Capítulo 50

24 de julio de 2009, 10:23 horas

Apenas pude reaccionar. Pensamientos confusos recorrían a velocidad incontrolada mi mente, muchos de ellos con nombre propio: Lichner, Diesch, Nicole…

Menkhoff mantenía de nuevo su teléfono móvil pegado a la oreja.

—Tal vez se haya marchado a casa —dijo. Pero apenas unos segundos después supimos que no se encontraba allí. Pensé que la señora Christ, sola en casa, se volvería loca de preocupación. Menkhoff expresó algo con un sonido sibilante que no entendí, dio por finalizada la llamada y volvió a marcar de inmediato. Pidió hablar con la comisaria Biermann. Cuando ésta se puso al aparato le explicó lo sucedido telegráficamente y la apremió a que llevase a cabo la búsqueda. En alguna parte sonó insistentemente un claxon. Necesité un tiempo para registrar que el insoportable sonido procedía del vehículo situado detrás de nosotros. Hacía un rato que el semáforo había cambiado a verde.

Llegamos a la guardería de Erlöserkirche, en la zona de Brand, en apenas quince minutos gracias a la sirena que Menkhoff había fijado en el techo del Audi y activado nada más acabar su conversación. Durante el trayecto golpeó intermitentemente el salpicadero con el puño, alternando las salvajes amenazas dirigidas a quienes gestionaban la guardería con unos ruegos que podrían calificarse de súplicas, ansiando que nada le hubiera sucedido a su hija. Contactó con la comisaría en dos ocasiones más, asegurándose de que se realizaran todos los esfuerzos posibles. Yo deseaba hacer algo, cualquier cosa, por lo que no dejaba de decirle cosas como «Seguro que no le ha pasado nada» y «Seguro que está escondida en alguna parte», o «Seguro que ya habrá aparecido cuando lleguemos». Mi compañero no reaccionó ante aquellos comentarios y me sentí completamente estúpido e impotente.

Cuando nos acercamos a la casa de ladrillo de la calle Hermann-Löns Luisa seguía sin aparecer. Tres coches patrulla nos aguardaban en la puerta. Dos compañeros de uniforme, un joven subinspector y un agente de bastante más edad, a los que conocía pero cuyo nombre no recordaba en aquellos momentos, conversaban en el césped con una mujer de pelo oscuro que parecía extremadamente alterada. Bajo las axilas de la camisa de manga corta del subinspector se advertían grandes cercos húmedos y el sudor perlaba su frente. Una mujer joven, que apenas había rebasado la edad adolescente, se esforzaba por alejar a un grupo de unos veinte niños de corta edad del edificio. Los niños estaban cogidos de la mano y habían formado una hilera.

Aún nos restaban unos metros para estar a su altura cuando Menkhoff comenzó a gritar.

—¿Qué ocurre? ¿Ha vuelto?

La mujer se cubrió la boca con la mano y comenzó a llorar. No por primera vez, como demostraban sus ojos enrojecidos.

—Señor Menkhoff, no sé cómo ha podido ocurrir. Siempre cerramos con llave cuando…

—¿Dónde se encontraba usted cuando desapareció mi hija, maldita sea? ¿Y su educadora?

—Señor inspector jefe, no puede hacerse responsable a la señora Bauer de nada —intervino el subinspector de uniforme.

—No hablo con usted —le interrumpió Menkhoff bruscamente—. Y no se le ocurra decirme quién es responsable de qué. Limítese a hacer su trabajo y déjeme a mí realizar el mío.

El joven palideció y yo le dirigí una mirada de disculpa.

—Yo… yo me encontraba en mi despacho —explicó la directora—. Y Gabi, la educadora de Luisa, estaba con su grupo, en lo que llamamos el nido. Luisa necesitaba ir al baño y… y… y no regresó. No lo entiendo. La puerta de entrada se cierra con llave a las nueve y media. Sólo se puede… Hay que llamar al timbre para poder entrar. Y la manilla… Se puede abrir desde dentro, pero está simada a una altura demasiado elevada para que puedan alcanzarla los niños. Tenemos un plan semanal y siempre hay una de las educadoras controlando la puerta a partir de las nueve y media y asegurándose de que está cerrada. Esta semana le toca a Petra y afirma estar segura de que así era.

—¿Han registrado el interior de la guardería? Quizá se haya escondido en alguna parte.

—Sí, lo registramos todo antes de llamarle.

