Capítulo 23

23 de julio de 2009

Había visitado con frecuencia el Hospital Universitario de Aquisgrán, normalmente por motivos laborales, ya fuera para tomar declaración a quienes habían padecido agresiones, o también, aunque gracias a Dios en muy contadas ocasiones, para examinar alguna víctima de asesinato. No había ocasión en la que al ver aquel enorme complejo de diseño futurista no me preguntara cómo había llegado el arquitecto a concebir tal enredo de tuberías, rejas y recintos amurallados. Saber que se trataba de un estilo arquitectónico con nombre propio, bautizado recientemente como «modernidad técnica», no me ayudaba a comprender aquella extraña edificación.

Tuvimos la suerte de encontrar una plaza de aparcamiento muy cerca de la puerta principal. Preguntamos en el mostrador de información para posteriormente recorrer pasillos y más pasillos de paredes y suelos pintados en vivos colores, unos en verde, otros en plata y los últimos en amarillo, de cuyos techos parecían desprenderse toda clase de tubos de calefacción y ventilación sin revestir, ideados sin duda en armoniosa combinación con el exterior del edificio. Subimos hasta la quinta planta en un ascensor rotulado con B3 y alcanzamos en el Pasillo 6 la zona dedicada a ginecología y obstetricia. Se me antojó una travesía por una ciudad pequeña, pero de tecnología punta.

La enfermera jefe era una insignificante mujer de unos treinta y cinco años de edad que, según se nos indicaba en el bolsillo de la pechera de su bata de color verde, atendía al nombre de Gabi. Le mostramos nuestras identificaciones, y apenas diez minutos más tarde apareció en la pantalla de su ordenador un certificado de nacimiento que tuvo a bien imprimir para nosotros. Los datos se referían a la niña Sarah Lichner, para la que figuraba como padre el doctor Joachim Lichner, de nacionalidad alemana, residente en Aquisgrán, en Zeppelinstrasse, y como madre Zofia Kaminska, de nacionalidad polaca, igualmente domiciliada en Zeppelinstrasse. La niña pesó tres kilos cuatrocientos sesenta gramos y midió 51 centímetros al nacer. Asistieron en el parto Anna Gerling, como comadrona, y el doctor Richard Bartholomé como ginecólogo. Los documentos habían sido remitidos por mensajería al Registro Civil de Aquisgrán el martes, día 19 de junio de 2007.

—¿Te convences ahora? —me preguntó Menkhoff.

Examiné detenidamente el documento.

—Dígame, enfermera: ¿aún continúa trabajando aquí este doctor Bartholomé?

Su frente se cubrió de arrugas.

—¿Quién?

—El doctor Bartholomé, el médico que asistió en este parto.

Ella me dirigió una mirada de desconcierto y tomó el certificado en la mano.

—Pues… no lo sé. No conozco a ningún médico de ese nombre.

—Posiblemente ya no trabaje aquí —intervino Menkhoff—. O tal vez se trate del médico de alguna mutua o seguro privado que haya atendido un parto en este hospital.

Ella sacudió enérgicamente la cabeza.

—No, imposible. Llevo nueve años en esta planta y conozco a todos los médicos que han trabajado aquí en ese tiempo, incluidos los de las mutuas y seguros privados. No ha habido jamás un doctor Bartholomé, lo sabría si así fuera. No comprendo cómo…

Dejó caer el documento sobre la mesa y se sentó en una silla giratoria. Mientras sus dedos se desplazaban veloces sobre el teclado, yo observaba a Menkhoff, que seguía con semblante muy serio las maniobras de Gabi a través del sistema.

—No, con toda seguridad —afirmó la enfermera sólo unos instantes más tarde de forma tajante—. No existe ningún doctor Bartholomé, y tampoco ha trabajado aquí en los últimos años nadie con ese nombre. Y… un momento —de nuevo sus ágiles dedos recorrieron el teclado—. ¡Qué extraño! —murmuró de forma apenas audible.

—¿Qué le resulta tan extraño? —inquirió Menkhoff.

Ella posó su mirada alternativamente en mí y en mi compañero y señaló de nuevo el certificado.

—Según se indica aquí, la comadrona fue Anna Gerling.

—¿Sí?

—Bueno… es que… tampoco existe ninguna comadrona con ese nombre en este hospital.

—¿Qué? —Menkhoff se apresuró a recoger el certificado—. ¿Y quién es esta Susanne Trumpp? ¿Otro fantasma?

—No, Susanne Trumpp existe —replicó la enfermera Gabi—. Es una de las auxiliares de esta planta. Tal vez estuviera presente durante el parto y se encargara de insertar los datos en el sistema.

Menkhoff dejó caer el papel sobre la mesa.

—Al menos, hemos logrado localizar a una persona real.

—Sí, eso…

—¿Nos puede decir dónde se encuentra la señora Trumpp ahora? ¿Está de servicio, aquí, en el hospital?

—No, creo que esta semana tiene turno de tarde, aguarde un momento… —Consultó una lista impresa fijada en la pared junto a su mesa—. Efectivamente. Susanne llegará a la una y media.

Revisé la lista, compuesta por tres columnas. En la primera de ellas figuraban las fechas, en la segunda las letras M, T y N, lo cual debía significar turno de mañana, tarde o noche, y en la última columna aparecían recogidos todos los nombres. Mi mirada se detuvo en uno de ellos y sentí extenderse en mi interior una agitada excitación. Me acerqué aún más a la lista para asegurarme de que no me había confundido. No, no era así.

