Capítulo 52

24 de julio de 2009, 12:28 horas

No hablamos mucho en el trayecto. Le pregunté a Menkhoff si había informado del secuestro a Teresa y me respondió con una negativa forzada, sin más explicaciones, por lo que estimé mejor dejarlo tranquilo. En las cercanías de Oppenhoffallee no encontramos ninguna plaza de aparcamiento desocupada, por lo que subí el coche parcialmente a la acera y lo estacioné allí sin más.

En las escaleras hacía un calor sofocante, y ya en el segundo piso comencé a sudar copiosamente. Mi esperanza de que Nicole nos abriera la puerta en cuanto llamáramos al timbre no se cumplió. Menkhoff apenas vaciló antes de extraer una cartera de cuero parda del bolsillo de su pantalón, abrirla y comenzar a ocuparse de la cerradura con alguna de las herramientas que contenía. Pocos segundos después oímos un clic. Menkhoff abrió la puerta de modo que pudiéramos obtener una buena visión del pequeño pasillo y pronunció el nombre de Nicole en voz alta. Al no haber reacción, entramos. La vivienda me pareció más lúgubre aún que el día anterior.

En la sala de estar dirigí mi mirada de inmediato a la pequeña colección de fotografías dispuesta sobre el mueble auxiliar. Todo parecía idéntico al día anterior, lo cual me tranquilizó de una manera absurda. También Menkhoff se acercó en primer lugar a las fotografías.

—Separémonos —propuso después—. No tengo ni idea de qué buscar, pero quién sabe…

Me aproximé algo más a aquellos rostros infantiles para examinarlos con mayor detenimiento. La fotografía de Juliane había sido tomada en el parque infantil situado cerca de la casa de sus padres. Creí reconocer todos los aparatos que se advertían en la fotografía. La segunda mostraba a una niña de pelo oscuro en un columpio. Parecía contar con seis o siete años, y el columpio pertenecía claramente a un parque diferente. A la tercera niña le calculé unos cuatro años. El peluche de color azul que mostraba a la cámara parecía un cruce entre oso y conejo. Estaba sentada al final de un tobogán de color amarillo. La niña de la fotografía situada en el extremo de la derecha llevaba el rubio cabello muy largo. Sus ojos azules brillaban y sonreían al fotógrafo con cierto aire travieso. Contaría con unos seis o siete años y era la única que no había sido fotografiada en un parque infantil, sino delante de una pared de color beige. En el borde de la fotografía se advertía una línea oscura vertical que me costó identificar. ¿Una sombra? Inspiré profundamente. ¿Quiénes eran las niñas retratadas allí? Juliane Körprich había sido asesinada dieciséis años atrás, un crimen terrible que había conducido al doctor Joachim Lichner a prisión, condenado a más de trece años. Si Lichner estaba en lo cierto con respecto a Nicole, si realmente había sido ella quien había acabado con la vida de aquella niña porque su mente traumatizada le había sugerido que se trataba del único modo de proteger a la pequeña de los abusos de su padre, ¿qué había sucedido entonces con las otras? ¿Estarían igualmente… muertas?

—Nos las llevamos —oí decir a Menkhoff a mis espaldas. Me giré asustado. Se encontraba de pie en la entrada a la sala de estar y me tendía un objeto, una caja de cartón algo aplastada—. He encontrado esto bajo el colchón. —Se me acercó, con el brazo aún extendido hacia mí. Le quité la caja de las manos y levanté la tapa. Contuve el aliento al ver las fotografías que contenía. Se trataba de…

—Parecen las mismas niñas de los marcos, o, al menos, tres de ellas. De la pequeña Körprich no he encontrado más fotografías.

Las saqué de la caja para examinarlas. De cada una de las niñas había unas cuatro o cinco instantáneas. Dos de las niñas estaban retratadas en diversas posturas en su parque infantil, la tercera se encontraba de nuevo ante la pared de color beige. En una de las fotografías, en las que miraba con cierta tristeza a la cámara, podía verse con mayor nitidez aquella sombra que me había llamado la atención previamente, y, a pesar de que aún no era posible distinguir con exactitud de qué se trataba, tuve la sensación de haber visto ya antes aquella marca, o lo que quiera que fuera, en un contexto idéntico.

—Tenemos que averiguar quiénes son esas niñas —interrumpió Menkhoff mis cavilaciones—. No he encontrado nada más en las restantes habitaciones que…

Se detuvo, y cuando aparté la vista de los rostros infantiles advertí que miraba fijamente hacia un punto situado bajo la mesa del comedor. Había allí una tira de papel que tenía impreso algo que desde mi posición no alcanzaba a distinguir. Menkhoff recogió la tira de papel del suelo y la examinó con mayor atención. En el mismo instante en que sus ojos se posaron sobre ella, exhaló un lastimoso gemido y se dejó caer en la silla que tenía más próxima.

—Bernd, ¿qué ocurre?

Se cubrió los ojos con la mano desocupada y me tendió el papel. Incluso antes de tenerlo en mis manos reconocí en él los restos de una fotografía en la cual se había recortado algún objeto. Se distinguía en ella una mujer, o, mejor dicho, una parte de un rostro y un torso femeninos. Una parte lo suficientemente amplia como para reconocer a la mujer. Se trataba de la señora Christ. En el borde de la fotografía, justo donde debía haberse encontrado el objeto recortado, se advertía un mechón de cabello de color rojizo que no pertenecía a la señora Christ.

—¿Qué…? —comencé, pero no continué hablando, pues la consciencia de lo que significaba aquello que sostenía en la mano me hizo enmudecer. Me senté junto a Menkhoff al lado de la mesa.