—Los compañeros están realizando un nuevo registro en estos momentos, señor inspector jefe —informó el agente a quien Menkhoff acababa de increpar de forma tan abrupta.

—¿A qué hora exactamente pidió Luisa ir al baño? —quiso saber Menkhoff.

—Yo… Gabi podrá explicárselo mejor que yo. Se encuentra ahí dentro, está destrozada.

Menkhoff se apartó sin mediar palabra y se dirigió a la entrada de la guardería.

Intenté imaginar lo que debía estar experimentando en aquellos momentos, pero sabía que no lo lograría ni por asomo. Aquella historia de Lichner y Nicole había vuelto a abrir viejas heridas. Y ahora se producía la desaparición de su hija. Todo aquello se me antojaba muy extraño. ¿Estaría Lichner relacionado con esta nueva desaparición? ¿Por qué querría secuestrar a la hija de Menkhoff? ¿Por venganza? ¿Y por qué justo en el momento en el que había confesado haber fingido el secuestro de su propia hija? Aquello no tenía ningún sentido. A no ser que… La teoría de Lichner… Nicole. Ella podría haber vuelto a actuar. Vi a Luisa en mi imaginación, sonriendo y mostrando aquella mella.

Encontramos a la educadora Gabi en el despacho de la directora. Apoyado en la pared, y junto a un escritorio de madera de cedro, había un pequeño sofá azul sobre el que descansaba la joven. Allí sentada; no apartaba la mirada del suelo. Se puso en pie cuando entramos en la estancia y pude advertir lo hinchados y enrojecidos que tenía los ojos tras aquellas gafas sin montura. Con un gesto nervioso se alisó la falda a los lados, mientras se enfrentaba temerosa a la ira de Menkhoff. Me inspiraba compasión y esperaba que mi compañero no fuera demasiado duro con ella. No lo fue. Le habló en un tono casi normal.

—¿Puedo hacerle algunas preguntas?

—Sí, claro… Señor Menkhoff, lo siento muchísimo.

Sus ojos se inundaron de lágrimas que comenzaron a resbalar por sus mejillas trazando dos anchos surcos.

—Sí, lo sé —dijo Menkhoff—. ¿Recuerda exactamente cuándo fue Luisa al baño?

Parecía mirar a través de nosotros, como si consultase un reloj situado a nuestras espaldas.

—No con exactitud, quizá poco después de las diez.

Menkhoff consultó su reloj.

—Hace más de media hora.

—Estuvimos registrándolo todo primero, pero entonces una de las compañeras detectó que la puerta principal no estaba cerrada con llave.

—¿Quién tiene la llave de esa puerta?

—La señora Bauer tiene una, que lleva siempre consigo en un llavero, y hay una copia en una caja en su despacho. Pero no es necesario disponer de llave, en la parte superior de la puerta, donde no alcanzan los niños, hay un mecanismo de apertura. Pero no entiendo por qué alguien ha querido abrir la puerta.

—¿Tal vez con la intención de secuestrar a Luisa Menkhoff? —pregunté.

Me miró desconcertada.

—Pero… ¿cómo iba el secuestrador a conseguir la llave que necesitaba para abrir la puerta desde el exterior?

Menkhoff también me miró, intrigado.

—Tal vez la puerta no se abriera desde el exterior, sino desde dentro. Tal vez alguien se introdujera en la guardería mientras la puerta aún permanecía abierta, se ocultó en alguna parte y aguardó a que Luisa sintiera la necesidad de ir al baño. O Luisa o cualquier otro niño.

—¿O cualquier otro niño? —preguntó la joven.

—Sí, ¿qué le hace pensar que el objetivo del secuestrador era, desde el principio, Luisa?

—Yo lo pienso —gruñó Menkhoff a mi lado—. Es evidente que esto no es casual. ¿No tiene usted ni la más mínima sospecha de quién puede haberse llevado a mi hija?

—N… no, lo siento. —Y tras una pausa volvió a repetir su disculpa—. Lo siento muchísimo.

—Acompáñame —me ordenó Menkhoff, abandonando el despacho de la directora. Una vez en el pasillo marcó una tecla en su teléfono móvil—. Aquí Menkhoff, ¿cómo va todo?… Bien. ¿Todos los agentes disponibles…? No, no me lo imagino, por eso pregunto.

Había elevado el volumen de su voz a medida que iba hablando y vi aparecer justo en el centro de su frente la típica arruga que revelaba su enfado.