—Bernd, mira esto. —Señalé con un dedo el lugar de la lista en el que figuraba el nombre que había despertado mi atención. Lo leyó con los párpados entrecerrados y me dirigió una mirada inquisitiva.

—¿A qué te refieres?

—Ese nombre, ése de ahí. ¿No te dice nada?

Volvió a consultar la lista de nuevo.

—Markus Diesch. ¿Y qué?

Me resultaba inconcebible que no lo recordara.

—Las fotografías. —Me costó un esfuerzo casi sobrehumano controlar mi agitación—. Las que acabas de guardarte en el bolsillo. ¿No te dice nada el nombre de Diesch? Del álbum. «M. Diesch. Conseguido. ¡Estoy fuera!». ¿Lo recuerdas ahora?

Finalmente se percató de lo que pretendía decirle. Abrió mucho los ojos y, con un gesto urgente, recuperó las fotografías del álbum de Lichner del bolsillo trasero de sus pantalones. Las comprobó brevemente y le mostró una de ellas a la enfermera.

—¿Es éste el Markus Diesch que figura en su lista?

Una breve mirada a la fotografía y vimos transformarse el semblante de Gabi.

—Sí, ahora está un poco más delgado, pero sí, es Markus. ¿De dónde han sacado…?

—¿Cuánto tiempo lleva este hombre trabajando aquí? —la interrumpí.

—Desde… aguarde… aproximadamente dos años y medio.

—¿Y dónde estuvo empleado anteriormente? —preguntó Menkhoff—. ¿Lo sabe?

—En un hospital de Coblenza, según creo. ¿Por qué les interesa Markus? ¿Y por qué me muestran esa fotografía suya? ¿Se ha… se ha metido en problemas?

—Ya lo veremos. Necesitamos su dirección, por favor.

Ella titubeó.

—Lo lamento, pero no sé si estoy autorizada a facilitarle esa información.

—Lo está —le aseguré—. Usted misma acaba de señalar que al menos dos de los datos que aparecen en este certificado han sido falseados. Estamos investigando un caso de secuestro infantil y este certificado de nacimiento podría ser de una importancia vital para su resolución. De modo que indíquenos dónde vive Markus Diesch, por favor. También necesitaremos la dirección de la auxiliar que supuestamente ha introducido los datos en el ordenador.

—¿Secuestro? ¿De un niño? —repitió—. ¡Dios mío! ¿Y Markus y Susanne están implicados? Pero si…

—Por favor, las direcciones.

Ella asintió y se sentó ante el ordenador. Apenas un minuto más tarde ya teníamos las direcciones. Susanne Trumpp vivía en el centro de Aquisgrán; Markus Diesch en Richterich, que no distaba demasiado de Kohlscheid, donde estaba situada la segunda vivienda a nombre de Joachim Lichner. Guardé la nota en la que la enfermera nos había apuntado ambas direcciones.

—¿Existe algún otro documento que pudiera demostrar que esa niña ha nacido en este hospital?

La enfermera había palidecido visiblemente.

—Sí, claro. Debería haber alguna cosa más. Guardamos el historial médico de todos los pacientes en nuestra base de datos. Aguarde…

Consultó brevemente el certificado de nacimiento, e inmediatamente sus dedos volvieron a recorrer el teclado a toda velocidad. Sacudió la cabeza al cabo de unos instantes, examinó de nuevo el certificado, tecleó y se detuvo, sorprendida.

—No lo entiendo. Tenemos el nombre y la dirección de la madre en nuestra base de datos, pero eso es todo. Ni aparece un registro de entrada, ni de hospitalización, ni cualquier otro dato adicional. No hay historial médico, ni registro de medicamentos suministrados, nada. Sólo el domicilio. —Se dejó caer hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla—. O bien el registro ha sido borrado por algún motivo, o…

—O ese certificado es falso —completé yo su pensamiento.

Menkhoff se rascó pensativamente la frente.

—¿Por qué iba alguien a tomarse tantas molestias para introducir únicamente el domicilio de esa mujer en el registro?

—Es necesario introducir esos datos básicos para poder expedir cualquier tipo de certificado. Para extender recetas, rellenar formularios o cualquiera de esas cosas es imprescindible que se inserte en la base de datos la información básica de la persona afectada, que después aparecerá en su historial médico de forma automática. Así nos aseguramos de contar siempre con toda la información necesaria de cada paciente, por ejemplo, en lo referente a la mutua o seguro al que pertenece.

—¿Y el médico? —objeté—. ¿Por qué no aparece su dirección en el sistema?

—El personal laboral del hospital se recoge en una base de datos diferente. A la hora de extender algún tipo de documento oficial se introduce únicamente de forma manual el nombre del personal sanitario.

—Así es el maravilloso mundo de la informática —observó Menkhoff, haciendo una mueca.

—¿Es necesaria una contraseña para poder entrar en el sistema? —le consulté.

Ella soltó una breve risa desprovista de alegría.

—¡Por supuesto! ¿Cómo puede preguntar algo así? Estamos hablando de datos personales confidenciales.

—Ya imaginé algo parecido. Es decir, que es absolutamente imposible que alguien ajeno al hospital haya introducido esos datos y nombres en el sistema, ¿no es así?

—Es imposible, desde luego, a menos que haya podido obtener de alguna manera las claves de Susanne. Pero aún no me han explicado…

—Muchas gracias, nos ha sido de gran ayuda.

Menkhoff me señaló con un gesto de su cabeza su deseo de abandonar el recinto, lo cual hicimos en cuanto me hube despedido de la enfermera Gabi.