Capítulo 21
23 de julio de 2009
Me llevó algún tiempo reunir las fuerzas suficientes para arrancar mi mirada de aquel rostro melancólico de blanca piel de porcelana, y más minutos aún transcurrieron antes de que mi mente lograra ordenar los atropellados pensamientos que la habían invadido en cuanto mi vista cayó sobre aquellas fotografías. Leí la leyenda al pie, que era idéntica en ambas:
«Eynatten 07/08/2007. En la cabaña».
Apoyé una mano en el hombro de mi aturdido compañero y me senté a su lado, en el suelo. Mi gesto pareció sacarle de su letargo, pues se giró hacia mí con un movimiento interminablemente lento dirigiéndome una muda mirada de perplejidad. Después modificó su postura, hasta entonces en cuclillas, y se dejó caer pesadamente al suelo. Agosto de 2007…
—¿Cuándo supiste de ella por última vez? —le pregunté, y tuve la absurda impresión de que pronunciar aquellas palabras en voz alta resultaba ahora improcedente, como si estuviese interrumpiendo el silencio meditativo en una iglesia.
—A inicios del 2000, poco antes de que Teresa y yo… Yo…
Se desplazó hacia atrás, apoyando la espalda en el jergón; dobló las piernas, apoyó los antebrazos en las rodillas y cerró los ojos. Imité su postura. Mi mente repasaba mis recuerdos, recorriéndolos estremecida, como dedos ágiles rebuscando en estanterías de un supermercado hasta encontrar el envase de «Nicole y Bernd».
En las semanas que siguieron a la condena de Lichner, Bernd Menkhoff comenzó a experimentar una inexplicable transformación. Como antes me había alarmado comprobar con cuánta emocionalidad abordaba el caso, pues siempre le había tenido por un experto criminalista, atribuí su visible regocijo posterior, que tanto contradecía la imagen que en los últimos tiempos me había mostrado, a un único origen: la condena del doctor Joachim Lichner. Creí poder situar en la demostrada culpabilidad del psiquiatra toda explicación del cambio, y no supe las verdaderas razones hasta unos tres meses más tarde.
Sucedió durante una de aquellas comidas para las que excepcionalmente no recurríamos a un McAuto. Menkhoff me había invitado a cenar un viernes por la noche, después de nuestra jornada laboral, insistiendo mucho en que no se trataba de una ocasión especial, siendo su oferta debida al mero deseo de intimar un poco con su compañero fuera de horas de servicio. He de confesar que en ningún momento creí en sus palabras, aunque jamás hubiera imaginado la noticia que me reveló nada más servirnos los entrantes.
—Seifert —inició su confesión, visiblemente nervioso y desplazando con el índice migas inexistentes sobre la mesa—. No quiero darle muchas vueltas al asunto. Simplemente decirle que estoy enamorado de una mujer maravillosa y que ella también me ama. Vamos muy en serio en esto.
Me sorprendí, aunque, según me comunicó su mirada, tal vez menos de lo que él había esperado.
—Bueno, eso es… estupendo —respondí titubeante.
—Usted… Seifert, usted conoce a esa mujer, por eso se lo he… Se trata de Nicole Klement.
Me observó, intentando adivinar qué le revelaría mi expresión. Yo confié en que no descubriera mis verdaderos pensamientos.
—Ninguno de los dos lo planeó, pero… Bueno, ya sabe. Por cierto, ¿qué tenemos en ese caso de agresión?
A pesar de que en mi estómago se instaló en el momento mismo de su confesión un rumor de lo más inquietante, no fui consciente hasta llegar a mi casa de cuántas implicaciones contenía aquella revelación de Menkhoff, sobre todo en lo referente a lo sucedido durante los últimos meses, es decir, a la fase final de la investigación, la que condujo a la detención del asesino de Juliane Körprich.
Bernd Menkhoff cargó aquella noche en la que compartimos una cena en un conocido restaurante de comida casera en las afueras de Aquisgrán un peso abrumador sobre mis hombros, y sentiría aquel pesado lastre durante mucho tiempo. Los años habían logrado aligerar un poco la carga, pero en aquellos instantes, sentados ambos en el suelo brillantemente pulido de aquel piso ruinoso, reviví con toda la intensidad de entonces mi inquietud.
Menkhoff se removió a mi lado, arrancándome del confuso universo de mis recuerdos.
—De modo que ha vuelto a encontrarse con ella al abandonar la prisión. Yo… no puedo entenderlo. Me aseguró que no deseaba volver a verlo jamás.
—Han pasado muchos años, Bernd —objeté con delicadeza—. Incluso los recuerdos más traumáticos se diluyen con el tiempo. Probablemente él la haya llamado, y ella…
—¿A qué viene ese disparate, Alex? Sabes perfectamente lo que le hizo entonces, cómo la trataba. ¿Crees que ella podría olvidar algo así? ¿Precisamente ella?
—Bueno… Y… ¿Eynatten…? ¿Qué crees que significa eso? ¿Lo de la cabaña?
—Ni idea. Quizá se trata de una casita de vacaciones. Tampoco es que me importe.
—¿Sabes dónde vive ella ahora?
—No. —Alzó el álbum, que reposaba sobre sus muslos, y sacó dos de las fotografías, la del tal M. Diesch en una celda y una de las que mostraba a una Nicole Klement de mirada afligida. Se puso en pie, se guardó las fotografías en el bolsillo trasero de sus pantalones y sólo entonces habló; y fue para darme una orden.
—Vámonos.
Cinco minutos más tarde, nos encontrábamos de camino al Hospital Universitario de Aquisgrán. No habíamos avanzado nada en el caso desde el inicio de aquella jornada. Nada de lo que habíamos logrado averiguar hasta entonces nos proporcionaba alguna pista, nada parecía tener sentido. Y, para complicarlo todo aún más, había vuelto a aparecer en escena Nicole Klement. Menkhoff no solía atender a razones cuando se trataba de insinuar la inocencia de Lichner, y aquellas fotografías recrudecerían aún más su desconfianza.
—La madre —dije, en el instante mismo en el que el pensamiento me vino a la mente, en un intento deliberado de eludir a Nicole Klement como tema de conversación.
—¿Sí? —preguntó Menkhoff.
—¿Qué ocurre con la madre? No la hemos tenido en cuenta a la hora de valorar lo de las dos viviendas. Tal vez ambos se separaran antes de nacer la pequeña y Lichner decidiera alquilar un piso para la madre y la niña y un segundo piso para él. Si esa mujer es de nacionalidad polaca… ¿quién sabe? Puede que esté sin trabajo. Que no disponga de permiso de residencia. Hay múltiples explicaciones posibles.
Durante un buen rato no reaccionó, y le permití reflexionar más detenidamente sobre mis palabras. Finalmente habló.
—Alex
—¿Sí?
—Ya no sé qué debo creer.