Capítulo 4

14 de febrero de 1994

—¡Seifert!

Me encontraba al lado de la fotocopiadora, en el pasillo, cuando el inspector Menkhoff me llamó desde el despacho que compartíamos.

—¡Aquí! —respondí con precipitación poniéndome en movimiento de inmediato. Los despachos de los inspectores de la policía criminal se hallaban situados a ambos lados del pasillo enladrillado del tercer piso. La mayor parte de aquellas puertas de color verde rara vez se cerraba.

Menkhoff estaba de pie junto a su mesa, guardándose una nota en el bolsillo de sus pantalones.

—Venga, tenemos que salir. Hemos recibido cierta información de uno de los vecinos que quizá nos pueda hacer avanzar en el caso. Al parecer, un individuo le había estado ofreciendo a la pequeña algunos dulces con cierta frecuencia.

Cogí al paso mi gruesa chaqueta del perchero situado al lado de la puerta y, nervioso, corrí tras Menkhoff.

Habían transcurrido ya dos semanas desde el descubrimiento del cadáver de Juliane Körprich, pero hasta la fecha no habíamos progresado mucho en la investigación. Para ser más exactos, nos hallábamos completamente perdidos, y aquello ocurría precisamente en mi primer caso de asesinato. Mientras cruzaba junto a Menkhoff el aparcamiento en dirección a nuestro vehículo oficial, sentí que se despertaba en mí una curiosa excitación y, simultáneamente, cómo me invadía el temor de estar, de nuevo, comprobando el delirio de algún lunático.

—¿Qué le ha dicho exactamente ese informador, Menkhoff? —consulté con cautela.

—Se trata de una informadora, Marlies no-sé-qué. Vive en el vecindario, justo al otro lado del parque infantil.

—¿Una vecina? ¿Y no se le había tomado declaración antes?

—Claro que sí. Los compañeros han estado hablando con todos los vecinos.

—Y hasta ahora no se ha acordado de que…

—Yo tampoco sé qué ha ocurrido. Esperemos a ver.

Habíamos alcanzado ya el Opel Omega y me situé tras el volante. Puesto que era el más joven de los dos, eso me convertía automáticamente en el conductor del vehículo. Menkhoff se ajustó el cinturón.

—Dice que ha podido observar en un par de ocasiones cómo un hombre le ofrecía chocolate a la niña en aquel parque.

—¿Y ha reconocido al hombre? —pregunté—. Por supuesto que no. ¿O sí? Sería demasiado…

—Sí, e incluso parece que vive también en el barrio. —Aunque mantenía la mirada fija al frente pude percibir cómo me observaba mi compañero—. Bien, ¿qué se le viene a la memoria ahora, Seifert?

Sabía qué estadísticas pretendía recordarme.

—En los asesinatos de niños, en un cincuenta por ciento, los criminales proceden del núcleo familiar, y en otro treinta y cinco por ciento pueden encontrarse en su entorno más inmediato.

Bernd Menkhoff asintió en silencio y yo me salté un semáforo en rojo.

Cuando, muy poco después, estacioné el vehículo delante de la casa, me encontraba tan alterado que me temblaban las manos. Albergaba la esperanza de que Menkhoff no lo advirtiera. Él permaneció muy quieto al bajar del coche y sacó lentamente de su bolsillo la nota que antes había guardado.

—Se llama Marlies Bertels.

La anciana nos abrió la puerta en el mismo instante en el que Menkhoff apoyaba su pie en el primero de los cinco escalones que conducían hasta la casa. Marlies Bertels era una mujer pequeña y descarnada. Su cabello corto, cuidadosamente arreglado, presentaba un tono a medio camino entre morado y azul.

—Ustedes deben ser los señores de la policía —nos saludó con una voz muy fina—. Por favor, pasen.

A través de un angosto pasillo que acusaba la falta de ventilación, Marlies Bertels nos introdujo en su hogar. Mis abuelos, que poseían una casita en Richterich, también contaban con una estancia como aquélla que finalmente alcanzamos, un lugar que sólo se utilizaba para las visitas. Todo estaba pulcramente ordenado, y tras la vitrina del pesado aparador de roble se había expuesto la mejor vajilla de la abuela.

Cuando nos sentamos ante la mesa comedor de madera oscura, la señora Bertels nos sonrió.

—¿Puedo ofrecerles a los señores policías un licorcito? De frambuesa, lo hago yo misma.

Menkhoff negó con un gesto.

—Gracias, pero no. Estamos de servicio. Señora Bertels, ¿qué nos puede contar acerca de ese hombre al que ha visto ofrecerle dulces a la pequeña Juliane? ¿Dice que le conoce?