Capítulo 11
22 de julio de 2009
Tras la última llamada telefónica de Menkhoff, decidimos marcharnos por fin a casa. Ignorábamos qué le había sucedido a la niña desaparecida, pero poco podríamos averiguar ya aquella noche. Mientras conducía, permanecimos sentados en silencio, sin mirarnos, con la vista fija en la calzada.
En las últimas horas, mi memoria había recuperado imágenes que había creído desaparecidas mucho tiempo atrás: las noches interminables vividas durante el juicio de Lichner, cuando el sueño sólo se dignaba concederme apenas unos escasos minutos de su plomizo abrazo antes de liberarme brutalmente y me despertaba angustiado. Después, las semanas, meses, que siguieron a su condena. Día tras día me repetía a mí mismo, como si de un mantra se tratase, que no era muy probable que hubiesen cometido un error primero un experimentado policía, después un juez y varios fiscales; y que, en cambio, un novato como yo estuviese en lo cierto con lo que no podía ser más que un presentimiento.
Dirigí una rápida mirada al hombre a mi lado. Menkhoff me observaba, probablemente desde hacía ya varios minutos.
—Dilo, Alex —me animó al fin con un gesto de su cabeza—. Puedo leer en tu rostro que estás deseando explicarme cómo no debo tratar a ese gilipollas de Lichner. Así que, por favor, adelante, no te reprimas.
Abandoné la A4 en dirección a la A44 y me mezclé en el tráfico fluido.
—No, no pretendo decirte cómo debes actuar con Lichner. Pero sí te diré que creo que te estás implicando demasiado en este asunto, una vez más.
—Ah, ¿ésa es tu opinión? No me digas. Hace quince años, sin embargo, decidiste guardarte para ti lo que pensabas mientras yo arriesgaba el cuello. ¿Por qué no abriste la boca entonces, señor inspector jefe? No. Y cuando finalmente se demostró que yo estaba en lo cierto, te beneficiaste de mi éxito, aceptando felicitaciones por la buena labor realizada.
Su tono de voz había alcanzado ese volumen característico de los momentos en los que Menkhoff pretendía señalarle al mundo que estaba especialmente enfadado, por lo que me esforcé por continuar aquella conversación de la forma más calmada posible. Sabía que aquella actitud mía solía enfurecerle aún más, lo cual, precisamente, era lo que me proponía.
—Entonces no abrí la boca, cierto. No era más que un novato. Me habrías arrancado la cabeza, y lo sabes perfectamente, señor inspector jefe.
Habíamos llegado a Brand y me adentré en la calle en la que vivía mi compañero. Guardamos silencio hasta que me detuve ante su casa. Liberó la hebilla del cinturón de seguridad y fijó en mí una mirada serena.
—Confía en mí, Alex.
Su voz parecía haber recobrado la calma. Asentí.
—Hace mucho que confío en ti, Bernd, pero eso no significa que me deba parecer correcto todo lo que haces.
—¿Crees que ha sido un error que le hayamos encerrado hoy?
—No, no creo que lo haya sido. Según parece, esa niña existe y vivía con él. Nuestra actuación ha sido correcta, pero aun así… Cuando sólo llevaba un par de meses en la división criminal, un policía experto, casualmente mi compañero de entonces, me ofreció un consejo importantísimo: Si permite que afloren sus sentimientos —me dijo— perderá la objetividad, y eso le hará perderse detalles. Bueno, y ese consejo…
Bernd Menkhoff apoyó su mano en mi hombro, me lo presionó levemente, y se bajó del coche. Antes de cerrar definitivamente la puerta se inclinó de nuevo en mi dirección.
—¿A las ocho?
—A las ocho. Y dale recuerdos a Luisa de mi parte si aún no se ha dormido.
Asintió y dejó que la puerta se cerrara con un golpe seco.
El trayecto desde la casa de Menkhoff hasta Kornelinmünster, localidad en la que Mel y yo habíamos adquirido una granja reformada y modernizada en el año 2000, poco después de nuestra boda, no me llevó más de diez minutos. Atravesé Grachtstrasse y giré por Krauthausen hacia Bilstermühler Strasse. Apenas cinco minutos más tarde estacioné el Audi ante nuestra casa y me apeé. En el garaje sólo había plaza para un vehículo y habíamos acordado guardar allí el descapotable de Mel y dejar el coche oficial a la intemperie. Ella trabajaba en una sucursal bancaria en Theaterstrasse, en Aquisgrán, y detestaba depender del transporte público. Consulté mi reloj: las diez menos cinco. Acababa de comenzar aquel momento del día que tanto amaba en los meses de verano, ese período de apenas veinte minutos en el que la proximidad de la noche generaba siempre cambiantes, dispersos velos de oscuridad, cubriendo con ellos poco a poco la luz diurna hasta hacerla desaparecer del todo.
Inspiré profundamente y abrí la puerta. Tal vez Melanie estuviera dispuesta a compartir conmigo una copa de vino en el porche trasero. Al entrar en el salón, ya pude ver a través de las abiertas cristaleras que era allí precisamente donde me aguardaba. Sostenía un libro entre sus manos y sus pies desnudos descansaban sobre el asiento de una silla cercana. Había recogido su cabello rubio, que le alcanzaba los hombros, en una cola de caballo, de modo que le acariciaba sólo el borde de su blanca camiseta de tirantes. Cuando me vio acercarme dejó caer el libro mientras me dedicaba una sonrisa.