—Debe haberlas fotografiado juntas en alguna parte —dijo él con una voz angustiosamente débil—. Quizá en alguna ocasión en la que la señora Christ recogiera a Luisa de la guardería. Ella… Ha recortado a Luisa.

—Pero ¿por qué?

Menkhoff no me contestó, pero tampoco era necesario. Aparté la cabeza y dejé pasear mi mirada por entre las fotografías infantiles enmarcadas. Un gélido escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Crees entonces que ha podido llevársela? —pregunté, pero Menkhoff tampoco reaccionó ante aquella otra pregunta. Se frotó el rostro con ambas manos.

—¡Dios mío, mi niña! Ella… ella tiene a mi niña. Y si realmente fue ella quien… Si Lichner dice la verdad y es inocente… No, eso no puede ser.

—Aguarda un poco —intenté tranquilizarle, a pesar de que ahora mi preocupación era similar a la suya.

—Soy un padre de mierda, ¿lo sabías? —dijo él en voz baja, mirando fijamente a la mesa que tenía enfrente—. Un cerdo, un cerdo egoísta.

—Bernd, venga…

—¿Sabes cuántas veces veo a Luisa sólo unos minutos por la mañana porque aún no he vuelto por la noche cuando llega la hora de que se acueste? Pero eso no es lo peor. ¿Sabes lo que hago cuando, excepcionalmente, aparezco alguna vez a una hora temprana? Me cuelgo delante del televisor exigiendo tranquilidad en lugar de acompañar a mi hija a la cama y contarle un cuento.

Su mirada erró hasta mí.

—Ella me adora, ¡y yo la rechazo tan a menudo, Alex! Le grito cuando me suplica que la lleve a la cama y la abrace un poco. Una niña pequeña que necesita a su padre, pero éste es demasiado perezoso como para levantar su trasero del sillón, así son las cosas. Y cuando Teresa me acusaba precisamente de eso, encontraba mil excusas. Le recriminaba que no le interesara si mi día había sido malo. Le reprochaba que no tuviera ni la más mínima consideración conmigo al pretender que yo me ocupara de la niña, y observé, en más de una ocasión, que sólo me lo exigía a mí porque a ella no le apetecía.

Apoyó los codos sobre la mesa y enterró su rostro en las manos.

Recordé, en aquel momento en el que me hablaba de Teresa, que Mel aún ignoraba el secuestro de Luisa. A pesar de que no conocía mucho a la pequeña, sabía que le profesaba un gran afecto a aquella niña tan alegre y despierta. Tendría que llamarla para explicarle lo ocurrido, pero lo dejé para más tarde. Ahora debía concentrarme en Menkhoff, que continuaba hablándole al hueco formado por sus manos, de modo que apenas pude distinguir sus lamentos.

—Ella tenía razón, Alex. Con cada una de sus palabras. Soy un padre lamentable. Espero que Luisa no sufra ningún daño, porque no sé qué haría entonces…

Me inspiraba una profunda compasión. Busqué desesperadamente algo que pudiera decirle para ofrecerle cierto consuelo, pero sabía que era imposible hacerlo. Sin embargo, era evidente que allí, sentados en la sala de estar de Nicole, no tendríamos oportunidad alguna de encontrar a la niña. De modo que apoyé una mano en su hombro.

—La encontraremos, Bernd —le prometí—. Venga, vámonos. Tenemos cosas que hacer.

Al principio no reaccionó; después asintió imperceptiblemente, más seguro después, mientras apretaba los labios en una fina línea.

—Tienes razón —dijo a continuación, y se puso en pie con cierto esfuerzo—. La encontraremos. Vamos, tengo que hablar otra vez con Lichner.

Menkhoff desarmó los marcos y extrajo de ellos las fotografías de las niñas, las apiló y las añadió a las restantes instantáneas que había en la caja.

—¿Tendrá algún vehículo? —se preguntó, mientras abandonábamos la vivienda—. Aunque… Dudo que sea capaz de conducir en el estado en el que se encuentra ahora. ¿Lichner mencionó algo?

—No, ni idea. Pero podemos preguntarle ahora.

No nos fue posible preguntarle nada, pues Lichner no nos abrió cuando nos encontramos, por tercera vez aquel día, de nuevo ante la puerta del edificio en el que tenía su piso.

—¡Mierda! —maldijo Menkhoff—. ¿Por qué no está en casa? Debió imaginar que vendríamos a verle de nuevo.

—Quizá haya salido a comprar algo. No puede quedarse todo el día sentado en casa sólo porque…

—¿Sólo porque probablemente su perturbada novia haya secuestrado a mi niña?

Su perturbada novia… Quién hubiera dicho que Menkhoff hablaría de aquel modo de Nicole Klement.

—¿Crees entonces que ha sido ella? —le pregunté con cautela mientras nos alejábamos de aquella casa en dirección al coche. No me contestó hasta que estuvimos en el interior del vehículo.

—Nicole es… En estos momentos es la única pista de la que disponemos. No puedo… no quiero imaginarme nada, pero he podido comprobar por mí mismo cuánto ha cambiado. Sin embargo, sigo sin confiar en Lichner. Era un hijo de puta entonces y sigue siéndolo ahora.

—Pero si esto es obra de Nicole, ¿no cabe la posibilidad de que entonces…? ¿Que Juliane Körprich…? Quiero decir que… ¿Sigues estando seguro de que aquella muerte fue obra de Lichner?

Menkhoff dudó apenas unos segundos antes de asentir con voz firme.

—Absolutamente seguro.