Capítulo 25
25 de julio de 2009
Descendimos en el ascensor destinado a las visitas, que era tan amplio que podía albergar cómodamente dos camas de hospital.
—Este asunto empieza a atacarme los nervios —dijo Menkhoff—. No entiendo qué diablos pasa aquí.
—Ni idea —confirmé yo—. Pero no creo que sea casual el hecho de que ese tal Diesch trabaje en la misma planta en la que supuestamente nació la hija de Lichner. Apostaría a que tiene algo que ver con el certificado falso. O contó con la ayuda de Susanne Trumpp, o, lo cual me parece más probable, logró acceder de algún modo a su contraseña. Ambos deben conocer el hecho de que en los certificados queda registrada la persona que inserta los datos.
—Voy a aclarar ahora mismo quién es ese individuo y por qué se encontraba preso.
—Quedó en libertad antes que Lichner, ¿no sería posible que tratara de vengarse de él por algo?
—¿Y para ello todas estas molestias? ¿Arriesgándose a volver a ser encarcelado? No lo creo.
—Tú mejor que nadie sabes que Lichner es capaz de conducir hasta el límite a cualquiera. Imagino que mantendría su actitud habitual con su compañero de celda, y durante años…
Habíamos alcanzado ya la planta baja y la puerta se desplazó suavemente a un lado. Menkhoff no se preocupó por contestar mi planteamiento anterior, sacó su teléfono móvil del bolsillo y marcó el número de la comisaría.
Solicitó que le comunicaran con la comisaria Biermann, le rogó a ésta que recabara información acerca de Diesch y le explicó lo que habíamos averiguado hasta entonces. Cuando dio por terminada la conversación ya nos encontrábamos en Pariser Ring, a medio camino de la localidad de Kohlscheid.
—¿Qué te ha dicho?
—Que tendrá que dejar en libertad a Lichner en breve. Pasemos por su segunda dirección antes de ocuparnos del enfermero, tenemos que darnos prisa. También acaba de llegar a la comisaría la vecina de Lichner. Le he ordenado que vuelva a su casa, ahora estamos ocupados en asuntos más importantes.
No me sorprendió que la comisaria se planteara dejar en libertad a Lichner, pero había otra cuestión que no dejaba de rondarme por la cabeza.
—Suponiendo que Diesch sea el responsable de la falsificación del certificado… ¿por qué utilizó también nombres falsos para el médico y la comadrona? Podría haber indicado el nombre de algún ginecólogo del centro. Y lo mismo en el caso de la comadrona. Las posibilidades de que se descubriera su engaño hubieran sido mucho menores.
—Te olvidas, Alex, de que se trata de un expresidiario. Esa gente no suele destacar por su inteligencia. Si así fuera, no acabarían en prisión una y otra vez.
Dejamos atrás el cartel que señalizaba la entrada a Kohlscheid y subí el volumen del GPS para atender mejor las indicaciones de la cálida voz femenina.
Localizamos la casa de Haus-Heyden-Strasse que buscábamos pocos minutos después. Se trataba de un edificio de ladrillo de dos plantas cuya minúscula zona verde frontal, con sus aislados setos y flores, presentaba un aspecto muy descuidado. Unas piedras grisáceas dispuestas para servir de camino dividían el pequeño jardincito, guiándonos hacia la puerta de entrada de PVC lacada en blanco. En Bélgica, justo al otro lado de la frontera, abundaban las construcciones de ese tipo. Urbanizaciones enteras compuestas exclusivamente por casas de dos plantas habitadas prioritariamente por alemanes, a quienes el precio económico del suelo les permitía construirse un hogar por poco dinero. A mí esas zonas de casas idénticas, con sus ladrillos idénticos, me resultaban demasiado anónimas y anodinas.
—No le había tenido por tan aburguesado —comenté, mientras, de pie junto a nuestro vehículo, examinaba la casa—. Estoy intrigado por conocer su interior.
Sin embargo, no pude satisfacer mi curiosidad de inmediato, pues nos encontramos con un obstáculo imprevisto: la llave que Menkhoff había hallado junto al contrato de alquiler y guardado en su bolsillo no abría la cerradura de aquella puerta. Debía de existir alguna llave adicional para la puerta principal, perteneciendo la que llevábamos encima a la vivienda de Lichner, que al parecer estaba situada en la planta superior, según indicaban los nombres en los timbres junto a la puerta, mientras que la inferior estaba ocupada por otra persona. No disponíamos de tiempo para vacilaciones, por lo que decidí llamar al timbre correspondiente a la planta baja.
