Capítulo 32

18 de febrero de 1994

Invadimos la clínica del doctor Lichner como un comando militar. Corinna M. nos miraba desde el mostrador con la boca abierta por la sorpresa, incapaz de articular sonido alguno al ver el grupo de asalto que penetraba en sus dominios.

Los compañeros se posicionaron distribuyéndose por todos los rincones de la casa mientras Menkhoff y yo nos dirigimos a la zona de las consultas. Menkhoff llamó brevemente con los nudillos a la puerta rotulada «Consulta I», abriéndola sin aguardar respuesta. Tanto el doctor Lichner como su paciente, una mujer corpulenta en torno a los cincuenta años de edad, se sobresaltaron visiblemente.

—No tema, somos agentes de policía —se dirigió Menkhoff a la paciente en un escueto tono militar—. Abandone la sala, por favor.

No me sentí muy cómodo con aquel modo de proceder. Una vez recuperada de la impresión que le había causado nuestra interrupción, la mujer parecía impaciente por notificar su aventura a todo aquél que quisiera oírla. Aquello le ocasionaría serios problemas al doctor Lichner, independientemente de cuál fuera el resultado de nuestra actuación. Aquel hombre, habitualmente tan versado en palabras, no pareció asimilar del todo lo que estaba sucediendo hasta que vio cómo su paciente abandonaba la consulta dirigiéndole una última mirada de desaprobación.

—¿Cómo se les ocurre entrar aquí así, sin más? ¡Les prohíbo…!

—¡Cállese! —le gritó Menkhoff, sosteniendo ante su nariz una hoja de fax impresa—. Esto es una orden de registro, el original viene de camino. Quiero ver su garaje, por favor.

Una fina película de sudor comenzó a cubrir mi frente.

—Tengo derecho a llamar a mi abogado e insisto en ello.

Resultaban más que evidentes los esfuerzos que Lichner debía realizar para seguir aparentando seguridad y controlar el tono de su voz. Menkhoff puso los ojos en blanco.

—De acuerdo, venga.

La llamada no llevó más de un minuto.

—El doctor Meyerfeld llegará en quince minutos —explicó Lichner.

Menkhoff asintió con una sonrisa feroz.

—Bien. Mientras tanto, le echaremos un vistazo a su garaje.

Por primera vez desde que le conocía, vi al psiquiatra pugnar por encontrar las palabras adecuadas. La constatación de ese hecho me proporcionó cierta satisfacción.

—¿Qué buscan en mi garaje?

—Simplemente queremos echarle un vistazo. En breve llegarán también los compañeros de la policía científica. ¿Se encuentra allí su vehículo?

—No, yo… Lo ignoro. Es posible que Nicole se lo haya llevado.

—Condúzcanos al garaje de todos modos, doctor Lichner.

El hombre pareció derrumbarse de repente. Sin más palabras, asintió, abandonando su consulta, escoltado por dos de los agentes de uniforme.

Al final de la zona de consulta había un acceso al garaje. En la piedra gris que cubría todo el suelo no se advertía huella alguna ni de barro ni de hierba. Tampoco en el vehículo del doctor Lichner —un BMW azul oscuro que, contrariamente a lo esperado, sí se encontraba estacionado allí—, podía detectarse ninguna marca de suciedad más allá de la normal, aunque, dadas las dos semanas transcurridas desde el asesinato, no me sorprendió. Poco después aparecieron los compañeros de la unidad científica y comenzaron a abrir maletines y extraer utensilios.

—¿Qué hay del vehículo? —consultó Menkhoff.

Uno de los agentes se volvió hacia él.

—Vendrán a recogerlo en breve.

Menkhoff asintió y me hizo una seña para que le siguiera. A los dos agentes de uniforme que seguían escoltando a un Lichner aún aturdido les ordenó acompañar al psiquiatra a la sala de espera de la consulta para que aguardara allí la llegada de su abogado. En la puerta principal de la clínica se había fijado un aviso que indicaba que ésta debía permanecer provisionalmente cerrada por un asunto de la máxima urgencia.

A través de una angosta puerta penetramos en un cuarto adyacente al garaje que parecía cumplir las funciones de despensa y trastero. Junto a la lavadora y la secadora, ambas situadas sobre una elevación de piedra que permitía usarlas cómodamente sin tener apenas que inclinarse, encontramos un gran fregadero de piedra sobre el cual descansaba una parrilla, un armario lacado en blanco que casi tocaba el techo, así como varias estanterías con todo tipo de objetos. Menkhoff se dirigió decididamente al armario y abrió sus puertas. En su interior había una única tabla sobre la que se amontonaban todo tipo de productos de limpieza. En la parte baja, escobas y fregonas descansaban contra la pared del fondo; y colocados en el suelo había dos cubos, uno blanco y otro de color gris.

Menkhoff apartó las botellas y latas a un lado, dejando al descubierto una bolsa de plástico arrugada semioculta al fondo. La sacó, abrió, y miró en su interior. Inspiró profundamente y me la tendió sin decir nada. No pude evitar constatar en su semblante una expresión feroz de satisfacción.

Al fondo de la bolsa se veía un objeto de color turquesa, fijado a una pieza de plástico, algo que tras un par de segundos logré reconocer como un coletero con una mariposa.

—¿A quién cree que podría pertenecer esto, Seifert?