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Después de hablar con Singleton, D'Agosta bajó directamente al centro. Ese cabrón de Heffler… De escoba lo iba a usar, al muy hijo de puta. Le cortaría los huevos y los colgaría en un árbol de Navidad. Se acordó de cuando había ido a verlo con Pendergast, y de la cara nueva que le había puesto este último. Qué gracia… Decidió hacerle «un Pendergast» a Heffler.
Con tan agradables pensamientos frenó ante la unidad forense de ADN de William Street, un anexo del New York Downtown Hospital, y miró su reloj: las ocho de la mañana. Al consultar al agente de guardia había averiguado que Heffler llevaba desde las tres en su despacho. Era buena señal, aunque D'Agosta no estaba del todo seguro de lo que significaba.
Se apeó de su coche de paisano, dio un portazo y cruzó con paso decidido la puerta acristalada del edificio de William Street. Al pasar junto al recepcionista enseñó su placa.
—Teniente D'Agosta —dijo en voz alta, sin pararse—. Vengo a ver al doctor Heffler.
—Tiene que firmar, teniente…
Aun así fue derecho al ascensor y pulsó el botón del último piso, donde había instalado Heffler sus reales, en un despacho esquinero de lo más confortable con paredes de roble. Al salir del ascensor vio que no había ninguna secretaria en la antesala. Demasiado temprano. Lo cruzó tan campante y abrió de par en par la puerta del despacho.
Allá estaba Heffler.
—Ah, teniente… —empezó a decir el director, levantándose de modo brusco.
D'Agosta vaciló un momento. No era el Heffler al que estaba acostumbrado, el lustroso y altivo gilipollas con traje de mil dólares, sino un Heffler descuidado y cansado, con pinta de haberse llevado una bronca hacía poco tiempo.
Aun así se embarcó en el discurso que traía ensayado.
—Doctor Heffler, hace más de sesenta horas que esperamos…
—¡Sí, sí! —dijo Heffler—. Y tengo los resultados. Me los acaban de entregar. Llevamos trabajando en ellos desde las tres.
Silencio. Las cuidadas uñas de Heffler dieron golpes ansiosos en una carpeta apoyada en la mesa.
—Está todo aquí dentro. Le pido disculpas por el retraso, pero es que andamos mal de personal. Con los últimos recortes… Qué le voy a decir.
La mirada que lanzó a D'Agosta fue entre sarcástica y cohibida.
Sus palabras desinflaron por completo al teniente. Alguien más había hablado ya con Heffler. ¿Singleton? Hizo una pausa, respiró e intentó serenarse.
—¿Tiene los resultados de los dos homicidios?
—Por supuesto. Siéntese, teniente, por favor, y así los miramos juntos.
D'Agosta se sentó a regañadientes en la silla ofrecida.
—Le haré un resumen, pero no dude en interrumpirme si tiene algo que preguntar. —Heffler abrió la carpeta—. La muestra de ADN era magnífica. El equipo lo hizo estupendamente. Tenemos buenos perfiles de ADN del pelo, las huellas latentes… y el lóbulo, claro. Todos encajan con un grado elevadísimo de certidumbre. Podemos confirmar que el lóbulo correspondía al asesino.
El giro de una página.
—En el caso del segundo homicidio también disponemos de buenos perfiles de ADN de pelo y huellas latentes, y de la falange. También en este caso encajan entre sí, y con los perfiles de ADN del primer homicidio. El dedo y el lóbulo pertenecen a la misma persona, el asesino.
—¿Cómo son de seguros los resultados?
—Mucho. Eran perfiles excelentes, con un material abundante e incontaminado. La posibilidad de que se trate de una coincidencia es inferior a una sobre mil millones.
Heffler ya iba recuperando un poco su entereza.
D'Agosta asintió. En realidad no era nada nuevo, pero estaba bien que se lo confirmasen.
—¿Lo han cotejado con las bases de datos de ADN?
—Sí, con todas las que podemos consultar, y no hemos encontrado nada; lo cual, por otro lado, no es ninguna sorpresa, porque la gran mayoría de la gente no tiene su ADN en ninguna base.
Heffler cerró la carpeta.
—Tenga, teniente, esta es su copia. He enviado electrónicamente el documento maestro al jefe de homicidios, a la unidad de análisis de homicidios y a la división de investigación central y recursos. ¿Hay alguien más que tenga que recibirlo?
—No se me ocurre. —D'Agosta se levantó y cogió la carpeta—. Doctor Heffler, ¿le ha comentado por teléfono el capitán Singleton que también queremos el análisis del ADNmt, el mitocondrial?
—Pues no, porque el capitán Singleton no me ha llamado.
D'Agosta lo miró a los ojos. Estaba claro que le habían llamado la atención, al muy hijo de puta. Quiso saber quién.
—Alguien lo habrá llamado…
—El jefe de policía.
—¿El jefe de policía? ¿Se refiere a Tagliabue? ¿Cuándo?
Un titubeo.
—A las dos de esta mañana.
—¿Ah, sí? ¿Y qué ha dicho?
—Me ha informado de que es un caso muy importante, y de que cualquier percance, hasta el más pequeño, podría ser… mmm… motivo de despido.
Una pausa. Heffler sonrió, burlón.
—Pues nada, teniente, buena suerte. Aquí están los resultados que quería. Tiene entre manos a todo un asesino. Esperemos que no sufra usted ningún… percance.
A juzgar por la sonrisa esperaba lo contrario.