Capítulo 63
24 de julio de 2009, 18:49 horas
Me había olvidado de forma repentina y por completo de cómo pensar por mí mismo. Todos los canales de mi cerebro se habían activado en modo receptor para no perderse ni una sola palabra, ni un solo gesto de la escena que estaba desarrollándose ante mis ojos.
—¿Qué ha…? Dios mío. ¿Está seguro?
Lichner boqueó mientras miraba a Menkhoff como si procediera de otro planeta.
—Sí, estoy seguro. No pude actuar de otro modo. Estaba amenazando a Luisa con un cuchillo. Yo…
En ese instante sucedió algo increíble. Hasta tal punto que, inicialmente, no supe interpretar la escena.
Joachim Lichner empezó a reírse.
Tímidamente al principio, en pequeños accesos, después subiendo en intensidad, desinhibido, sacudiendo la cabeza como si hubiera oído un chiste particularmente bueno.
—¿De verdad le ha disparado? —logró decir una vez se tranquilizó un poco—. Eso es… ¡Es grandioso! Sabía que podía confiar en usted.
Menkhoff se inclinó levemente hacia delante y dejó a su hija ante él en el suelo, sin perder de vista a Lichner en ningún momento. Luisa parecía muy aturdida. Menkhoff le habló en voz baja, señalando el vehículo situado a medio camino entre la cabaña y yo. Luisa sacudió la cabeza enérgicamente y se aferró con desesperación a las piernas de su padre, pero él se soltó del abrazo y le agarró fuertemente los brazos. Le dirigió una muda mirada, finalmente asintió y la colocó a sus espaldas, sirviendo de escudo entre Lichner y ella.
—No tema, señor inspector jefe, no le haré daño a su hija. ¿Por qué iba a hacerlo? —Volvió a reír, parecía próximo a la histeria—. Ya está todo hecho.
—¿A qué se refiere, Lichner? —preguntó Menkhoff—. ¿Ha perdido totalmente el juicio? ¿Qué es lo que está hecho?
—Pues todo. —Sonrió abiertamente, e incluso desde mi posición reconocí aquella sonrisa. Muchos años atrás, el señor Lichner me la había dedicado en suficientes ocasiones—. Aguarde —continuó hablando, divertido—. Se lo explicaré.
Inspiró profundamente y miró a su alrededor con suficiencia. Me pareció algo irracional, pero en esos instantes me recordó intensamente a mi padre. Siempre que alcanzábamos nuestro destino, tras haber iniciado alguna excursión que él mismo había planificado para la familia, se bajaba del coche, miraba a su alrededor y mostraba exactamente la misma expresión satisfecha, como pretendiendo solicitar mudamente nuestra aprobación por aquel plan tan fantástico en el que nos había embarcado.
—Ha funcionado, señor inspector jefe —comenzó Lichner su explicación. Mantenía su sonrisa—. Todo ha sucedido exactamente tal como lo planeé. Lo cual no me sorprende dado los años que le he dedicado a este asunto. Sin embargo, hubo un par de situaciones en los últimos días en las que constaté que había esperado demasiado de usted, a pesar de que mi confianza en sus capacidades policiales nunca fue demasiada. Que no lograra hallar el historial médico de Nicole en mi ático, por ejemplo… Me resulta incomprensible. Tal vez hubiera necesitado que le trazara una línea amarilla con una flecha señalando el lugar.
Hizo una pausa para que sus palabras alcanzaran el efecto debido. Menkhoff le miró sin comprender.
—¿De qué me está hablando? No entiendo ni una palabra de lo que me dice, aunque tampoco me apetece demasiado oír todas esas sandeces. Sí, me dio usted una indicación acertada y le estoy agradecido por ello, pero ahora tengo cosas que hacer. Nicole se encuentra ahí dentro, mi hija está aterrorizada y necesito marcharme de aquí cuanto antes. Espero que comprenda que llame ahora a Alemania para contactar con mis compañeros y dé aviso a la policía belga.
Lichner alzó la mano.
—No, por favor. Primero debería escuchar lo que tengo que decirle. Créame, es importante.
Menkhoff giró la parte superior de su cuerpo para mirar a su hija, que seguía aferrada a sus piernas, ahora desde detrás.
—De acuerdo, hable. Pero dese prisa.
—Para empezar: estaba usted en lo cierto aquella vez, hace años. Me vi obligado a acallar a la pequeña Juliane.
Silencio. Me olvidé de respirar. Durante varios segundos simplemente me quedé ahí parado, sin más, hasta que mis reflejos reaccionaron exigiendo insistentemente que volviera a suministrar oxígeno a mi cuerpo. Así de sencillo. Una oración pronunciada casi al descuido y obtuve respuesta a todas mis preguntas de los últimos años, y ya no hubo lugar a más dudas. Busqué en mi interior intentando hallar una sensación de alivio y descubrí algo totalmente diferente: vergüenza. Me causaba cierto bochorno descubrir que había enjuiciado erróneamente a aquel hombre que se esforzaba ahora por proteger a su hija de un pederasta y asesino.
