Capítulo 59
24 de julio de 2009, 17:22 horas
—¿Qué piensa usted, señor inspector jefe? —preguntó Wolfert—. ¿Qué puede significar esto?
Registré solamente con una fracción de mi mente la pregunta que me hacía, pues la mayor parte de ella se encontraba ocupada con las posibles, con las certeras consecuencias del descubrimiento de Wolfert, y no fui capaz de responder de inmediato.
—¿Señor Seifert? —insistió de nuevo transcurridos unos minutos, apartándome definitivamente de mis pensamientos.
—Esto… Esto significa que sólo existen dos posibilidades, Wolfert, y ambas me causan pavor.
Wolfert frunció los labios y ladeó la cabeza. Finalmente asintió.
—Sí, yo también lo veo así.
—Lo supongo. ¿Ha comparado usted las fotografías de las niñas con los expedientes de los casos de personas desaparecidas?
—Por supuesto, es lo primero que he hecho. Y con los casos de fallecimiento. Nada.
Empujé mi silla hacia atrás, y Wolfert se apartó un paso, asustado.
—Quiero que le muestre esto ahora mismo a la comisaria, ¿de acuerdo? Yo… Yo tengo que resolver un asunto.
Wolfert asintió, recogió las fotografías de mi escritorio y se apartó, al parecer satisfecho de ver que yo no pretendía informar a la comisaria Biermann de las novedades que acababa descubrir, sino que permitiría que se atribuyera el éxito él mismo. Se dirigió a la puerta.
—Subinspector Wolfert —le llamé, provocando que se detuviera de forma tan abrupta como si hubiera chocado con una pared invisible. Me miró—. ¡Buen trabajo! —le felicité.
Sonrió, feliz, y abandonó mi despacho.
Mi cabeza se encontraba hecha un lío y me pregunté por qué no había advertido yo mismo aquel maldito detalle cuando me había estado ocupando de aquel asunto tan de cerca. Pero a veces… Sonó el teléfono. Apoyé precipitadamente el auricular en la oreja.
—Hola, Bernd —dije—. ¿Qué sabes? ¿Alguna novedad?
Por unos momentos sólo me llegó el silencio, a continuación percibí al otro lado una voz familiar.
—Soy yo. ¿Me has llamado?
Mel. ¡Hacía unos instantes había deseado tanto oír su voz! Pero ahora la llamada me resultaba de lo más inoportuna.
—¿Qué querías? —preguntó, insistente, al notar que no contestaba.
—Yo… nada en especial. Simplemente saber cómo estabas y… Mel, ahora no me viene bien. Estoy esperando una llamada muy importante de Bernd. ¿Podríamos hablar más tarde?
—Disculpe la interrupción, señor inspector jefe —dijo ella—. Pero ha sido usted quien me ha llamado a mí, si no recuerdo mal.
No fui capaz de distinguir si pronunció aquellas palabras en tono de burla o enfado, pues me daba demasiadas vueltas la cabeza.
—No te enfades, por favor, Mel. Te lo explico todo más tarde, pero ahora tengo que colgar, ¿de acuerdo?
—No estoy enfadada, Alex —dijo—. Sé los problemas que tenéis en estos momentos.
—No, no lo sabes.
No fue hasta percibir mi propia voz cuando fui consciente de que había pronunciado aquel pensamiento mío en voz alta.
—¿Qué es lo que no sé?
—Es… Se trata de Luisa, la hija de Bernd. La han secuestrado, Mel.
—¡Dios mío! ¿Secuestrada? ¿Estáis seguros? Quiero decir… ¿cómo podéis saberlo?
Inspiré profundamente y le resumí toda la historia, a excepción de la llamada de Nicole, el último descubrimiento de Wolfert y las vacaciones forzadas de Menkhoff. Cuando terminé de contárselo, Mel sollozaba.
—Es terrible. ¡La pobre Teresa! Bernd y ella me dan pena. Pero Luisa… ¿Crees que…?
—Sí, creo que aún debe seguir con vida. —No le comenté que Teresa probablemente aún ignoraba el secuestro de su hija.
—Mel, esto es muy grave, y el tiempo apremia. Tengo que colgar, ¿de acuerdo?
—Está bien.
Su tono era tan penoso que me hubiera gustado tomarla entre mis brazos y asegurarle que encontraríamos a Luisa sana y salva en breve. Aunque las probabilidades comenzaban a reducirse.
Mi móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de mi pantalón.
—Por fin, Bernd. ¿Cómo está la cosa?
—Ya tengo lo que necesito. Tenemos que actuar de inmediato. ¿Me ayudarás, Alex? No tengo tiempo para explicaciones. Sólo dime sí o no.
Contuve el aliento mientras mis pensamientos volaban. Una sospecha. Nada de explicaciones. Por otro lado, el nuevo descubrimiento de Wolfert… No tenía elección.
—Te ayudo, por supuesto. ¿Dónde estás?
—En mi coche. En dos minutos estoy en la comisaría. Hasta ahora.
Había colgado. Estaba nervioso como nunca antes en mi vida, pero permanecí al lado de mi silla, indeciso sobre cómo actuar. La comisaria. Debía informarla de esta llamada. Pero… no disponía de tiempo: aún debía de bajar cuatro plantas para llegar al aparcamiento. En dos zancadas abandoné mi despacho y corrí a través del pasillo. Gracias a Dios, Wolfert se encontraba informando a Ute Biermann. Si me hubiera cruzado con alguno de los dos en esos momentos probablemente no habría podido encontrarme a tiempo con Menkhoff.
Cuando crucé la puerta de cristal hacia la calle, Menkhoff introducía su vehículo particular, un modelo bastante antiguo de Mercedes clase E, en el aparcamiento. Me acerqué a él y, cuando se detuvo a mi altura, subí al coche. Sin mirarme siquiera, y una vez cerré la puerta, arrancó el vehículo.
Me ajusté el cinturón.
—¿A dónde…? —comencé.
—¡Cierra la boca y escucha! —me interrumpió desabrido. Se vio obligado a frenar, pues habíamos alcanzado la entrada del aparcamiento, por lo que me miró por primera vez—. Antes de que te diga lo que sé y a dónde vamos respóndeme a una pregunta, y sé sincero, por favor: ¿confías en mí?
El picor de mi frente era insoportable.
—Un único segundo de duda puede costarle la vida a mi hija —dijo con brusquedad—. De modo que, dime, ¿confías en mí o no? —Como seguía sin responderle, me ordenó—: ¡Baja!
—¿Qué? Pero yo…
—Lárgate de aquí, Alex.
—¡No! —grité yo, explotando al fin—. Confío en ti —mentí—. ¡Sí, maldita sea! ¡Arranca!
—Acabo de hacer dos llamadas —comenzó Menkhoff su informe—. La primera de ellas a la tía de Nicole, la segunda a Joachim Lichner. Bueno, en realidad me llamó él a mí justo cuando di por finalizada mi llamada a España, aunque, por supuesto, él ignoraba que había logrado localizar a aquella mujer.
Me explicó el contenido de aquellas dos conversaciones y una sensación de desasosiego se instaló en mi interior cuando comencé a vislumbrar en qué podría acabar todo aquello. Interrumpí a Menkhoff y le expliqué qué había descubierto nuestro compañero Wolfert.
Sus ojos se agrandaron unos instantes, después asintió.
—Sí, eso encaja. ¡Maldita sea!
Después me explicó cuáles eran sus sospechas y, cuanto más hablaba, mayor era mi necesidad de cubrirme los oídos, como un niño que intenta no escuchar aquello que desea impedir que suceda.