59

Entraron en el pueblo, donde Pendergast lo observó todo con patente interés. Ya no lloviznaba tanto. Se estaban abriendo las nubes, y poco a poco se veía el entorno. El pueblo, compuesto por edificios estucados, se distribuía por una trama ortogonal de calles anchas, a orillas de un lago esmeralda. Aunque no pudiera tener más de medio siglo, reproducía magníficamente la arquitectura, el empedrado y la disposición general de un antiguo pueblo bávaro, hasta el último detalle: escaleras empinadas de piedra para subir desde la orilla, letreros pintados a mano, tejados de pizarra y fachadas de entramado en los edificios de mayores dimensiones, los de carácter público.

La orilla del lago se beneficiaba de largos paseos de piedra bien cortada, que llevaban a un cuidado conjunto de muelles, embarcaderos y amarres con barcas de pesca de colores vivos y unas cuantas lanchas. Todo estaba sumido en la bruma y la llovizna; el propio lago desaparecía en la lluvia, y la isla central no era más que una imprecisa silueta gris.

El pueblo terminaba de golpe en una selva de araucarias de estatura gigantesca, mezcladas con pinos y otras especies subtropicales. La oscuridad, la niebla, el mal tiempo y el agreste muro vegetal formaban un extraño contraste con el pueblo, tan pulcro, limpio y europeo.

Llamaba la atención lo vacías que estaban las calles, debido tal vez a la lluvia.

No tardaron mucho en llegar al ayuntamiento, un edificio neomedieval con vigas de madera en la fachada. El capitán fue el primero en ingresar en su espartano interior, dotado de varias hileras de bancos, como si se fuera a celebrar una asamblea. Dejándolas atrás, penetró en una serie de despachos. Pendergast siguió a Scheermann al fondo del edificio, a una oficina grande con la puerta abierta y un gran ventanal con vista al lago. Había una chimenea de ladrillo encendida, y una mesa con un jarrón de espléndidas rosas rojas. Detrás de la mesa se sentaba un hombre gordinflón, vestido a la tirolesa, con los mofletes rojos y una expresión jovial, aunque sus ojos azules carecían por completo de expresión, como si fueran canicas que hacían poco más que reflejar la luz posada en ellos.

—Le presento al Bürgermeister Keller —dijo el capitán—, alcalde de Nova Godói.

El alcalde se levantó y tendió una mano pequeña y regordeta.

—¡Me han dicho que está buscando la mariposa Reina Beatriz! —dijo con cordialidad. También él hablaba perfectamente inglés—. Espero que la encuentre.

Aunque los trámites duraron lo suyo, fueron gestionados con gran eficacia. Pendergast recibió un documento oficial con sello y membrete, que según le dijeron debía llevar encima en todo momento. Cuando ya estaban acabando entró en el despacho un hombre delgado, de unos treinta y cinco años, con la cabeza estrecha, una frente alta que parecía cernerse sobre ojos de un azul deslavazado y un belfo que también se proyectaba más que el labio superior, lo cual daba un aspecto extraño a su cara, como hundido.

—Y aquí está su acompañante —dijo el alcalde—. Se llama Egon.

—Tiene usted libertad de ir adonde quiera excepto por el lago o a la isla. —El capitán hizo una pausa elocuente—. Espero que no tuviera previsto ir a la isla.

—No, no —dijo Pendergast—. La última Reina Beatriz la encontraron en tierra firme, por la orilla del lago. No harán falta viajes acuáticos. ¡Ya he tenido bastante con venir por el río!

El chistecito fue acogido con risas por el alcalde.

—Me alegro. Egon también le enseñará dónde podrá pasar la noche. Egon, por favor, encárgate de que a herr Doktor se le trate con toda deferencia.

Egon asintió con la cabeza. Pendergast se inclinó.

—Gracias, muy amables, de verdad, pero no necesitaré pasar la noche en ningún sitio. Es que el mejor momento para cazar a la Reina Beatriz es por la noche.

Volvieron a la calle cuando el sol lograba al fin zafarse de las nubes y bañaba el pueblo con su débil luz. Poco a poco se retiró el velo que tapaba el lago y quedó a la vista la isla central: un cono de toba volcánica sin vegetación, en cuya cúspide se erguía una lúgubre fortaleza de lava negra, con las torres parcialmente en ruinas y las almenas rotas y desmoronadas. Atravesando la penumbra, un solo rayo de luz iluminaba el edificio y ofrecía a Pendergast (en el momento en que la fugitiva luz pasaba por encima del antiguo fuerte) un breve atisbo de algo metálico que brillaba oculto tras los gruesos muros.

