Capítulo 29
23 de julio de 2009
Escruté el rostro de Menkhoff intentando leer en él qué impresión le causaba la historia de Diesch, pero no parecía demasiado afectado. Tampoco hubiera esperado otra cosa. A mi compañero parecía no interesarle absolutamente nada que pudiera llegar a cuestionar la culpabilidad de Lichner. A pesar de que en todos estos años había llegado a apreciar a Menkhoff, no podía compartir su ceguera en este caso, y aquello comenzaba a molestarme hasta límites intolerables en estos momentos en los que volvía a salir todo a la luz. Aunque tal vez mi escaso umbral de tolerancia se debiera a que sólo dos días atrás había estado convencido de no tener que ocuparme del doctor Joachim Lichner nunca más.
De nuevo me asaltó aquella sensación de haber omitido algo durante el registro de la segunda vivienda de Lichner, aunque seguía sin poder concretarla.
—Hemos estado en el hospital para obtener una copia del certificado de nacimiento de la hija del doctor Lichner —decía Menkhoff a mi lado. Observé atentamente el rostro de Diesch, que parecía sorprenderse.
—¿El doctor tiene una hija?
—Supuestamente nació hace dos años, en la planta en la que trabaja usted, señor Diesch.
La sorpresa se transmutó en incredulidad.
—No puede ser, lo habría sabido. ¿Cuándo dice que fue eso?
—En el mes de junio del año 2007.
Diesch estuvo reflexionando un rato, de forma intensa, como revelaban las arrugas de su frente.
—En junio de 2007 —repitió en un murmullo—. No me encontraba de vacaciones, al menos, eso creo. Pero si la hija de Jo Lichner hubiera nacido en esa época hubiera debido encontrarme con él allí. A no ser que…
—¿Qué? —insistí, al tener la impresión que no pretendía finalizar aquel pensamiento en voz alta.
—A no ser que la niña no le interesara, no sé, porque se hubiera separado ya de la madre. Sucede con mayor frecuencia de lo que pudieran pensar.
—O jamás ha existido ese nacimiento y se han falsificado los datos del registro —observó Menkhoff—. ¿Conoce a algún médico con el nombre de Bartholomé?
—N… no. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Y a Anna Gerling?
—Anna Gerling… aguarde… Gerling. ¿Es una médico internista?
—No, una comadrona.
—Entonces me habré equivocado. No, tampoco la conozco.
—¿Cómo es su relación con Susanne Trumpp?
—No existe tal relación, apenas la conozco. Trabajamos en la misma planta, y a veces coinciden nuestros turnos, pero no sucede con frecuencia.
—¿No conocerá usted la contraseña de la señora Trumpp para acceder a la base de datos de los historiales médicos de los pacientes?
—¿A la base de datos? No. ¿Qué ocurrencia es ésa? Está prohibido dar la contraseña.
Menkhoff hizo un gesto de desprecio.
—También está prohibido falsificar carnets, y sin embargo hay personas que lo hacen.
Markus Diesch examinaba atentamente sus manos.
—Sé que he cometido errores en el pasado, pero ya he pagado por ellos.
Su voz había adquirido un tono lastimero que me pareció impropio de él.
—¿¡Y qué!? —le gritó Menkhoff, pero intervine antes de que aquello se descontrolara más.
—¿De modo que usted jamás ha entrado en la base de datos con la contraseña de su compañera, por ejemplo, quizá por haber olvidado la suya propia y necesitarlo en ese momento?
—No, no lo he hecho —respondió, insistiendo en su inocencia con tozudez infantil—. ¿Por qué iba a hacerlo?
Consulté con Menkhoff, y cuando éste asintió brevemente, continué.
—Según parece, alguien ha falsificado unos datos y enviado a continuación un certificado de nacimiento falso al registro civil. Es decir, oficialmente se halla registrada una niña que en realidad no existe. Sin embargo, sabemos que para inscribir a un niño en el registro no es suficiente con presentar simplemente el certificado expedido por el hospital. Es necesario mostrar también los documentos acreditativos de los padres, así como los certificados de nacimiento de éstos, y si ambos no están casados se debe añadir también un reconocimiento por escrito de la paternidad. Por tanto, todos esos documentos también deben haber sido falsificados.
Diesch abrió mucho los ojos y comenzó a ponerse lentamente en pie.
—Ya comprendo. De modo que alguien falsifica unos papeles y, por supuesto, sólo puede haber un único sospechoso: el expresidiario. Eso es totalmente injusto.
