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Buceando con los ojos abiertos, Pendergast vio que la lancha efectuaba un giro cerrado y se adaptaba con exactitud a la dirección que él tenía pensado tomar, pero en cuanto Pendergast lo vio y cambió de planes por enésima vez (todo ello bajo el agua, sin respirar) la lancha modificó su trayectoria y fue todavía más despacio, como si le leyera el pensamiento.

¿Leerle el pensamiento? Parecía absurdo… pero ante los hechos más insólitos había que sopesar las más insólitas hipótesis. Pendergast estaba al borde de una revelación. Lo intuía. En su cerebro hipóxico se estaban trenzando varios hilos: lo inexplicable de los asesinatos de Nueva York, la persecución que acababan de sufrir en los túneles de la fortaleza con su extraña exhibición de vaticinios, el orgullo de Alban al referirse a las facultades de su padre, la absoluta seguridad del joven en que Pendergast no se le podría escapar… Y esa cita tan rara de Nietzsche.

Estaba pasando algo muy, pero que muy inusitado. Era como si Alban le leyera el pensamiento, en efecto.

Pero necesitaba aire. Aire. Subió a la superficie en línea recta, emergió y respiró hondo. En ese momento vio que Alban se alejaba, hacía girar el barco y ponía de nuevo rumbo a él con cara de sorpresa y hasta de consternación.

No, Alban no le leía el pensamiento. Era otra cosa. Se acordó de lo que había dicho Constance sobre él: algo sobre un sexto sentido, o una extensión de los cinco. Su memoria repitió dos veces la sentencia de Nietzsche que había citado Alban. ¿Qué significaba?

Moviendo las piernas bajo el agua, avanzó aproximadamente un metro. Después nadó lateralmente, sin prisas, hacia la orilla. Encima de él, la lancha giró y trazó una curva cerrada, clavando el zumbido del motor en sus tímpanos. Después fue más despacio y se dirigió más o menos hacia el punto donde Pendergast tendría que salir a respirar. Y sí que saldría a respirar en ese punto, sí. Estaba claro que era lo que haría.

No, no se trataba de leer el pensamiento. Alban no se lo podía leer a nadie. Tenía alguna facultad insólita, pero no aquella. Era a la vez menos y más.

Mucho antes de necesitar aire, Pendergast se lanzó bruscamente hacia la superficie tras cambiar de planes en menos de un segundo, y Alban, que solo estaba a seis metros pero no en la dirección correcta, volvió a llevarse una sorpresa al verlo. Giró la lancha y aceleró a fondo. Pendergast esperó, se sumergió y, en el momento en que la lancha pasaba por encima de él y dibujaba un pequeño círculo, se lanzó hacia arriba con el puñal nazi en la mano para clavarlo en el casco justo cuando la embarcación pasara sobre su cabeza. La pesada cuchilla hendió la ligera fibra de vidrio. Pendergast imprimió un giro al puñal antes de que se lo arrebatase de la mano el impulso de la lancha. La hélice pasó a pocos centímetros de su cabeza, y al zumbar como una avispa gigantesca le azotó la cara con sus turbulencias.

Salió a la superficie justo detrás de la lancha. Respiró dos bocanadas de aire y nadó como un loco hacia la costa. Alban tardaría como mínimo unos minutos en achicar el agua que hubiera entrado por el agujero. Pendergast ya estaba cerca de las aguas bajas de la orilla, a un centenar de metros de donde empezaba a crecer la hierba de agua y a doscientos de las aneas y el pantano.

Siempre que podía buceaba, con cambios aleatorios de dirección, inesperados hasta para él mismo y opuestos con frecuencia a lo que le dictaba el instinto; hubo veces incluso en que volvió hacia atrás. Al subir a la superficie advirtió que Alban, inclinado en la lancha, se afanaba en taponar la fuga, aunque cada vez que lo veía salir se echaba al hombro su fusil y disparaba una bala que horadaba el agua a pocos centímetros de la cabeza del agente. Al dar media vuelta y zambullirse una vez más, Pendergast oyó pasar más balas a su lado por el agua.

No cabía duda de que su hijo tiraba a matar. Era la respuesta a otra pregunta importante a la que había estado dando vueltas.

Siguió nadando con el mismo erratismo que hasta entonces, aunque siempre tendía hacia la orilla. La lancha ya se había escorado mucho, pero parecía que Alban había tapado o rellenado el agujero y empezaba a achicar. De vez en cuando, si Pendergast salía a la superficie, se levantaba para disparar. Era un tirador espléndido. Lo único que salvaba a Pendergast era lo cerca que estaba el sol del horizonte, justo en los ojos de Alban, formando una lámina deslumbrante al reflejarse en el agua.

Sintiendo que sus pies rozaban el fondo cenagoso, nadó hasta que el agua le llegó a la cintura. Ya estaba al borde de las hierbas acuáticas. Ahora podía vadearlas agachado, aunque con dificultad. Llegaron más disparos, pero la distancia y las aneas que rodeaban a Pendergast jugaban a su favor. La vegetación se hizo más densa y lo ocultó. Aun así Alban seguía disparando. Seguro que se guiaba por el movimiento de las plantas a su paso. Pendergast logró despistarlo deslizándose entre las hileras de espadañas y agitando tallos lejanos con los brazos abiertos, pero Alban no tardó mucho en darse cuenta, de modo que las balas empezaron a silbar por ambos lados, cortando aneas y levantando nubes de pelusa.

El motor de la lancha se encendió. Pendergast aumentó su velocidad. La oía acercarse por los juncos, que azotaban el casco. Al final la embarcación tocó fondo y la hélice hizo un ruido sordo al chocar con el barro.

Un chapoteo. Alban había saltado a tierra y lo estaba persiguiendo.

Rompiendo aneas, Pendergast llegó a los matorrales del borde del pantano; los atravesó y continuó por la selva, apartando con los hombros la frondosa vegetación.

Su hijo era superior a él, física y tal vez mentalmente. No había estratagema capaz de despistar a Alban en aquella selva que tan bien conocía. La única oportunidad de Pendergast era entender a fondo su misteriosa ventaja… y usarla contra él.

Una vez más acudió sin querer a su memoria la extraña cita de Nietzsche: «Mira el mundo como si hubiera desaparecido el tiempo y verás recto todo lo que estaba torcido».

Y fue entonces cuando la revelación, como el sol al nacer, lo iluminó.

Dos tumbas
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