Capítulo 28

15 de febrero de 1994

Detecté en la mirada de Menkhoff una mezcla de curiosidad y suspicacia, y me resultó evidente que estaba muy tenso. Titubeé, inseguro, pues no sabía si debía… No, finalmente me sentí incapaz de reunir el valor necesario para preguntarle a uno de los mejores investigadores de la división criminal si sus sentimientos por una de las testigos no estarían enturbiando su capacidad para juzgar el caso. Y si tal vez esa atracción que sentía por aquella mujer no sería la causa de que, consciente o inconscientemente, intentara que su compañero… No, no podía hacerlo.

—¿Sí? ¿Qué desea preguntarme?

Aquella pregunta me sonó extraña, alerta. Cómo había podido pensar siquiera… Me esforcé por mostrar una expresión de sorpresa.

—Me he olvidado —confesé al fin, pero ni siquiera a mí me convenció mi avergonzada sonrisa—. He olvidado qué quería preguntarle.

Entrecerró los párpados, me dirigió una mirada como evaluando mi respuesta y se relajó poco después.

—De acuerdo. Pongámonos en marcha entonces. Tal vez vuelva a recordar su pregunta por el camino.

En esta ocasión fui yo quien le dirigió una mirada inquisitiva.

—Vamos a ver a Lichner. Quiero hacerle unas preguntas al buen doctor.

Durante el trayecto me explicó con más detalle su conversación con Nicole Klement, con la que se había encontrado en un café en Münsterplatz, la plaza situada en las cercanías de la catedral. Nada de lo que me relató situaba a Lichner bajo una luz más favorable. En el momento de mi regreso a nuestro despacho, Menkhoff estaba ocupado buscando al psiquiatra en nuestra base de datos, pero no había obtenido resultado alguno.

Poco después de las dos y media estacioné nuestro vehículo delante de la consulta del doctor Lichner.

Corinna M. pareció reconocernos y enarboló su mejor sonrisa profesional.

—Buenos días. ¿Desean ver a la señora Klement de nuevo? Lamento decirles que en estos instantes…

—Tenemos que hablar con el doctor Lichner —la interrumpió secamente Menkhoff—. Imagino que él si estará, ¿no es así?

—Pues… sí, está, pero atendiendo a sus pacientes, y dudo mucho que disponga de tiempo para hablar con ustedes. Pero si quieren esperarle…

Señaló las sillas alineadas en la pared. Menkhoff apoyó ambas manos en el mostrador y se inclinó hacia delante.

—Me es absolutamente indiferente lo que crea usted. Llámele e infórmele de que estamos aquí y deseamos hablar con él.

Ella pareció calibrar durante unos segundos qué acción podría traerle mayores perjuicios y finalmente se decidió por obedecer las órdenes de mi compañero. El doctor Lichner nos hizo esperar en torno a diez minutos antes de aparecer desde la zona de consultas. Exhibía su habitual sonrisa petulante como si de un escudo protector se tratase, pero en esta ocasión advertí que sólo afectaba en exclusiva a su boca. Nos pusimos en pie.

—Buenos días. He de decir que me resulta bastante irritante tener que atenderles de nuevo en este momento, pero, en fin… mis pacientes sabrán disculparme. Les hago esperar por hallarme ofreciendo mi ayuda a las fuerzas policiales del estado en la resolución de un abominable crimen. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

Me sorprendió que Menkhoff demostrara poseer la paciencia suficiente como para escuchar en silencio y hasta el fin aquel sarcástico monólogo. Incluso dejó transcurrir dos o tres segundos adicionales antes de hablar, como si quisiera asegurarse bien de que Lichner había finalizado su discurso.

—¿De verdad quiere que hablemos aquí? —señaló entonces a Corinna M. con una leve inclinación de cabeza.

Lichner desvió brevemente la mirada hacia su empleada y asintió, comprendiendo.

—Está bien, acompáñenme.

Se volvió y caminó hacia su consulta, cuyo mobiliario consistía principalmente en un escritorio de madera de aspecto lujoso, dos armarios de idéntica fabricación y, a pesar de que hasta entonces yo había pensado que se trataba de un cliché, un diván de cuero negro. Nos señaló el diván tomando él mismo asiento tras el escritorio.

—¿Sabe que su compañera nos ha visitado en la comisaría esta misma mañana? —comenzó Menkhoff cuando ya nos habíamos acomodado en el diván. Me sentí algo ridículo en aquella posición.

—Por supuesto. La envié yo mismo.

—¿De modo que confiesa que no acudió a vernos de forma voluntaria?

—Nada de eso; su visita fue totalmente voluntaria. Simplemente le rogué que les aclarara ciertas dudas acerca de la tarde del viernes. No supo contestarles en su momento porque se encontraba en un estado extremo de ansiedad.

Observé a mi compañero, pero no pude detectar ninguna emoción en su rostro.

—La señora Klement muestra diversas magulladuras en el cuello. ¿Sabe usted a qué son debidas?

Me sentí intrigado por cuál sería la respuesta, pero Lichner mantuvo la calma en todo momento.

—Por supuesto que lo sé. Se ha caído. Incluso estuvimos riéndonos un poco al pensar que parecían marcas de estrangulamiento.

—Riéndose. De que la hubieran estrangulado —dijo Menkhoff con voz ronca—. ¿De modo que le parece a usted divertido que se estrangule a una mujer?

La sonrisa de Lichner desapareció.

—Ya es suficiente, inspector. No intente atribuirme palabras que no he pronunciado. No he dicho en ningún momento que el hecho en sí me parezca divertido.

—¿Le gustan los niños? —lanzó Menkhoff su siguiente pregunta, que resonó en la habitación como un disparo. Lichner se sobresaltó visiblemente y dudó antes de contestar.

—¿Los niños? Sí, claro que me gustan los niños. ¿A qué se debe esa pregunta?

—¿Le gustaría tenerlos? —continuó Menkhoff implacablemente y sin descanso. Aparentemente, pretendía aprovechar la sorpresa, pero el psiquiatra ya había recuperado el control, como evidenciaba su sonrisa.

—En cuanto encuentre la mujer adecuada, señor inspector, me lo plantearé. Y, para contestar ya a su siguiente pregunta, es muy posible que Nicole sea esa mujer, ya veremos. ¿Alguna otra cuestión que afecte a mi vida privada sobre la que les apetezca charlar un poco mientras me aguardan mis pacientes en la habitación anexa, señor inspector?

Ambos parecían retarse con la mirada, como boxeadores aguardando la señal que les permitiría atacar al otro.

—No, de momento, no —gruñó Menkhoff y se puso en pie. Cuando ya habíamos alcanzado la puerta se volvió por última vez.

—Casi me olvido: no abandone la ciudad.