—Hola, nocturno. ¿Ya has terminado tu jornada?
Me incliné para besar su nariz cubierta de delicadas pecas.
—Siento lo de la cena, de verdad. Estaba dejando a Bernd ante su casa cuando llegó aquella llamada.
Abandonó el libro sobre la mesa, la sonrisa ya ausente de su rostro.
—¿He entendido bien lo que me has comentado por teléfono? ¿Está relacionado con ese psiquiatra al que detuvisteis hace años?
—El doctor Lichner, sí. No te puedes ni imaginar cómo nos quedamos cuando le tuvimos ante nosotros.
—¿Ignorabais a quién estabais visitando?
Alcé una mano.
—Te lo explico todo en un momento, voy a por una copa de vino. ¿Quieres que te traiga otra?
Su mirada de reproche fue respuesta suficiente. Por supuesto que quería.
Sólo necesité cinco minutos para ponerla al tanto; no me interrumpió ni una sola vez. Cuando terminé mi relato, probó el vino de su copa para después apoyarla sobre su muslo.
—¿Qué clase de persona es capaz de hacer desaparecer a su propia hija? ¿Crees que le ha podido hacer algún daño?
—No lo sé, pero se trata de un personaje bastante extraño. Ya sabes cuál es su historia. Creo que no he conocido jamás a una persona tan insoportablemente arrogante y mordazmente sarcástica como él.
—A pesar de ello, tuviste tus dudas en el pasado.
—Sí, o quizá precisamente debido a ello. No quise creer que la verdad fuera tan evidente. Me resultó todo demasiado… sencillo.
—¿Y lo de Bernd con Nicole Klement?
Durante unos instantes vi ante mí el rostro de Menkhoff distorsionado por la ira. No en su versión actual, sino en aquella otra de quince años atrás.
—Eso por añadidura. Deberías haberle visto entonces, cuando me refería cómo la trataba Lichner. No pude evitar dudar si realmente se hallaba convencido de la culpabilidad de Lichner o… o si simplemente pretendía proteger a Nicole alejando al psiquiatra de ella.
—El tiempo se encargó de solucionar aquello.
—Sí, es verdad.
Pero nunca le había explicado a Melanie cuán significativas habían sido mis dudas, hasta el punto de que había llegado a cuestionármelo todo: a mi compañero, a mí mismo, a mi trabajo. Nunca más volví a experimentar algo así y esperaba no revivirlo jamás.
Nos tomamos una segunda copa de vino y le rogué a Melanie que me explicara cómo había transcurrido su día. Confiaba en que su relato lograra despejarme la cabeza y me distrajera lo suficiente como para poder conciliar después el sueño. Me relató una historia acerca de uno de sus compañeros de trabajo con problemas de alcoholismo, a quien aquella misma tarde había sorprendido el director de la sucursal sacando una petaca de un cajón de su escritorio para llevársela a los labios. Una media hora más tarde nos pusimos en pie, ordenamos un poco el porche y subimos a la planta superior.
En el baño extraje del tubo de dentífrico un gusano a rayas rojas y blancas que deposité con cuidado sobre mi cepillo de dientes, y me dirigí una mirada crítica en el espejo. Mi cabello había sido rubio en mi juventud, adquiriendo en verano un matiz aún más luminoso. La tonalidad actual, sin embargo, apenas era identificable con ningún color en concreto. Ni de lejos podía calificarse como rubio, pues era más bien oscuro, pero tampoco parecía castaño, ni, por supuesto, negro. Sólo esos pocos mechones que me caían sobre la frente aún guardaban su dorado brillo luminoso. Me miré a los ojos y recordé cómo los había descrito Melanie cuando nos conocimos, los ojos de un niño grande, tintados del gris azulado más resplandeciente que jamás he visto. No pude evitar sonreír.
Melanie me habló de nuevo cuando, dos minutos después, me deslicé entre las sábanas.
—¿Y la madre de la niña? ¿Esa mujer de nombre extranjero? ¿No sería posible que Lichner esté ocultando a su hija porque teme que ella se la quite?
Me arropé con las mantas.
—Bueno, sí; pero ¿por qué insiste entonces en que no tiene hijos? No tiene ningún sentido, ¿no te parece? En cualquier caso, mañana por la mañana nos dedicaremos a investigar a esa tal Zofia como-se-llame.
—¿Crees que podrás dormir?
—La verdad, no lo sé, aún no dejo de darle vueltas a multitud de cosas.
—Quizá pueda ayudarte a que desaparezcan de tu mente esas cosas. ¿Quieres?
Con una sonrisa seductora alzó las mantas en su lado de la cama. Me deslicé hacia ella y Melanie logró, como por arte de magia, que se esfumara el tornado que hasta entonces había estado asolando mi mente, girando vertiginosamente alrededor del doctor Lichner, Bernd Menkhoff, una niña y una mujer. Al menos, durante un rato.
Cuando media hora después me dejé caer de nuevo, agotado, en mi lado de la cama, mis pensamientos no se demoraron mucho en volver a centrarse en mi compañero y en aquel hombre que iba a pasar la noche en las celdas de arresto de la comisaría de Aquisgrán.