Capítulo 2

28 de enero de 1994

Juliane vivía junto a sus padres al final de una calle sin salida en Steinebrück, un barrio de Aquisgrán, justo al lado de un pequeño parque infantil con zona de juegos. A Petra Körprich no le había parecido peligroso dejar que su hija de cuatro años jugara sola en el exterior mientras terminaba de preparar la comida. Aquella calle tan pequeña era transitada únicamente por sus escasos vecinos y, además, el parque podía vigilarse bastante bien desde la ventana de la cocina. Pero cuando Petra se acercó a mirar después de recoger el lavavajillas, Juliane había desaparecido. Diez minutos después llamó a su marido a la oficina; una hora más tarde a la policía.

Durante tres largos días, auxiliados por cientos de voluntarios, registramos toda la zona hasta que se confirmó la más terrible de las sospechas: unos compañeros nuestros hallaron finalmente a la niña en el bosque de Aquisgrán, oculta tras un arbusto, no demasiado apartada de Monschauer Strasse, sólo unos cientos de metros más allá de su hogar familiar. Juliane había sido estrangulada, su delicado cuerpecito introducido en una bolsa azul de plástico y finalmente arrojada al bosque, como si de basura se tratase.

Yo pertenecía desde hacía apenas seis meses a la DC2, la División de lo Criminal número dos de la comisaría del Distrito 11 de Aquisgrán, y aquél sería el primer caso de asesinato en el que intervendría en calidad de ayudante del inspector Bernd Menkhoff. Hasta entonces no había tenido que enfrentarme a ninguna víctima de asesinato, y mientras contemplaba aquella blanca carita sumergida en el barro, esas oscuras manchas en las hundidas mejillas enmarcadas por una marea de rizos rubios, ahora cubiertos de suciedad, incapaz de apartar mi mirada de las feas marcas de estrangulamiento azul negruzcas en su delicado cuello infantil, sentí deseos de llorar de dolor y simultáneamente gritar por la ira.

—Contrólese —me susurró el inspector, que debía haber advertido cómo me esforzaba por dominar mis emociones.

Cuando, algo más tarde, guié el coche lejos de aquel bosque a través de un estrecho camino de tierra, Menkhoff me habló.

—¿Qué edad tiene usted, Seifert? ¿Veinticuatro?

—Veintitrés —contesté, con apenas un hilo de voz.

—Edad suficiente para recordar lo siguiente, subinspector: Jamás, óigame bien, nunca jamás debe permitir que afloren sus sentimientos en un caso de asesinato. Cuando una niñita es asesinada por un cabrón, como ahora, por supuesto que se trata de algo horrible. Pero, aunque le parezca cruel, la pequeña no dejará de estar muerta, por lo que para nosotros no debe suponer más que un caso que hemos de resolver. ¿Me ha comprendido? Ya no está en nuestra mano ayudar a esa niña, pero sí podemos ocuparnos de que esa basura con forma humana no vuelva a repetir otro acto como éste. —Menkhoff golpeó la guantera con la mano—. Maldita sea, si permite que sus sentimientos le controlen perderá la objetividad. Se perderá detalles. Debe aprender a mantener la sangre fría y la mente despierta. Quiero poder confiar en ello.

Entendí su razonamiento, aunque en los días siguientes pude comprobar en numerosas ocasiones que comprender y actuar en consecuencia podían llegar a ser cuestiones diametralmente opuestas. Cada vez que alguna de las pistas se revelaba errónea me invadía el más profundo abatimiento. Me preocupaba que no lográramos atrapar jamás a ese monstruo, y a mi ira se sumaba el temor a que tuviera que morir otro niño más a causa de nuestra desorientación.

Jamás debe permitir que afloren sus sentimientos en un caso de asesinato.