micro. Aunque no se le viera casi nada, reparó en que era una mujer joven y francamente guapa, con un pelo negro y lustroso recogido hacia atrás; también se la veía muy tensa, crispada.

—¿Doctora? Soy el teniente D'Agosta, el jefe de la brigada —le dijo a modo de saludo.

—Doctora Pizzetti —contestó ella—. Soy la nueva residente de patología forense.

Ah, qué bien, italiana. Buen presagio. Lo de «nueva» explicaba su nerviosismo.

—¿Podrá ponerme al día cuando tenga un momento, doctora Pizzetti? —le pidió D'Agosta.

—Sí, claro.

La patóloga empezó a limpiar el cadáver mientras dictaba sus últimas observaciones. Parecía un puzle humano mal encajado. Colocó en su sitio algunas de las partes que se habían desplazado en el transcurso de la autopsia, devolviendo al cadáver la apariencia de una forma humana. Movió algunos órganos y tapó unos cuantos recipientes que aún estaban abiertos. Después su ayudante le dijo algo en voz baja y le tendió una jeringa larga, de aspecto siniestro.

D'Agosta sintió que se ponía rígido. ¿Una aguja? Él las odiaba.

Pizzetti se inclinó hacia la cabeza. Ya estaba abierto el cráneo, y extraído el cerebro. ¿Aún no había acabado? ¿Qué coño hacía?

Vio que bajaba la mano, abría el ojo del cadáver con el pulgar e insertaba la aguja.

Debería haber apartado la vista más deprisa, pero no lo hizo, y ver entrar la aguja en aquel ojo intensamente azul, de mirada tan fija, le provocó un nudo en el estómago de lo más desagradable. Normalmente las muestras de líquido ocular para las pruebas de toxicología las tomaban al principio de la autopsia, no al final…

Fingió toser por dentro de la máscara, sin levantar la vista.

—Casi hemos acabado, teniente —dijo Pizzetti—. Solo necesitábamos una muestra más de toxicología. La primera vez no hemos sacado bastante.

—Vale, vale, no pasa nada.

Pizzetti desechó la aguja en una bolsa de residuos médicos y le tendió a su ayudante la jeringa, llena de un líquido naranja amarillento. Después se apartó y echó un vistazo a la sala. Se quitó los guantes sucios, los arrojó a la bolsa roja de basura, se bajó la mascarilla y se quitó los auriculares. Su ayudante le dio un portapapeles.

Estaba realmente tensa. A D'Agosta le inspiró ternura: joven y residente primeriza, en lo que debía de ser su primer caso importante. Temerosa de equivocarse. Aunque, a juzgar por los restos que veía D'Agosta, lo había hecho muy bien.

La doctora inició el informe con la letanía de siempre: estatura, peso, edad, causa de la defunción, señas particulares, cicatrices antiguas, estado de salud, morbilidad y patologías. Tenía una voz agradable, aunque tirante. El tipo del departamento de identificación tomaba notas. D'Agosta prefería escuchar y memorizar. Muchas veces las anotaciones le hacían pasar cosas por alto.

—Una sola herida ha contribuido a la muerte: la del cuello —dijo Pizzetti—. No hay tejidos debajo de las uñas. Todas las pruebas toxicológicas preliminares han salido negativas. No hay señales de resistencia.

Pasó a una meticulosa descripción de la profundidad, ángulo y anatomía de la única herida por corte. Un asesino organizado, inteligente, pensó D'Agosta al oír la eficacia de la herida mortal para desangrar el cuerpo, silenciando de inmediato a la víctima y haciendo que perdiera muy deprisa su sangre, todo mediante una sola estocada de un cuchillo sumamente cortante y de doble filo, con una longitud de unos diez centímetros.

—La muerte —concluyó la doctora— se produjo en treinta segundos. Todos los otros cortes fueron efectuados post mórtem.

Una pausa.

—El cuerpo fue descuartizado con una sierra Stryker, que podría parecerse mucho a la que tengo aquí. —Señaló una sierra montada en un soporte al lado del cadáver—. Las Stryker tienen una hoja en forma de cuña que se mueve hacia delante y hacia atrás a gran velocidad por un sistema de aire comprimido. Están especialmente pensadas para cortar hueso pero detenerse en cuanto encuentran un tejido blando. También están diseñadas para que no salten esquirlas de hueso ni haya salpicaduras de fluidos durante el corte. Se aprecia un uso experto por parte del asesino, más experto de lo habitual.

Hizo otra pausa.

D'Agosta carraspeó. Aún no se le había deshecho el bolo del estómago, pero al menos no amagaba con salir.

—¿O sea, que el asesino podría ser forense o cirujano ortopédico? —preguntó.

Un largo silencio.

—No me corresponde a mí formular hipótesis.

—Solo le pido una opinión informal, doctora, no una conclusión científica. No la haré responsable. ¿Qué me dice?