La aparición del sol tuvo efectos insólitos en la localidad. De pronto, como a toque de corneta, las calles se llenaron de hombres y mujeres que llamaban la atención por lo determinados que iban a sus quehaceres. Casi parecía un rodaje: muchos iban vestidos con ropa de finales de los años cuarenta, las mujeres peinadas a lo Lana Turner, con chaquetas o vestidos entallados y hombreras, y los hombres con traje ancho oscuro, sombrero y en algunos casos pipa. Otros llevaban atuendos más propios de trabajadores: monos, petos, gorras, sombreros de paja… Todos eran guapos, y en su mayoría presentaban un aspecto típicamente nórdico: altos, rubios, con los ojos azules y los pómulos marcados. Hacían sus encargos en bicicleta o a pie, y algunos llevaban carretillas y carros. Pendergast observó que no había coches. Los únicos vehículos eran jeeps de la época de la Segunda Guerra Mundial conducidos por hombres de uniforme verde aceituna, siempre con algún personaje de apariencia importante y uniforme gris en la parte trasera. Parecían los únicos armados, y muy bien, por cierto, ya que llevaban pistolas de gran calibre y en muchos casos un rifle de asalto con un cargador muy grande.

Muchos de los habitantes del pueblo se pararon a mirarlo fijamente. Algunos se quedaban boquiabiertos de sorpresa, mientras que otros lo observaban con una indudable hostilidad, ya que Pendergast, alias doctor Percival Fawcett, cantaba como una almeja. Lo cual era precisamente su intención.

Pendergast caminó como un poseso en dirección al muelle, explicando en voz alta que la Reina Beatriz tenía preferencia por las zonas litorales y aunque el atardecer no era su momento predilecto del día, sino el amanecer, nunca se sabía. Egon lo seguía como si no lo oyese, con tenaz persistencia, sin cansarse nunca ni quedarse rezagado.

Los barcos estaban en muy buen estado de mantenimiento, y algunos superaban con creces las dimensiones necesarias para pescar en un lago. La flota incluía dos barcazas motorizadas con maquinaria pesada y extraños instrumentos de función desconocida. También en este caso era todo demasiado pesado para una población rural, alejada de todo. Era imposible imaginar cómo se habían transportado unas embarcaciones tan grandes hasta un lago tan remoto. Ya anochecía, y en el muelle reinaba una gran actividad. Los pescadores empezaban a bajar a tierra la pesca del día, que a continuación, metida en hielo, se cargaba en pesadas carretillas. Todo respiraba industriosidad, trabajo duro y una autosuficiencia manifiesta. Parecía una sociedad modelo. Pendergast no observó ningún indicio de bares o cafeterías en toda la localidad.

—Dígame una cosa, Egon: ¿en este pueblo hay ley seca? ¿Está permitido el consumo de alcohol?

La pregunta, primera que hacía Pendergast, no fue respondida por Egon, que tampoco mostró haberla oído.

—Bueno, pues nada, sigamos.

Pendergast caminaba deprisa por los muelles. Al final se había despejado el día, permitiendo contemplar una puesta de sol preciosa, espectacular. El gran disco anaranjado del sol atravesaba capas bermellones de nubes y convertía el agua en fuego, recortando la silueta de la tétrica fortaleza en ruinas, allá en su isla solitaria del centro del lago.

Justo después de donde terminaba el muelle había una formación rocosa singular: tres grandes piedras, o mejor dicho rocas, que destacaban por la gran similitud de su tamaño y forma, y que al erguirse varios metros por encima de la superficie del agua formaban un dibujo más o menos triangular, con unos diez metros de separación. Pendergast se detuvo y dedicó un momento a contemplar el pueblo, que ascendía suavemente por los flancos del antiguo volcán. Era un dechado de orden, limpieza, eficiencia y regulación.

Los edificios estaban bien conservados, con el revoque de un blanco impoluto, y alegres tonos de verde y azul en las contraventanas. Muchos tenían en sus ventanas macetas rebosantes de flores. No se veía basura, ni siquiera un envoltorio de chicle; tampoco pintadas, ni perros sueltos (o perros a secas), ni marginados, ni borrachos, ni vagos; menos todavía discusiones, gritos o ruidos excesivos en las calles.

Aparte de los perros y de la basura se echaba en falta algunas cosas más. Pese a la abundancia de personas maduras y mayores no había nadie incapacitado por la edad, ni gordo, ni con defectos físicos; y lo que interesó sobremanera a Pendergast fue que no había gemelos.

Se trataba, en resumidas cuentas, de una pequeña y perfecta utopía oculta en lo más hondo de la selva brasileña.

Al caer la noche se encendieron luces en la fortaleza de la isla, lámparas de carbón cuyo intenso resplandor pintaba de blanco las murallas de piedra. Desde el muelle, en la calma del crepúsculo, Pendergast empezó a oír cosas al otro lado del agua: un zumbido de generadores, un ruido de maquinaria, un crujido de electricidad y también algo más tenue, que flotaba por encima de la oscuridad del lago; algo que podía ser el chillido de un pájaro, pero también un grito de dolor.

Dos tumbas
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