—Pretendía hablarle a sus padres de mí —continuó Lichner—. A pesar de que le había explicado claramente qué sucedería en ese caso y le había insistido que sólo ella sería la culpable. Una niña muy tozuda. —Su rostro dejaba traslucir su indignación, como si hubiera padecido una gran injusticia—. Y eso que no le había causado ningún daño. Jamás le he hecho daño a ninguna niña. Sólo me he dedicado a jugar un poco con ellas. A esa edad son tan delicadas, tan… En cualquier caso: mis felicitaciones. A pesar de sus incapacidades acertó usted entonces. Pero, sinceramente… —Su semblante se transformó, adquirió un aspecto conspirador—. Sin aquel coletero que la buena de Nicole ocultó tan adecuadamente en mi armario no hubiera tenido usted ni la más mínima oportunidad. Soy demasiado cuidadoso. ¿De dónde lo sacó? Me lo he estado preguntando todos estos años.
Menkhoff se limitó a mirarle fijamente, inexpresivo, y Lichner hizo una seña despectiva con la mano.
—No importa. En cualquier caso, mi querida Nicole me traicionó, al igual que hiciera Judas en su día con su amo y señor. Por cierto, con un beso, como usted bien sabe. Y lo mismo hizo Nicole de forma figurada, ¿verdad? Tuve que castigarla por ello. Y puede imaginar que no me sentí demasiado feliz con el éxito de sus investigaciones, señor inspector jefe.
Risa conspirativa.
—¿De qué demonios me está hablando, Lichner? Sigo sin comprender.
La risa se esfumó de su rostro de repente, como si se hubiera pulsado un interruptor.
—Sí, ya me lo temía. Seré más claro, señor Menkhoff, para que sea usted capaz de comprenderlo todo a pesar de su limitado cerebro de policía: en cada una de las ocasiones en las que recibí una paliza en prisión, cada vez que uno de esos primates descerebrados con el físico de un boxeador laureado me chantajeaba, humillaba y torturaba, cuando me escupían o cuando algún criminal violento, peludo y tatuado me utilizaba en la ducha para masturbarse, pensaba en usted y en Nicole. Cada maldito día de esos trece años, un mes y diez días que pasé encerrado en aquella jaula ansié vengarme de ustedes dos. Ese pensamiento me impulsaba a no rendirme, a soportar cualquier cosa que hicieran allí dentro conmigo. Hice algunos planes que deseché finalmente. Modifiqué algunos detalles, los mejoré, consideré todas las posibilidades… hasta que todo fue perfecto. Pasé años enteros preparando aquellos historiales médicos.
Rió de nuevo mientras sacudía la cabeza.
—Tiene que concederme que lo hice bien, ¿verdad? Esa historia de los gatitos asesinados para protegerlos… ¿No fue genial? Confieso que la estuve perfeccionando mucho hasta encontrar algo que no pareciera incongruente desde el punto de vista psicológico, y que además resultara tan simple que incluso usted lograra entenderlo. No piense, sin embargo, que todo lo que ha leído en esos informes procede de mi imaginación. Un diez por ciento aproximadamente se corresponde con la verdad, por desgracia. La pobre Nicole no tuvo una infancia fácil. Pero yo me dediqué a… adornarla un poco.
—¿El historial médico es falso? Pero ¿entonces qué sucede con…?
—La palabra mágica se llama hipnosis. Es cierto que Nicole me visitó en prisión, pero no porque ella lo deseara, sino porque yo le rogué que viniera. En aquel momento era muy influenciable, psicológicamente hablando, y no me resultó difícil controlarla durante el tiempo que medió hasta mi puesta en libertad. Bien, y entonces comenzamos con la terapia. Logré convencer a Nicole en nuestras sesiones de hipnosis que arrastraba un grave trauma desde la infancia. Todo lo que han leído en su historial médico se lo repetí una y otra vez hasta que finalmente no supo distinguir qué era real y qué no.
—Pero toda esa historia del secuestro de su hija, de Sarah…
—Formaba parte de mi plan. Incluyendo mi confesión de haberlo fingido todo. ¿No cree que establecí un juego de equívocos genial? Sea sincero, Holmes: ¿quién, sino yo, sería capaz de imaginar algo así?
—La llamada de Nicole a la comisaría en el día de hoy…
—Si me interrumpes, cuelgo —imitó Lichner una voz femenina—. Le hice memorizar esa frase bajo hipnosis. ¿No estuvo maravillosa? Claro que estuvimos ensayando durante semanas. Al final lo hacía tan bien que hubiera podido arriesgarme a que las pronunciara directamente, pero preferí utilizar una grabación. Para ir sobre seguro.
—Pero ¿cómo…? ¿No se encontraba usted en la puerta de la comisaría? ¿Me llamó con el móvil desde allí…?
—No, fue mucho más sencillo. Recurrí a un ayudante en el que podía confiar.
—¿Diesch? —preguntó Menkhoff.
—¿Recuerda que le comenté que disponía de unos ahorros? Una cantidad respetable. Con cien mil euros pueden comprarse muchas cosas. Incluido un ayudante leal.