Trató de hablar afablemente, para que no se sintiera amenazada.

Otro titubeo. D'Agosta empezaba a formarse una idea más clara de por qué estaba tan tensa la doctora: quizá se hubiera planteado la posibilidad de que el asesino fuera un colega.

—A mí me parece que quien ha hecho esto tenía formación profesional.

La forense lo dijo de corrido.

—Gracias.

—El asesino, además, usó instrumentos quirúrgicos para seccionar la carne hasta el hueso con notable precisión. Para apartarla utilizó retractores. Hemos documentado las marcas. Y una Stryker para cortar hueso, como ya he comentado. Todos los cortes son de gran precisión, sin errores, como los que podría hacer un cirujano en una amputación, con la diferencia de que no los ató ni los cauterizó, como es lógico.

La forense carraspeó.

—El cadáver fue descuartizado de manera simétrica: un corte a ocho centímetros debajo de la rodilla, otro ocho centímetros por encima, un corte cinco centímetros por encima del codo, otro cinco centímetros por debajo… Después cortaron las orejas, la nariz, los labios, la barbilla y la lengua, todo con precisión quirúrgica.

Señaló las partes corporales distribuidas junto al cadáver en una segunda camilla. Habían lavado orejas, nariz, labios y otros trozos pequeños, dándoles una apariencia de cera, o de atrezo de payaso.

D'Agosta sintió que se le anudaba aún más el estómago, junto con una sensación de ardor. Si hasta en beber un vaso de agua había hecho mal, caray…

—Luego está esto.

Pizzetti se giró y señaló una foto clavada con chinchetas en un tablón de corcho, entre otras instantáneas tomadas en el lugar del crimen. D'Agosta ya lo había visto in situ, pero aun así se preparó para lo peor.

La barriga de la víctima llevaba un mensaje escrito con sangre. Ponía:

¿Orgulloso de mí?

Miró al investigador de huellas latentes. ¿Cómo se llamaba? Había llegado su turno, y por el brillo de sus ojos D'Agosta adivinó que tenía algo que decir.

—A ver, señor… mmm…

—Kugelmeyer —fue la respuesta, rápida y solícita—. Gracias. Tenemos una serie prácticamente completa del cadáver: pulgares derecho e izquierdo, índices derecho e izquierdo, anular derecho, algunos parciales de las palmas… Y las dos joyas que nos da el mensaje, hecho con el índice izquierdo mojado en sangre de la víctima.

—Muy bien —dijo D'Agosta.

Mejor que bien. Qué chocante imprudencia la del asesino al dejarse filmar por media docena de cámaras de seguridad y dejar huellas por doquier en el lugar del crimen… Claro que, por otra parte, la policía científica no había conseguido recabar gran cosa de este último: ni saliva, ni semen, ni sudor, ni sangre, ni ningún otro fluido corporal del asesino. Pelo y fibras tenían muchos, como era lógico al tratarse de una habitación de hotel, pero no había nada que pareciese muy prometedor: marcas de dientes, arañazos en el cadáver… nada que les pudiera dar el ADN del culpable. Aun así, habían tomado muestras de muchas de las huellas latentes con la esperanza de detectar algún resto de ADN, y confiaban en que así pudiera hacerlo el laboratorio.

Pizzetti siguió con sus explicaciones.

—No había indicios de actividad sexual, penetración, violencia sexual o abusos. El hecho de que la víctima acabara de ducharse facilitó la recogida de posibles pruebas.

Justo cuando iba a hacer una pregunta, D'Agosta reconoció una voz a sus espaldas.

—¡Vaya, vaya, pero si es el teniente D'Agosta! ¿Qué tal, Vinnie?

Se giró y vio la imponente figura de la doctora Matilda Ziewicz, jefa de los servicios forenses de Nueva York. Fornida como un defensa de fútbol americano, sonreía cínicamente con sus labios pintados de rojo. Llevaba una gorra enorme sobre el pelo rubio y cardado, y una bata de talla especial a la que no le sobraba ni un centímetro. Era brillante, imponente, físicamente repelente, sarcástica, temida por todos y extremadamente eficaz. Nueva York nunca había tenido a nadie más capacitado al mando de los servicios forenses.

La doctora Pizzetti se puso aún más tensa.

Ziewicz hizo un gesto con la mano.

—Sigan, sigan, como si no estuviera.

Era imposible. Aun así, Pizzetti hizo un esfuerzo y reanudó su enumeración de todos los resultados preliminares, relevantes o no. Ziewicz estaba muy atenta. En un momento dado unió las manos en la espalda y rodeó con tremenda lentitud las dos camillas, la del cadáver y la de las otras partes, que examinó apretando sus labios rojos.

Después de varios minutos emitió dos «mmm» seguidos con voz grave. A continuación movió la cabeza, gruñó y murmuró algo entre dientes.