Lo primero que llamaba la atención del hombre que nos abrió la puerta era su inmenso vientre redondeado. Sus comparativamente escuálidas extremidades le dotaban de un aspecto casi caricaturesco. Le calculé unos sesenta años. Vestía unos vaqueros cuya cinturilla quedaba completamente oculta por el volumen de su vientre. Tenía las flácidas mejillas cubiertas de un árido campo de rastrojos pardos entreverados de gris, y la mirada que nos dedicó me hizo suponer que sus experiencias anteriores con representantes de los más diversos productos llamando a su puerta no habían sido muy positivas.
—Buenos días —saludé, mientras Menkhoff extraía la cartera con su identificación del bolsillo—. Mi nombre es Alexander Seifert, de la policía criminal de Aquisgrán, aquí mi compañero, el inspector jefe Menkhoff.
—Muy bien —contestó el hombre, que quedaba identificado en el letrero manuscrito al lado del timbre como «W. Merten», mientras examinaba la identificación de Menkhoff con palpable desagrado.
—¿Vive aquí el doctor Joachim Lichner? —le pregunté, intentando no dejar traslucir la impaciencia que sentía.
—¿Usted también tiene una de ésas?
Señaló la identificación de Menkhoff y yo asentí. En cuanto le enseñé la mía, el hombre habló.
—¿Y? ¿Qué desean de él?
—De él nada —respondió Menkhoff, antes de que yo pudiera intervenir—. El doctor Lichner se encuentra detenido desde ayer. Queremos ver su vivienda. Ya disponemos de su llave.
—¿Detenido? ¿Por qué?
—Eso no es de su incumbencia.
W. Merten separó un poco las piernas y cruzó los brazos ante el pecho, lo cual resultó un tanto forzado, pues éstos eran demasiado cortos para cubrir cómodamente el contorno de la parte superior de su cuerpo.
—¿Dónde tienen la orden de registro?
—¿Es usted el propietario de esta casa? —preguntó Menkhoff, y reconocí en su voz el incipiente, aunque aún controlado, enfado que comenzaba a despertar en él aquella actitud del hombre.
—Inquilino.
—Entonces la orden de registro no es asunto suyo.
Menkhoff avanzó un paso, pero W. Merten no parecía dispuesto a franquearle la entrada, lo cual no fue demasiado inteligente de su parte. Detecté unas manchas escarlatas en las mejillas de mi compañero, señal inequívoca de lo que estaba a punto de suceder.
—¡Desaparezca inmediatamente de mi vista! —increpó Menkhoff al hombre y alzó de tal manera el volumen de su voz que W. Merten dio un salto hacia atrás con una presteza que jamás hubiera supuesto en él.
Mientras subíamos las escaleras que conducían hasta el primer piso, oímos cómo se cerraba una puerta en la parte inferior de la casa.
—Parece que estamos rodeados de psicópatas por todas partes —gruñó Menkhoff, y cuando llegamos a la puerta que cerraba el piso superior insertó su llave en la cerradura. Giró sin problemas.
La vivienda estaba completamente enmoquetada en un claro tono beige. En la sala de estar, que contaba con aproximadamente treinta metros cuadrados, destacaba un confortable sofá rinconera de color negro como un castillo en una llanura. Tres de las paredes se habían cubierto de papel pintado, de textura rugosa y un pálido amarillo, mientras que para la cuarta se había preferido la rugosidad en un tono burdeos de resultado cálido. Se hallaban salpicadas de algunas reproducciones de figuras abstractas indefinibles en un entorno surrealista. Un mueble auxiliar, así como un frontal de madera clara, probablemente se tratara de haya, con una vitrina de cristal, completaban el mobiliario. En la parte central del frontal, sobre una estantería, había dispuestos unos libros médicos. La ventana que interrumpía la continuidad del techo inclinado permitía que fluyera la luz solar, y le otorgaba a aquella composición pictórica un cierto ambiente primaveral. En oposición al piso de Zeppelinstrasse, esta vivienda estaba inmaculadamente limpia y los muebles parecían haber sido adquiridos recientemente.
Sin embargo, tampoco se correspondía en absoluto con la imagen que yo me había formado del hogar de Joachim Lichner.