—No sea estúpido, señor Diesch —dijo Menkhoff—. Es evidente que el primer nombre que se nos viene a la mente cuando detectamos alguna falsificación es el de un falsificador condenado. ¿Qué esperaba? No hay injusticia en ello, sino lógica. ¿Y bien?
Diesch acabó de levantarse de un salto, respiraba entrecortadamente.
—No tengo nada que ver con eso. ¿Por qué…? ¿Qué pasa con mi móvil? ¿Por qué iba a hacer yo algo así? ¿Qué beneficio sacaría de ello?
Menkhoff se encogió de hombros.
—Bueno, Lichner le resultaba molesto. ¿Tal vez hasta el punto de decidir vengarse de él? ¿Logró él enervarle y llevarle hasta el límite? Lichner resulta insoportable la mayor parte del tiempo, señor Diesch, y, sinceramente, entendería que usted deseara perjudicarle.
—No. Insisto en que no tengo nada que ver con todo eso, de verdad. El doctor… Jo y yo nos llevábamos bastante bien, jamás discutimos, ni una sola vez. Consulte mi expediente, si quiere.
Y justo en ese mismo instante me vino a la mente aquello que no dejaba de incordiarme desde que abandonamos la vivienda de Lichner. ¿Cómo había podido obviarlo?
Menkhoff se puso en pie.
—Volveremos a contactar con usted si nos surgen más preguntas.
Me levanté igualmente y le seguí al exterior.
Cuando nos alejamos lo suficiente de la vivienda de Diesch como para estar seguro de que no nos oiría, me dirigí a mi compañero.
—Bernd, nos hemos olvidado de algo en casa de Lichner.
—¿Sí? ¿Qué? —preguntó, en un tono indiferente que revelaba lo poco que le interesaba lo que pudiera decirle.
—Ese papel con el fragmento del diagnóstico de Lichner… ¿Recuerdas qué más decía?
Menkhoff, que rezongaba en voz baja, sacó una hoja doblada del bolsillo de sus pantalones y me la tendió. Al desdoblarla pude ver que se trataba del papel que acababa de mencionarle. Se había apoderado de él sin que lo hubiera advertido.
Señalé el punto al que me refería.
—Aquí, estas abreviaturas al final del documento: «Ver historial de la paciente en 112/1993». Esto.
No parecía comprender a dónde pretendía llegar.
—¿Y qué? Supongo que será alguna referencia a otra de esas estúpidas historias médicas suyas. En la caja no había ningún documento adicional, así que, ¿qué más da?
Asentí con entusiasmo.
—Exactamente, tú lo has dicho: no había ningún documentó adicional en esa caja. Pero ¿y en la caja rotulada con «K-L»?
—¿Quieres decir que, posiblemente, la historia de Nicole se encuentre en esa otra caja…?
Menkhoff se detuvo de forma tan abrupta que le adelanté dos pasos antes de notar que no me acompañaba. Me giré hacia él.
—Sí. En la caja de los historiales médicos de los pacientes cuyos apellidos comienzas con K. Parece lógico. Me pregunto por qué no se nos ha ocurrido antes.
—Crees de verdad que Nicole… ¿Crees que Nicole fue una de sus pacientes, Alex?
—Claro que sí. ¿Qué otro motivo podría haber para que Lichner guardase unos documentos con su historial clínico?
Menkhoff reflexionó unos instantes, después consultó su reloj.
—Está bien, es demasiado tarde como para que podamos volver a la casa sin más. Vamos a averiguar primero si Lichner aún sigue en la comisaría.
Sacó su teléfono móvil y marcó. Tal como me revelaron las respuestas que daba, Lichner había abandonado ya las dependencias policiales. Finalmente, colgó.
—Acaba de salir. Pero aún así, quizá pueda funcionar… La comisaria Biermann me ha explicado que los compañeros lo están acercando en coche a Zeppelinstrasse. Nos dirigiremos hacia allí. Me dejas a mí en aquella zona y te marchas lo más rápidamente posible a Kohlscheid. Yo le entretendré el tiempo suficiente para evitar que te moleste, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —contesté—. Pero ¿cómo pretendes entretenerle?
—Quiero saber qué le pasa, qué le pasó a Nicole, Alex. Si no hay otra opción, invitaré a ese cerdo a comer, aunque sienta deseos de vomitar lo que ingiera. No importa cómo. Lograré retenerle allí, no te preocupes.
Permanecíamos aún un poco alejados el uno del otro. Cubrí la distancia que nos separaba con dos lentos pasos y apoyé una mano en su hombro.
Bien. Y tal vez al fin logremos obtener algunas respuestas.
Y me refería en este caso a ambos, y a toda clase de respuestas.