—¿Qué?… ¡Se trata de mi hija, maldita sea, no me venga con esas estupideces! ¡Aunque conozca hasta la saciedad cuál es el procedimiento a seguir, y sepa que todos están haciendo todo lo que pueden, no tiene ningún derecho a prohibirme que pregunte! Sí, hasta luego.

—¿Quién está de guardia? —pregunté mientras él volvía a guardar su teléfono móvil.

—Ese idiota de Meyers.

Abandonamos el edificio. Menkhoff se dirigió hacia donde se encontraban los dos agentes de uniforme y la directora y le habló al joven subinspector.

—Anote mi número de móvil. Quiero que me llame inmediatamente si se produce alguna novedad, aunque ésta le parezca de lo más irrelevante.

El hombre sacó una libreta de notas y un bolígrafo y apuntó el número que Menkhoff le dictó. Dos minutos después nos hallábamos de nuevo en el coche.

—¿A la comisaría? —pregunté.

—No. A ver a Lichner —masculló Menkhoff entre dientes.

—¿Crees que esto es obra de Lichner? —le comenté, mientras conducía a toda velocidad, dejando atrás los vehículos estacionados en el arcén.

—Posiblemente —gruñó—. Espero por su bien que no sea así.

—¿Crees que tal vez Nicole…?

—¡No! —respondió con demasiada presteza, para añadir después, más calmado—: ¡Maldita sea, ya no sé qué pensar!

Menkhoff era incapaz de permanecer más de un segundo en la misma postura. Una y otra vez se mesaba sus cabellos o frotaba la barbilla, como queriendo alisar una barba inexistente.

—Si le ocurre algo a Luisa… —dijo entrecortadamente, como si estuviese agotado por una veloz carrera—. No sé qué sería capaz de hacer si le causan algún daño a mi hija, Alex.

—Aguarda un poco. Quizá…

—La han secuestrado, Alex. Voy a ocuparme personalmente de Lichner; y si descubro que ese hijo de puta tiene algo que ver con todo esto…

—¿Qué te parece si mejor me ocupo yo? —propuse, de la forma más casual posible.

Sacudió la cabeza en señal de negativa.

—Olvídalo. Luisa es mi hija, debo ser yo quien se ocupe de esto.

Sentí cómo una ardiente oleada invadía todo mi cuerpo, dejando un desagradable picor en mi frente que en apenas un segundo se transformó en un fuerte dolor como producido por mil agujas taladradoras.

—No, Bernd. ¡Mierda! No te vas a ocupar tú solo de esto —le grité, incapaz de contenerme—. Lo de Luisa es terrible, pero no ayudarás a tu hija si en el estado en el que te encuentras insistes en arreglarlo todo tú solo. ¡Dios! Puedes considerarte afortunado de que la comisaria Biermann no te prohíba ocuparte del caso, precisamente porque se trata de tu propia hija.

—La comi…

—Y en lo que respecta a Lichner y Nicole, si te dignaras a ser objetivo por una vez y evaluar los hechos que conocemos en su justa medida reconocerías que la teoría de ese hombre es, cuanto menos, lógica. Pero insistes en no querer verlo. Deseas odiarle y responsabilizarle de todos los fracasos en tu vida en los últimos dieciséis años, ¿verdad? Me das náuseas, Bernd.

Le miré fijamente a los ojos, percibiendo lo agitado de mi respiración, mientras me esforzaba por normalizar los latidos de mi corazón y aguardaba un ataque de ira de mi compañero. Hubiera comprendido que se produjera. Pero Bernd Menkhoff no gritó. En cambio, rompió a llorar. En silencio, y sin que se estremecieran sus hombros. Permaneció allí, sentado a mi lado, en su asiento del acompañante, contemplándome en silencio y permitiendo que las lágrimas cruzaran su rostro, se enlazaran por debajo de su barbilla y cayeran en gruesas gotas humedeciendo su camisa.

Me incliné hacia él y apoyé una mano en su hombro.

—Bernd, hombre… —Hablé en voz baja, e incluso a mí me llamó la atención mi tono amortiguado, como si estuviese seriamente resfriado—. Lamento haberte gritado, no creas que no te comprendo, pero… Sé que tú mismo eres consciente de todo lo que he dicho. Si llegas a tocar a Lichner no sólo te retirarán del caso, sino que incluso se te incoará un expediente disciplinario. Lo sabes, Bernd. De modo que… Hablaremos ambos con Lichner, ¿de acuerdo?

Asintió y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Estás en lo cierto en algunas de las cosas que me has dicho, Alex. Pero no en todas. No en todas. Venga, arranca.