Menkhoff debió albergar pensamientos similares.
—Apuesto a que los muebles venían incluidos en el alquiler —observó.
Permanecimos unos instantes allí parados, en la entrada misma a la sala de estar, examinándolo todo con la mirada. En Zeppelinstrasse parecían ocultarse oscuros secretos, todo sugería corrupción y destrucción. Aquí, en cambio, los amables colores y la atmósfera casi de paz dificultaban creer que ambas viviendas compartieran inquilino.
Menkhoff logró reaccionar primero.
—¿Te ocupas tú de la sala de estar, Alex?
Lo primero que hallé en el mueble auxiliar fue un álbum lleno de recortes de periódicos relacionados con el caso de Juliane Körprich. Los artículos cronológicamente más antiguos se perdían en especulaciones y exhortaban a los padres de las zonas próximas a Aquisgrán a no perder de vista a sus hijos en grandes y vistosos titulares. Más adelante se centraban exclusivamente en el psiquiatra, que había sido bautizado por uno de los rotativos con el sobrenombre de «doctor muerte». Poco después el apodo se popularizó en la prensa. El último artículo informaba acerca de la condena de Lichner. Alguien había escrito algo debajo con tinta azul de bolígrafo: «No creí que pudieras ser responsable de esto».
Se trataba de una caligrafía tosca, sin florituras, masculina, diría yo, que se me antojaba poco ensayada, acostumbrada al garabato. Me quedé mirando fijamente aquel texto intentando dilucidar qué podría significar. Deposité el álbum en el suelo, a mi lado, y proseguí con mi registro de cajones y nichos, pero no hallé nada más que pudiera resultarnos de interés. Tras haberme asegurado de que no me había dejado ningún hueco por revisar, abandoné la sala de estar y crucé el pasillo. La habitación situada justo al otro lado parecía una especie de trastero. Sus alrededor de diez o doce metros cuadrados se habían ocupado con múltiples cajas de diverso tamaño. Algunas estaban rotuladas con unas letras. «A-B», pude leer en una de ellas; «O-Q», en otra.
Contemplé pensativo aquel desorden. Nos restaban como mucho otros veinte minutos si queríamos evitar coincidir con Joachim Lichner en su propia casa y me pregunté cómo podría arreglármelas para revisar, al menos superficialmente, todas esas cajas en tan breve período de tiempo.
Un ruido me hizo volverme. Menkhoff acababa de salir del dormitorio.
—En el dormitorio no hay nada de interés. Ni siquiera esconde ninguna revista pornográfica bajo la cama.
—En cambio aquí tenemos trabajo de sobra —le señalé el contenido de la habitación. Menkhoff reparó en las cajas y asintió.
Me acerqué a la que llevaba la inscripción «G-I». La habían cerrado de tal manera que me costó cierto esfuerzo abrirla.
Cuando al fin lo logré, pude advertir que contenía multitud de carpetas de color naranja. Saqué la primera. En la cubierta se informaba de que se trataba de historiales médicos y, justo debajo, una redondeada caligrafía femenina había escrito el nombre de «B. Harmann». Abrí la carpeta y me fijé en la fecha del historial, que me aclaró que la señora Bernadette Harmann había sido tratada por Lichner antes de su condena. Menkhoff parecía haber realizado un descubrimiento similar tras consultar otra carpeta.
—Este individuo no parece regir demasiado bien, se limita a dejar por ahí tirados todos estos historiales. ¿No ha oído hablar de la confidencialidad médico-paciente?
—No creo que contara con que alguien registrara su casa sin estar él presente, Bernd.
—Eso es secundario. Los historiales médicos tienen que guardarse siempre bajo llave.
Hojeé algunas carpetas, dejé a un lado aquella caja; me ocupé de otra igualmente repleta de carpetas naranjas, extraje algunas de ellas y, tras breves instantes de consulta, aparté aquella caja también. Descubrí entonces una más pequeña. Aquí la inscripción presentaba un formato distinto y la caligrafía se asemejaba más a la que había subtitulado el artículo de periódico en el álbum que había estado revisando antes. Pude reconocer un nombre.
Se me escapó un gemido, lo cual provocó que Menkhoff alzara la vista.
—¿Qué demonios te p…?
No pudo continuar. También él había descubierto el nombre. El rótulo sobre la caja afirmaba que ésta contenía el historial médico de N. Klement.