Pizzetti se quedó callada.

Ziewicz se irguió y se volvió hacia D'Agosta.

—Teniente, ¿recuerda aquellos crímenes de hace muchos años, los del museo?

—¿Cómo se me iban a olvidar?

Era cuando había conocido a la imponente doctora, recién nombrada jefa del departamento forense.

—Creía que nunca volvería a ver nada tan raro. Hasta ahora. —Se giró hacia Pizzetti—. Se le ha pasado algo por alto.

D'Agosta vio que Pizzetti se quedaba muy quieta.

—¿Algo… por alto?

Un gesto de asentimiento.

—Algo crucial, precisamente lo que eleva este caso a… —Ziewicz señaló hacia arriba con una mano regordeta—. La estratosfera.

Se produjo un largo silencio, cargado de pánico. Ziewicz se volvió hacia D'Agosta.

—Me sorprende usted, teniente.

Más que sentirse cuestionado, a D'Agosta le hizo gracia.

—¿Qué pasa, que ha visto una garra dentro o qué?

Ziewicz echó hacia atrás la cabeza y emitió una risa musical.

—Qué gracioso es usted. —Se volvió otra vez hacia Pizzetti, mientras los otros se miraban, extrañados—. Un buen patólogo forense empieza las autopsias sin ideas preconcebidas.

—Sí —dijo Pizzetti.

—En cambio usted ya venía con una idea.

El evidente pánico de Pizzetti se intensificó.

—Yo creo que no. Lo he hecho todo sin prejuicios.

—Lo ha intentado, pero no lo ha conseguido. Mire, doctora: usted ha supuesto que lo que tenía delante era un único cadáver.

—Con todo respeto, doctora Ziewicz, no es verdad. He examinado todas las heridas y he buscado específicamente partes sustituidas, pero todas coinciden con las otras. Todo encaja. No han cambiado nada con ningún otro cadáver.

—Lo parece, pero no ha hecho usted un inventario completo.

—¿Un inventario?

Ziewicz trasladó todo su peso hacia la segunda camilla, donde habían distribuido trozos de la cara después de limpiarlos. Señaló un pedacito de carne.

—¿Esto qué es?

Pizzetti se inclinó para estudiarlo.

—Un trozo de… labio, he supuesto yo.

—Supuesto.

Ziewicz tendió la mano, cogió unas pinzas largas de una bandeja y levantó el trozo de carne con gran delicadeza para depositarlo en la placa de un microscopio. Después de encender la luz, se apartó e invitó a Pizzetti a mirar.

—¿Qué ve? —le preguntó.

Pizzetti miró por el ocular.

—Sigue pareciéndome un trozo de labio.

—¿Ve cartílago?

Una pausa. Pizzetti movió el trozo de carne con las pinzas.

—Sí, un fragmento muy pequeño.

—Se lo vuelvo a preguntar: ¿qué es?

—Pues si no es un labio… un lóbulo. Es un lóbulo.

—Muy bien.

Pizzetti se irguió con la tensión grabada en el rostro, pero al cabo de un momento, en vista de que Ziewicz parecía esperar algo más, se acercó a la camilla y examinó las dos orejas, que sobre el acero inoxidable parecían dos conchas blanquecinas.

—Mmm. Constato que están presentes e intactas las dos orejas. No les faltan los lóbulos. —Hizo una pausa. Luego regresó al microscopio y miró otra vez por los oculares, mientras cambiaba el lóbulo de sitio con la punta de las pinzas—. No estoy seguro de que sea del asesino.

—¿No?

—Este lóbulo —dijo Pizzetti, midiendo sus palabras— no parece arrancado o cortado durante una pelea. Parece más bien que lo hayan extraído quirúrgicamente, con cuidado, usando un escalpelo.

D'Agosta recordó un pequeño detalle de las grabaciones de seguridad a cuyo visionado había dedicado varias horas. El recuerdo lo dejó conmocionado. Carraspeó.

—Hago constar que las grabaciones de seguridad indican que el asesino llevaba un pequeño vendaje en el lóbulo izquierdo.

—Dios mío… —soltó Pizzetti en el silencio atónito que sucedió al anuncio—. ¡No pensará que se cortó su propio lóbulo y lo dejó en el lugar del crimen!

Ziewicz sonrió con ironía.

—Excelente pregunta, doctora.

Dentro de la sala cuajó un largo silencio, hasta que Pizzetti volvió a hablar.

—Encargaré un análisis completo del lóbulo: microscopía, pruebas toxicológicas, ADN… Todo.

La doctora Ziewicz sonrió un poco más al quitarse los guantes y la mascarilla y tirarlos a la basura.

—Muy bien, doctora Pizzetti, se ha redimido usted. Que pasen ustedes un buen día, señoras y señores.

Y se fue.

Dos tumbas
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